“Me gustan muchos salseros, pero la mejor es Celia”: Mariana Garcés, ministra de Cultura
“Uno sabe cuándo le tocó un cachaco”, dice la Ministra mientras se alista para la imitación. Abraza a una pareja invisible, estira el brazo derecho y empieza a moverlo de arriba abajo, exagerando el énfasis en un improvisado merengue: “Si comienzan a agitar el brazo, me salió bogotano”.
Como buena caleña, a Mariana Garcés le encanta bailar. Salsa, además, aunque sobre aclararlo. Lo lleva en la sangre y eso que ella es de las pocas que puede jactarse de su ascendencia raizal. “Cali era una ciudad de paso. Si uno la mira, hay muy pocos caleños cuyos tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres hayan nacido en Cali. En mi caso, sí. Ambas familias, Garcés y Córdoba, son caleñas caleñas”. Solo que su abuelo, comerciante, se radicó en Europa durante muchos años. Bernardo Garcés, padre de Mariana, hizo la primaria en Francia, el bachillerato en Inglaterra y los estudios superiores de Economía en Canadá. Después cursó un doctorado en Fletcher, filial de Harvard. De regreso en Colombia, desarrolló la Corporación Autónoma Regional del Valle y el Embalse de Calima. También fue ministro de Obras Públicas de Carlos Lleras Restrepo. O sea que algo de política también le corre por las arterias, aunque ella prefiera decir que es técnica, como su padre.
Abogada de la Universidad de los Andes, su carrera en el ámbito de la cultura ha transcurrido de la mano de Amparo Sinisterra de Carvajal, la más sobresaliente gestora cultural del Valle y una de las más prestigiosas de Colombia. Empezó con ella en Colcultura, entre 1983 y 1986, y luego la acompañó en la fundación de Telepacífico y en la fundación de Proartes. En Cali, fue secretaria de Cultura, directora del Festival de las Artes y una de las creadoras de la orquesta filarmónica de la ciudad.
Ama Delirio, la compañía de salsa que ya es leyenda en Colombia y en el exterior; y, si pudiera, viviría en Cali y visitaría Bogotá solo de viernes a domingo. Pero por ahora no puede, porque hace seis años aceptó la tarea de dirigir el Ministerio de Cultura, con la prioridad de aumentar el índice de lectura de los colombianos.
Los caleños suelen decir que aprendieron a bailar antes que a caminar. ¿Está de acuerdo?
Es que en Cali hay dos cosas que son inconcebibles: no saber nadar y no saber bailar. Cuando yo me vine a Bogotá por primera vez, a estudiar en la universidad, me di cuenta de que la gente no sabía nadar. Y tampoco le gustaba bailar. Eso era rarísimo.
¡Pero a los bogotanos nos gusta bailar!
En esa época, muy poco. Las fiestas, cuando yo llegué a Bogotá, eran muy aburridas. Los muchachos posaban de grandes, con el whisky en la mano, conversando al pie de una chimenea. Y nunca bailaban. Por eso hacíamos un parche de caleños: íbamos a bailar. Teníamos una discoteca que se llamaba El Escondite, con un diyei que era caleño. Y ahí nos desquitábamos.
¿Cuáles son sus salseros favoritos?
Me gusta Niche, Guayacán, El Gran Combo. Me gusta la música cubana en general. Pero la mejor es Celia.
Si su tema siempre ha sido el de la cultura, ¿cómo terminó estudiando Derecho?
Mi casa es una casa de economistas. Mi padre era economista, mis hermanos son economistas ambos. Mi mamá no tenía profesión. A mí me interesó el Derecho. Mi papá me dijo que ensayara con el Externado. Pero el Externado era anual, pero estudiar por años y no por semestres me parecía larguísimo. Yo me acababa de graduar y resolví que quería ensayar en los Andes. Mi papá me decía que la Facultad de Derecho de los Andes era demasiado joven, que me esperara seis meses, que me fuera de viaje, pero yo insistí.
¿Y por qué no quiso ensayar Economía?
Tenía claro que me gustaba el debate. Era jefe del equipo de debates del colegio, me gustaba la argumentación. Nunca dudé. Vine a Bogotá a presentar los exámenes con los compañeros del colegio. En ese momento era un examen realmente difícil y todos creímos que no habíamos pasado. La conversación entre amigos era pesimista. Como previendo lo que podía ocurrir, cuando volví a Cali le dije a mi papá: “¿Sabes? A mí no me gustó esa universidad. Tiene miles de gradas, que pa’rriba, que pa’bajo. Hice el examen ahí por hacerlo, pero a mí no me gustó”. Cuando nos dijeron que pasamos, se lo conté a mi papá con mucha alegría y él me increpó:
─¿Pero no que no te gustaba la universidad?
