¿Hay un boom cultural nariñense?
LA PREGUNTA es demasiado ambiciosa: ¿existe una característica común a toda la expresividad cultural en Nariño? ¿Es decir, un “rasgo departamental” más allá de la cercanía de unas cosas con otras en el mapa? Al fin y al cabo, hablamos de un área en la frontera suroccidental colombiana que tiene el tamaño de Bélgica, y cuyos 1,7 millones de habitantes no pueden ser homogéneos: eso es inconcebible si se les echa una mirada a los enredos históricos, económicos y geográficos que forjan a esas personas día a día. Lo dijo el escritor Jorge Zalamea en 1936: “Nariño no es un departamento, es un país”.
A los colombianos del interior nos costó, pero por fin entendimos algunos pocos asomos: que en municipios costeros del Pacífico nariñense, como Tumaco y Barbacoas, suena el canto orgánico, cálido, acuático de la marimba de chonta. Que, allí, manos afrodescendientes cocinan con hierbas de azotea, coco y marisco fresco, y que elevan copitas de viche curao. Que el bosque húmedo tropical frente a la costa ocupa casi la mitad del área del departamento, contrario a la idea errada de que Nariño es, sobre todo, andino. Y que el modo de vida que impone la selva frente al mar se entremezcla, allí, con dos siglos de discriminación racial desde el mencionado “interior”.
Reconocemos ya, además, que conforme las faldas de la cordillera empiezan a elevarse como persiguiendo las nubes, se encuentran pueblos originarios desperdigados por el territorio: desde los costeros, es decir, los Eperara Siapidara y los Awá hasta los Quillacingas, Pastos y Kofán, que han estado por generaciones en la cumbre de la montaña, en las inmediaciones de los páramos y nunca lejos de —o incluso en— San Juan de Pasto, la ciudad capital. El transporte hasta esa urbe en las alturas es tan caro y monopolizado que pocos chances tenemos los bogotanos, paisas, llaneros y costeños de ir a visitarla. Pero entonces, desde hace algo más de diez años, esa ciudad viene al resto de nosotros con más ímpetu que nunca antes: se nos aparece en plataformas de audio y video, en ferias y exposiciones de arte y artesanía, así como también en auditorios multitudinarios.
"Hay conexiones entre músicos, pero esas expresiones son diversas: no es un sonido homogéneo": Lucio Feuillet.
UNA SECUENCIA DE INSTANTÁNEAS
Empecemos en Venecia, Italia, donde algo le “roba” admiración a las pomposas fachadas de la ciudad histórica: es el traje ritual de carnaval de la artista y artesana Dayra Benavides, que participa en la Bienal de Homo Faber 2024, algo así como los Óscar de la artesanía global. Parece un tótem andino: así de poderoso se siente. Luego, un parpadeo nos lleva al Museo de Arte Contemporáneo de Tokio en 2022, donde se expone la serie Urcunina, de la maestra joyera Tatiana Apráez. Inspirados en el volcán Galeras, esos tres prendedores, elaborados con mopa-mopa, ganaron el Grand Prize de la Asociación para el Diseño de Joyería de Japón. Un destello posterior nos regresa a Bogotá, donde un diseñador gráfico ubica el nombre de la joven clarinetista y cantautora Gabriela Ponce en el cartel de Rock al Parque: síqueseloganóapulso.Ynomuylejosde allí, otra joven compositora y cantante, Briela Ojeda, encara la jocosa irreverencia de Juanpis González en su show viral: es la invitada principal de la noche.
La foto final nos muestra a Lucio Feuillet en el centro de la tarima del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Está conmovido por la cascada de aplausos que suscita el recital que acaba de ofrecer —a principios de este año— y con el que celebró sus primeros 10 años de carrera musical. No está Nariño desplegando unas alas renovadas ante el resto de la nación? “En la música, yo sí siento que hay una especie de boom”, le dijo Feuillet a REVISTA CREDENCIAL. “Y si bien hay algunas conexiones entre artistas, esas expresiones son completamente diversas: no es un sonido homogéneo ni que tienda a unas mismas estructuras rítmicas o melódicas. Cada uno es del todo auténtico”. La dedicación y la profesionalización de músicos de generaciones recientes, asegura Lucio, ha elevado la factura de sus producciones.
Lucio Feuillet es uno de los artistas que dio inicio a la nueva ola de músicos pastusos. Foto: cortesía artista
Pero también hay otra cosa que contribuye a que “se sienta” una mayor influencia de la cultura nariñense al interior del país: hay una “sed” de sur andino. “La gente se desea reconciliar con la montaña, cuando lo tradicional es que, por ejemplo en Bogotá, suene la música del Caribe con más fuerza —sostiene Feuillet—. La de los Andes es, entonces, como una conexión con un legado que se recuerda. Con el clima frío, con esta tierra”. Tatiana Apráez también contribuyó con argumentos en la misma línea: “Hay una saturación en el mundo entero de que todos estamos siendo igualitos.
