26 de diciembre del 2024
ILUSTRACIÓN: ISTOCK
ILUSTRACIÓN: ISTOCK
6 de Junio de 2024
Por:
Ricardo Silva Romero

La especie humana no es más que un suspiro accidental en tiempos planetarios. La Tierra es una partícula de polvo en la inmensidad de la vía láctea, y esta, a su vez, es nomás una esquina en nuestro barrio cósmico. ¿Será que nos damos mucha importancia?

Soberbia y asombro en el “BESTIAPLANETE”

 

LA ESFERITA AZUL PÁLIDA: Yo, por supuesto, no sé qué edad tenga aquel que esté leyendo este texto a esta hora del día, pero a mis años, que se acercan vertiginosa e irremediablemente a los cincuenta, es claro que vivir es pasar de protagonista a personaje secundario, de personaje secundario a figurante, de figurante a extra. Cada biografía es un resumen de la especie: cada niño va descubriendo que el mundo no gira en torno de sus caprichos y que la historia de la humanidad no es un pretexto para su propia historia, y es tal cual como cuando Copérnico y Galileo notaron que es la Tierra la que orbita alrededor del Sol.

 

De acuerdo, hoy en día las redes restauran la megalomanía que se va dejando atrás en el puente que va de la adolescencia a la adultez, y emitimos declaraciones de cara al país aunque al público le dé igual, y sin embargo, tarde o temprano la experiencia de levantarse día por día lo va poniendo a uno en su lugar: su punto en un mural infinito de puntos. ¿Que qué estoy diciendo esta vez en estas páginas tan dignas? ¿Que por qué estoy metido en semejante declaración? ¿Que si me fumé alguna porquería esta mañana cuando nadie estaba mirando? ¿Que si estoy bien en la medida de lo posible? ¿Que a dónde voy yo con todo esto?

 

El asunto es el siguiente: que el hombre no solo es el animal que imagina un Dios, sino el animal que se cree la creación más importante de la creación, pero este planeta, el planeta Tierra, es apenas una cabeza de alfiler en el infinito, un grano de arena en una playa sin principio ni final, “la esferita azul pálida” que comentó alguna vez Carl Sagan. Y suele haber un momento de la infancia en el que cada ser humano cae en cuenta de que después del cielo viene —según han dicho los científicos— un sistema solar de 1 año luz, una galaxia de 100.000 años luz y un universo de 100.000.000.000 de años luz, y entonces somos un punto dentro de un punto, dentro de un punto. Y, en vez de encogernos de hombros y resignarnos a la contemplación, en vez de envejecer entre la naturaleza, dedicamos la vida entera a dejar constancia de que estuvimos aquí como si fuéramos esos vándalos que tallan vulgaridades en los cubículos de los baños.

 

Durante un par de años, ciertos geólogos, celebrados por los narradores de ficciones y por sus críticos, han estado tratando de demostrar a toda costa que la Tierra está atravesando una nueva era geológica que debería llamarse el Antropoceno. ¿Por qué? Pues porque esta es a todas luces la era en la que el planeta fue descubierto, sometido, explotado y arruinado por esta especie inclemente: “El hombre” en mora de ser también mujer. Piensen, para no ir más lejos, en las escenas apocalípticas que nos ha traído el cambio climático: todas, de la pandemia a los incendios de los bosques, son culpa del animal que no solo imagina un Dios, sino que se cree otro más. En ese sentido, dirán, los seres humanos somos importantes de la peor de las maneras. Somos villanos. Somos un punto maligno dentro de un punto, dentro de un punto. Pero, malévolos o no, agentes de la destrucción o no, hay que estar tremendamente locos para pensar que estas migajas que hemos sido han protagonizado el infinito.

 

“Todas las escenas apocalípticas, de la pandemia a los incendios de los bosques, son culpa del animal que no solo imagina un Dios, sino que se cree otro más”.

We are not important”, canta Paul Simon en la magistral Love, “We should be grateful”. Y quizás ese sea el reto de cada vida: reconocerse parte de un mural que viene y viene y viene, y luego sigue y sigue y sigue, y dar las gracias a quien corresponda por tener la fortuna de pertenecer, de ser.

EN EL DOS MIL TAMBIÉN: Desde que tenemos memoria, miles y miles de años atrás, ha sido claro que hemos reaccionado con asombro y con talento a la consciencia de la vida. Como la humanidad, cada uno de nosotros entiende, más temprano que tarde, que esta experiencia no solo sucede en el tiempo —y uno crece y envejece—, sino que además es irreversible.

 

Y entonces, decía antes, dejamos constancia, pintamos en las cavernas, danzamos, cantamos, levantamos techos, esculpimos, escribimos, filmamos, para que no se desvanezca en el aire todo lo que nos pasó. Si la Tierra se deshiciera, si la especie, mejor, tuviera que mudarse a otro punto pálido, como se muda en las películas de ciencia ficción, los extraterrestres sentirían verdadera compasión por todo lo que sucedió en este planeta.

