23 de noviembre del 2024

Opinión

 

 

Quizás no haya una mayor congruencia que la que hay entre lo que Antonio Caballero escribe en sus columnas y la cara que pone cuando habla. Mírenlo y digan si es una exageración: el ceño fruncido dibuja en la frente algo similar a un árbol en otoño, cuyas ramas son la marca de antiguas elucubraciones que reflejan cierta preocupación perenne o un genio de los mil demonios. Sus ojos melancólicos, o más bien su mirada impaciente, delata un genuino fastidio con la pose, o mejor, con que lo inviten a posar.

Déjala morir, la Niña Emilia es una pequeña telenovela, y también es un conjunto de sketches cómicos y actos musicales, y es también un experimento sofisticado con distintos grados de distanciamiento dramático. Relata la vida de Emilia Herrera (1932-1993), cantante caribeña de bullerengue (y de vallenato y otros ritmos), pero más que una obra biográfica es una secuencia de homenajes que construye una amistad entre el personaje y sus autores, sus intérpretes y sus espectadores.

En la versión de Netflix a la que se tiene acceso desde Colombia, el contenido de películas es realmente pobre. La sección de “Clásicos” es particularmente flaca, y también lo es la de películas producidas en el último par de décadas. La cartelera de Netflix en Colombia está llena de comedias y filmes de terror de tercer nivel, y la diferencia de contenidos con respecto a Norteamérica es realmente apabullante.

Cualquiera que haya sido estudiante universitario tiene que sentir desconcierto al ver las fórmulas que predominan en las escenas televisivas en las que se reproduce una clase universitaria: el profesor es a la vez solemne y despistado, atiborra el tablero de palabras, emite grandes sentencias sobre el sentido de la vida, y mira entre curioso y enfadado a la estudiante que llega tarde.

Hay un público invitado, entre el que se destacan —porque la cámara las enfoca insistentemente— varias reinas de belleza con la corona puesta y la sonrisa congelada (salvo cuando oyen un chiste que ridiculiza a las mujeres: entonces, para complacer con entusiasmo, la sonrisa se les convierte en risa suelta). Hay un jurado conformado por personas que son jueces de humor por algún recóndito motivo. Los maestros de ceremonia son una pareja, hombre y mujer, que repiten sosamente fórmulas sosas.

En marzo y abril, respectivamente, Netflix presentó las funciones más recientes de dos grandes comediantes: Amy Schumer: The Leather Special y Louis C.K.: 2017. Los dos espectáculos de stand-up tienen en común, en primer lugar, que los actores se ven incómodos. Louis C.K. aparece ─de manera insólita en él─ con traje y corbata. Schumer lleva un ceñido enterizo de cuero negro, a cuya inconveniencia alude una y otra vez. El desagrado con respecto a la propia situación (a la propia vida, el propio cuerpo, la propia identidad) parece central en los dos guiones.

Tal vez nadie entienda muy bien cuáles son las pretensiones ni cuál es la peculiaridad de los hipsters. Sin embargo, todo el público parece reconocer el calificativo, y casi todos los que parecen corresponder a él lo niegan. Los hipsters no tienen una agenda política concreta, ni una filosofía ni una ideología, que se sepa, pero sí tienen una apariencia distinguible. Son vagamente liberales, vagamente artísticos; se visten con una moda sarcástica, con la que evocan aquellos lugares donde no están: otra época y un entorno rural.

Hasta hace muy poco tiempo (me atrevo a decir que hasta hace un par de décadas), el humor en el arte era una prerrogativa de los hombres. Con pocas excepciones, entre ellas la de la mordiente Dorothy Parker, la literatura de humor no ha sido escrita por mujeres. Hay destellos de humor en muchas autoras, sin embargo: desde Santa Teresa y sor Juana hasta Clarice Lispector y Virginia Wolf, quien en sus ensayos se sirve a veces del sarcasmo, pero cuyos chistes me resultan demasiado dolientes y ríspidos, demasiado desencantados.