─Nooo, claro que me gustaba.
¿Fue por el susto de no pasar?
Era el susto de no pasar. Entonces nos vinimos un grupo de caleños a vivir a Bogotá. Obviamente, a nosotros nos hacían un giro con el que teníamos que vivir todo el mes. Entonces si tú en algún momento decidías que ibas a ir a bailar, y te gastabas un poco más de plata, la última semana tenías que pedirles a tus tías de Bogotá que te invitaran a almorzar: “Tía, hace rato que no te veo, me gustaría visitarte”. Era divertido. La vida de estudiante era divertida.
¿Tenían un apartamento entre varios?
Claro, un apartamento con dos amigas que lo hemos sido toda la vida: María Fernanda Carvajal (hija de Amparo de Carvajal), que estudió Administración de Empresas; Claudia Franco, que estudió Derecho y es gerente de la Sinfónica Nacional de Colombia, y yo. Vivíamos en la 45, después en la 73 con 13 y después en la 97 con 11. Allí terminamos la carrera. Después, Amparo de Carvajal se vino de Cali a ser directora de Colcultura, entonces a María Fernanda le tocó irse a vivir con su mamá. A Claudia, su padre le compró un apartamento, y lo tenía que ocupar porque tenía que recibir a sus papás cuando ellos venían a Bogotá. Y yo me fui a vivir a un apartaestudio en la 76 con 13, frente al Gimnasio Moderno. Era mi último año y empecé a trabajar en Publicar.
¡En Publicar!
Me llamaron para hacer el año de práctica en las licitaciones de los directorios telefónicos.
Suena aburridísimo.
¡Horrible! Tres meses en una empresa muy sólida. Yo estaba aprendiendo todo ese tema de las licitaciones públicas. Contestaba todas las inconformidades desde el punto de vista legal a aquellos que habían pedido que les publicaran en el directorio telefónico un aviso de una manera y había salido con error. Eran pocos pero me tocaba atenderlos. El equipo de Publicar era muy divertido pero mi trabajo era un poquito árido.
VENGA LE CUENTO
¿Cómo fue su infancia?
Entre semana, iba al Colombo Británico, un colegio fundado por mi familia. Como ellos tuvieron la oportunidad de educarse por fuera, les parecía interesante tener un colegio laico en la ciudad que fuera bilingüe y que estuviera inspirado en la educación inglesa. Allí me eduqué. El fin de semana, en cambio, era una vida muy relacionada con el campo, en una hacienda vallecaucana de la familia, una vida de idas al río, de montar a caballo, de montarse en los árboles.
El ambiente bucólico de María…
No, tampoco, pero nuestra vida fue una vida de provincia normal, con viajes de vacaciones y descubriendo el mundo, que es lo que hacen los niños.
¿Cuáles fueron sus primeras inquietudes culturales?
Los ingleses son muy proclives a todos los temas culturales. El Colombo Británico estaba dividido en casas: cada casa, un color; y todo el colegio participa de su respectiva casa. Yo, por ejemplo, era Canning y mi color era rojo. Dentro de esas casas, todos los años de primero de bachillerato a sexto, que era como se denominaban los años en el momento en que yo fui al colegio, había competencias en todos los niveles.
¿Como en la escuela de magia de Harry Potter?
Exactamente. Sobre todo, competencias deportivas y culturales. Entonces había centros literarios, encuentros de poesía, equipos de debate. Cada casa disponía que no estuvieras siempre con los de tu clase, sino con los más grandes o los más chiquitos. Es una organización muy interesante porque hay una interacción transversal: ayudas a los chiquitos cuando ya eres grande. Fue un colegio muy inspirador en temas culturales. Adicionalmente tenía una muy buena profesora de literatura y creo que eso hizo totalmente la diferencia.
¿Y cuál era esa diferencia?
Nosotros, por ser bachillerato internacional, podíamos escoger cuáles eran nuestras materias de nivel superior y cuáles las de nivel menos superior. Mi énfasis fue literatura. Las clases eran muy ágiles y había mucho debate.