Las pinturas rupestres. Las estatuas de los primeros ansiosos. Las narigueras de oro. Los sarcófagos resplandecientes. Las pirámides. Los circos de piedra. Las Euménides. Los manuscritos. Las catedrales. Las carabelas. Los escenarios en donde se repetía “ser o no ser”. Las Meninas. El Quijote. El jardín de las delicias. Los palacios de gobierno. Las estatuas de los próceres románticos. Las banderas. El Réquiem de Mozart. La noche estrellada. El conde de Montecristo. Crimen y castigo. La isla del tesoro. Los poemas de Emily Dickinson. Peter Pan. Pinocho. La guerra de los mundos. Casablanca. La ventana indiscreta. Los discos de Los Beatles. La llegada a la Luna. Los monólogos de Mafalda. Los conciertos de Les Luthiers. E.T., el extraterrestre. La rosa púrpura del Cairo. Las canciones de Tracy Chapman. Los juegos de video. ¿Quiénes eran estos animales de gafas —se preguntarán los alienígenas— empeñados en recrear el horror, la risa y la belleza? ¿Por qué arruinaron la Tierra si eran capaces de dar la vida? ¿Cómo se les ocurrieron esas máquinas minúsculas como cabezas de alfileres?

 

“Porque no solo amaron la vida, no solo dieron con la ficción, no solo reaccionaron con extrañeza y fascinación, sino también con soberbia”, dirán en su lengua sin tildes ni diéresis, “y levantaron el mundo, pero destruyeron el planeta”. Ya que hablamos de Mafalda, que es terca e imbatible, puede venir al caso recordar a esos marcianos que en ciertas viñetas de la serie se declaran atónitos ante la barbarie diaria que sucede en este lugar al que llaman “bestiaplanete”. Se dice, en el tango Cambalache, “que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también”. Pero la culpa de tanta destrucción no es de la pobre Tierra, sino de sus inquilinos inescrupulosos. Que se dieron su propia importancia como los personajes ridículos. Que pusieron los pies encima del escritorio. Que fueron al baño y no bajaron el agua.

 

Y, mientras bombardeaban y fusilaban a diestra y siniestra, se les fueron esas vidas tan raras, tan irrepetibles y evaporables, a la espera de la reivindicación del amor.

 

SER O NO SER: Cuando lleguen a la Tierra desierta y seca, sin dinosaurios ni personas a la mano, los extraterrestres se quedarán pasmados ante el peor de los dichos populares: “Para llegar a Papa hay que pasar por sacristán”, leerán y se rascarán las cabezas en caso de que tengan manos. Tardarán en entender que la humanidad se pasó la mitad arrogante e imperiosa de su vida tratando de descubrir, de conquistar, de colonizar, de dominar, de explotar. Que vivir fue —para esta especie— subir una escalera y ganar y regodearse en la victoria. Y que, en demasiadas ocasiones, para triunfar se valió de la violencia contra la naturaleza y contra sí misma. El ser humano no solo no quiso ser parte del paisaje, sino que hizo lo que le dio la gana con el cielo y con el suelo y con el horizonte: reinó y asoló su reino. Y todo para creerse su propio cuento: su estrellato, su celebridad, su razón de ser en este glóbulo azul habitado por ocho mil millones más.

“¿Quiénes eran estos animales de gafas —se preguntarán los alienígenas— empeñados en recrear el horror, la risa y la belleza? ¿Por qué arruinaron la Tierra si eran capaces de dar la vida?”

Siempre que alguien me pregunta qué pienso de la humanidad, o sea, nunca, pienso que va a haber un día en el que va a recobrar la modestia. Dejará de dañarse, de premiarse, de malgastarse como si el cielo fuera a perdonarla. Aceptará, sin amargura, el milagro de ser parte de un milagro.

Se preguntará en qué momento pensó que Dios la había puesto en el escenario de la Tierra para que lanzara su monólogo frente a todos los espectadores de la historia: “Ser o no ser...”. Se reirá de sí misma, sí, dará las gracias por haber caído en cuenta de que estaba parodiándose a sí misma. Siempre que busco un ejemplo de nuestra bella insignificancia, o sea, de tanto en tanto, me acuerdo del plano de Pandillas de Nueva York en el que se nos recuerda que esa guerra de mil batallas —esa épica, llena de sangres y de desmembramientos— ha sido por quedarse con un barrio de una ciudad, de un país, de un mapamundi. Es decir, por nada.

¿Perderá sentido e importancia una vida consciente de su fugacidad, de su pequeñez? ¿Notar lo minúsculos que somos hace ver ridículo el esfuerzo monumental y enloquecedor de la Capilla Sixtina? No creo. Creo, de hecho, lo contrario. Que nuestra brevedad hace profundamente conmovedora nuestra vocación a la belleza, a la terapia, al amor. Que nuestra manía de juntarnos, de cuidarnos, de encontrarnos en la mitad del insomnio, de sumarle nuestra identidad a las comunidades que nos han tocado en suerte, nos redime. Vaya usted a saber por qué y para qué todo esto: esta Tierra y esta humanidad. Pero hay razones para sospechar que es para ver a los papás gigantes, para ver a las mamás invencibles, para ver a los hermanos geniales, para ver a los amigos espectaculares, para ver a los hijos extraordinarios, y para ver real y reparador al amor de la vida de uno, Carolina.

¿Qué más puedo decir? Yo no sé ni creo que sepa nunca qué esté pensando el lector de este flujo, pero yo veo claro un hecho irrefutable que pondrá a los extraterrestres más conscientes a rascarse la cabeza: que la humanidad fue cualquier cosa del universo, pero cada vida fue un milagro.