¿Qué libros le llamaron la atención en el colegio?
Casi todo el mundo en el colegio lee por obligación. A mí, en cambio, me encantaba leer. Así que era la encargada de redactar los resúmenes para los que no leían. No tenía problemas con eso. Leímos a los griegos en ediciones para niños. Luego, literatura latinoamericana, el boom con García Márquez en primer lugar. Luego, literatura universal, los rusos incluidos. El autor que más me gustaba era Dostoievski, en especial la novela El jugador. Después, Kafka, Camus con El extranjero y todos los existencialistas.
¿Tenía algún ritual de lectura?
En mi casa todo el mundo leía, sobre todo mi padre y mi madre. Y yo sí creo que uno aprende de esos hábitos.
Era natural...
Sí, no era un castigo sino parte de los placeres de la vida.
¿Qué libros recuerda de estos placeres de la vida?
De esa época, El principito. Es el ícono de nuestra generación. También leí todas las historias de Julio Verne. Y los cómics. Recuerdo que había un peluquero que dentro de su peluquería tenía colgados los cómics en cuerdas, como si fueran ropa, y uno podía comprar e intercambiar.
¿Qué cómics: Lorenzo y pepita, La pequeña Lulú?
Rico McPato, Tribilín, Pluto, y uno mexicano que se llamaba Memín, un personaje negro al que le pasaban las historias más dramáticas. Los cómics acercaban a los libros. A mí me gustaba mucho que me leyeran. Y pedía que fuera, reiterativamente, el mismo cuento.
Desde entonces su cuento es la lectura. ¿Fue, desde un comienzo, la prioridad de su ministerio?
Yo siempre le dije al presidente Santos que a mí me interesaba hacer de la cultura algo serio, y que, como todo ministro, me encargaría de poner una impronta. Lo más difícil fue el tema de la prensa, cambiar la creencia de que un ministro tiene que salir en todos los medios aunque no tenga nada que decir. En todas las oficinas de prensa de los ministerios hay esa cosa de que todo suma. Yo decía: no, hay cosas que restan, que no van con las personalidades. Entonces, cambiar esa idea de que la cultura no es la farándula era lo primero que quería hacer.
¿Y cuál fue su impronta?
El más importante fue darle toda la dimensión al programa Mi cuento es la lectura. Obviamente, este es un ministerio que tiene muchos campos de acción. A nosotros nos interesaban tres cosas: incentivar la creación y todo lo que la rodea, porque la creación por sí misma no tiene sentido sino cuando se somete a los ojos de otros. Para crear hay que investigar, pero también circular. Esto, unido al fortalecimiento de las bibliotecas públicas, como un eje prioritario transformador de sociedades.
La base está en las bibliotecas, pero las bibliotecas no garantizan que haya desarrollo creativo.
Ese proceso es largo: hay que dotar a las bibliotecas con colecciones para niños, por ejemplo; mejorar la infraestructura. Hemos construido más de 150 nuevas bibliotecas en lugares apartados. Hay que formar a los bibliotecarios para que sean incentivadores de lectura en sus municipios. No es que te lleven a la biblioteca por castigo sino porque allí hay un mundo de conocimiento. Hay que mejorar tecnológicamente las bibliotecas. A nosotros no nos importa en qué formato se lea, sino que se lea. Por ejemplo: el libro de la Historia de Colombia de Antonio Caballero solo está en formato digital, y aun así tiene muchos lectores. Entonces, el problema no es el formato. Es toda una política enorme frente a la lectura con el ánimo de duplicar los índices de lectura.
Los métodos para medir el índice de lectura son mediante encuestas. ¿No es un método muy frágil?
Nosotros hacemos diversos tipos de estudios, pero los del DANE tienen preguntas cruzadas y rápidamente te das cuenta de si estás diciendo la verdad. Las cifras del DANE son fatales: leemos 1,9 libros al año por habitante si nos estamos comparando con todos los colombianos. Entre aquellos que se dicen lectores, los índices mejoran: 4,3 libros al año, que es una buena cifra. El 1,9 es muy malo. Ahora, es difícil mejorarlo. La pregunta del Presidente durante los primeros años de gobierno fue: se han hecho muchos planes de lectura, ¿por qué cree que el suyo va a funcionar? Yo le decía: porque el mío es redondo. Tenemos tecnología, tenemos mejor infraestructura, tenemos mejor conectividad, formación a los bibliotecarios; dotación de libros para la primera infancia, novedades... Es un esfuerzo conjunto. Yo hago el trabajo en la casa y en las bibliotecas públicas. El Ministerio de Educación hace el trabajo en el aula. Con esos trabajos sumados y coordinados, esperamos que en 2018 los índices mejoren.
¿Cuál es la meta?
Que todos los colombianos, independientemente de si son lectores habituales o no, lean por lo menos tres libros al año. Esa es la meta para 2018.
¿Cómo deciden qué libros infantiles deben estar en las bibliotecas?
Tenemos una lista de cinco mil títulos que cumplen con unas condiciones entre los cero y los dos años, los cuatro y los seis, los seis y los ocho y los ocho y los 10. Luego hacemos un trabajo con los bibliotecarios: “Si de esta lista usted pudiera comprar 100 títulos, ¿cuáles compraría? Ellos los marcan y así sabemos qué comprar. A la editorial le decimos: estamos dispuestos a pagar el precio industrial del libro más un porcentaje que cubra los derechos de autor y las ganancias del editor; pero de las compras públicas quite todo lo que tiene que ver con publicidad y distribución, que es lo que encarece un libro. Cuando llegamos, el precio promedio de un libro comprado por el Ministerio de Cultura era 19.000 pesos. Con el nuevo método es menos de 6.000 pesos.
LA VOCACIÓN CULTURAL
¿Cómo pasó de Publicar a Colcultura? Es un salto enorme desde el punto de vista temático.
Cuando nombran a Amparo de Carvajal, en 1983, me dijo que necesitaba un abogado que supiera de lo público para saber qué era permitido hacer y lo que no. La formación de ella era exclusivamente cultural y no en administración pública. Así empecé yo en un sector en el que me inicié muy joven y en el que me quedé toda la vida.
¿O sea que en Colcultura descubrió su profesión?
A mí me gustan las comunicaciones y me gusta el tema cultural. Y las comunicaciones desde lo público vistas como un vehículo cultural. Eso es, básicamente, lo que hicimos después en Telepacífico.
Usted fue primero subgerente y luego gerente de Telepacífico. ¿Qué lineamientos tuvo el canal para que se convirtiera en referente de la televisión regional?
Nosotros sí creíamos que la televisión pública era un vehículo cultural y que, por lo tanto, era una manera de mirar al mundo desde la región. Todos los códigos los ponía Bogotá. No había códigos para hacer ni para ver ni para analizar televisión desde las regiones. O sea que Telepacífico fue una ventana abierta al mundo desde una perspectiva regional. Hubo mucha presencia en las fiestas, en los aconteceres culturales... Inventamos un programa de investigación al cual el canal proporcionaba los recursos pero no se metía en el criterio editorial. Había libertad absoluta.
Telepacífico fue prestigioso sobre todo por sus documentales. ¿Cómo lo lograron?
Invitamos a empresas muy sólidas a que se constituyeran como programadores. Una de esas fue la Universidad del Valle. A través de UVTV, la programadora de la Universidad, montamos un programa que se llamó Rastros y rostros, que hacía los grandes documentales y contrataba a gente buena: Antonio Dorado, Luis Ospina, Carlos Mayolo. Los grandes del cine regresaron a su región a hacer documentales. Eso se volvió una escuela. Telepacífico tuvo mucho que ver en que esos maestros mostraran sus trabajos al aire.
¿Y ese modelo continúa?
Yo creo que los canales regionales se politizaron absurdamente en las siguientes administraciones. Empezaron a responder a otras lógicas. Perdieron su independencia del gobierno local y se volvieron casi unos vehículos al servicio de las gobernaciones.
¿Y por qué se retiró?
Me fui a trabajar a la Comisión Nacional de Televisión. Reemplacé a Cecilia Reyes de León, que representaba a los canales regionales, cuando fue injustamente sancionada por la Procuraduría. Fue un momento crítico de la televisión nacional.
Bueno, siguió siendo crítico, al menos en cuanto a la autoridad televisiva.
Fue uno de mis peores trabajos. Lo digo sinceramente. No sé si la Autoridad de hoy ha cambiado, pero la Comisión era un sitio muy particular. Nada de lo que yo propuse fue aceptado nunca. La junta se reunía todos los días. En las primeras cinco, se habló sobre los parqueaderos y sobre otros temas que no tenían nada que ver con televisión. Cada comisionado se creía con un poder enorme. Había muchísimos asesores. Todo lo que yo pensaba era muy difícil de ejecutar en una comisión. Hicimos una buena campaña sobre antipiratería y un estatuto de programación que para algo sirvió, pero en general fue muy frustrante porque había demasiados intereses y lo fundamental, que es el servicio público en televisión, ocupaba un lugar no privilegiado. Por fortuna, se resolvió la situación de Cecilia y yo estuve muy feliz de irme, a seguir trabajando por la cultura en Cali.
Usted que lleva observándolo, vigilándolo y desarrollándolo desde hace 20 años, ¿cuál cree que es el Ministerio de Cultura ideal?
Este Ministerio quedó bien pensado. Le da mucha importancia al patrimonio, le da mucha importancia a las artes. Una deficiencia es que tiene muchos bienes colgados. Hay no sé cuántos museos que los municipios donaron al Ministerio en el momento en que fueron creados y tocó asumirlos. Sin embargo, los museos de las regiones deberían ser de las regiones. Pero creo que hay un buen balance entre patrimonio y dirección artística. ¿Qué quisiera yo? Un poco más de presupuesto.
En el actual proyecto de reforma tributaria está incluido un gravamen al consumo de datos en la telefonía celular que irá a la cultura. ¿Cómo lo logró?
Ese no es un tema nuevo. Ya estaba en la reforma del 2012. Permítame que se lo lea. Dice: “Art. 512 2: base gravable y tarifa en el servicio de telefonía móvil: el servicio de telefonía móvil estará gravado con la tarifa del 4 por ciento sobre la totalidad del servicio, sin incluir el impuesto sobre las ventas”. Entonces ¿qué pasó? Nadie entendió que la totalidad del servicio incluía los datos, pero la reforma lo dice. Es lo que nosotros defendemos. Además, a nadie desestimula. El plan de datos más barato de Colombia es de 30.000 pesos. El que lo tenga, pagará 1.290 pesos para la cultura y el deporte. No creo que nadie se desestimule por eso. El impuesto para la telefonía móvil se montó en 2002. En ese momento Colombia tenía 6 millones de usuarios. Hoy tiene 56 millones. Dígame usted quién ha dejado de comprar teléfono porque le toque pagar 4 por ciento del impuesto. Por el contrario, ese 4 por ciento de los datos le va a significar 60% para el deporte y 40% para la cultura. Y deporte y cultura trabajan para los jóvenes. Entonces me sorprende que haya opositores.
En épocas de ‘vacas flacas’ lo primero que se recorta es la cultura. Aquí puede que pase lo contrario. Será positivo.
Siento que el afecto del presidente Santos por el sector es genuino. Cree que el cine es importante, que la cultura es importante, que es un agente transformador de la vida en una sociedad. Él incrementó el presupuesto del Ministerio en 110 por ciento. Eso no lo había hecho nadie. En seis años hemos invertido más de un billón 300.000 millones de pesos. Cuando yo llegué, el presupuesto era de 80.000 millones de pesos. Ha habido una apuesta seria en un trabajo de largo plazo que básicamente se debe a que hay respaldo del Presidente. Si no, sería imposible.
SEÑAS PARTICULARES
Si uno quisiera conocerla a usted por tres libros, ¿qué libros serían?
El principito. A cualquier edad, es un libro divertido, sencillo, bonito y fácil. El segundo, Cien años de soledad. Uno no puede pasar por la vida sin leérselo. El tercero es un revuelto. Si quiere, lo invito a la mesa de noche de mi casa para que vea la ‘mano’ de libros que tengo ahí (ríe). En general, me gusta Dostoievski. Toda su obra es maravillosa. El género del cuento también me gusta mucho, en especial un cuentista que se llama León Bloy, muy poco publicado en Colombia, difícil de conseguir, pero es excepcional.
¿Y si uno quisiera conocerla por las películas?
Hay una: Bailarina en la oscuridad, que tiene a Björk de protagonista. Es una historia muy bien narrada. De las colombianas, hay una que sigue marcando la pauta y es La estrategia del caracol. De la nueva generación, me gustan mucho El abrazo de la serpiente y La tierra y la sombra.
¿Y sigue sacando tiempo para bailar?
¡Claro! Me encanta. Si tiene tiempo, lo espero en Cali a final de año para ir a bailar con Delirio.
*Publicado en la edición impresa de diciembre de 2016.