Y después de ese exceso de globalización, los jóvenes de hoy se apropian de lo local y regresan a lo diferente, a lo que no es tan común. Y esto último, al fin y al cabo, es la propia raíz. Uno puede ser más universal con lo propio: la localidad de lo tuyo hace que puedas hablar con autoridad”. Apráez obtuvo el mencionado premio japonés tras explorar, durante años, las posibilidades estéticas de la joyería contemporánea en diálogo con el barniz de Pasto. Y a este último debemos dedicarle una pausa porque, como descripción de Nariño mismo, resulta elocuente. Es, fundamentalmente, una técnica de ornamentación. Consiste en extraer la resina de un árbol que solo se da en Putumayo —el mopa-mopa—, tinturarla y luego estirarla a mano hasta que quede una lámina muy delgada, para después adherirla a los costados de la pieza a decorar, que con frecuencia es de madera. Al final, se le retiran cortes de suma precisión y, así, se “revelan” siluetas decorativas sobre el objeto. Se trata de una tradición sincrética, como ocurre con muchas expresiones culturales pastusas: por un lado, la resina del mopa-mopa es un insumo ornamental desde tiempos precolombinos, y por el otro, este fue adaptado como una versión local y multicolor de la laminilla de oro, tan propia de la sensibilidad del barroco español.
Y es que Pasto es de barroquismos. “Parecemos una iglesia barroca por dentro”, dijo Apráez acerca de su cultura visual y la de sus paisanos. “Somos recargados: en la decoración, en la escultura, en las letras de las canciones... Yo he tratado de no serlo y lo he logrado únicamente dos veces: ya no peleo contra ello”. Y explicó el posible origen de dicho rasgo: “Hay una influencia bárbara del periodo colonial en el arte. Una influencia que se ha mantenido en el tiempo”. CREDENCIAL indagó por esos sincretismos con el académico y exgobernador de Nariño, Eduardo Zúñiga. “Aquí hay una profunda raigambre indígena en todos los estratos, aunque, mayormente, en la clase media. En la clase alta con menos vigor —aseguró—.
Pero, por ejemplo, [la diseñadora de modas] Adriana Santa Cruz, que es una señora de familia muy distinguida, ha utilizado elementos y técnicas precolombinas, y ha trabajado con las mujeres de los municipios de Guachucal, Cumbal y Carlosama, entre otros. Sus prendas han llegado a las pasarelas de Italia”, recuerda, y añade otro ejemplo: el de Edy Martínez, el músico que adaptó La Guaneña, esa canción tradicional pastusa que también une lo indígena y lo europeo, al jazz. “Los curas se concentraban en donde mayor población indígena había, y hasta cierto punto, donde era más fácil llegar”, sostiene el académico. “Hasta la costa llegaron también, pero no en la proporción de Pasto. Entonces, la gente en el Pacífico desarrolló una cultura un poco más libre, no tan controlada como la que se desarrolló en la zona andina. Y por eso allá hay más libertad en el baile, así como en la música, que ha conservado raíces ancestrales africanas”. Zúñiga finaliza describiendo el carácter cultural nariñense como resultado, en parte, del aislamiento al que Colombia somete a sus zonas fronterizas. Un fenómeno presente, dice el exgobernador, “desde la época de la colonia hasta hoy.
Cuando se consolidaron las ciudades, Cali era prácticamente una aldea y fíjate cómo ha crecido por su cercanía al mar. Hay una toma de alguna carretera en el Cauca y aquí en Pasto la padecemos: se viene abajo la agricultura, la construcción, todo”. Apráez coincide: “Llegar es difícil, el tiquete de avión es carísimo y las carreteras de acceso se nos caen: es una locura”, dice. Al mismo tiempo, esa inaccesibilidad ha obstaculizado que Pasto desarrolle la industria y el gran turismo, cosas que traen consigo un intercambio cultural. Lucio añade al coctel un ingrediente que también permea la creatividad local. “Las condiciones geográficas —dice—, por tanta diversidad que hay: por tener mar, Andes y el nudo de los Pastos, al que llega la cordillera desde el sur del continente y allí se divide en tres”. Es verdad: es que la cosa no acaba en la montaña, sino que después de ese pliegue vertical, esta comienza a descender de nuevo al piedemonte amazónico.
POR ÚLTIMO, LA CALMA
Una de las labores profesionales de Tatiana es la de transmitir su conocimiento como joyera en Bogotá: para ello fundó, junto con una sociedad, la escuela de joyería Materia Prima. Las herramientas que descansan sobre sus mesas de trabajo son indescifrables y bellas: parecen insectos metálicos. La maestra, allí, les entrega a sus alumnos una lección que no solo le es intrínseca al oficio joyero, sino también al carácter creativo nariñense: “El paso lento. Nadie quiere hacer las cosas rápido, y eso ocurre también con los artistas: hay una suerte de disciplina muy nariñense, a mi manera de ver. Que todo se haga bien hecho”.
No sería raro que ese fuera el rasgo común más importante de todos: que en la heterogeneidad que describe Lucio, se encuentre que, en general, el arte allí no parta de albures de un día, sino que se asuma con la mística del maestro en el oficio. Quizá por eso es que existen dinastías artesanas en Nariño, como las que se heredan el saber del barniz o el de la lana. Bueno es tenerlo en cuenta a pocos días de que comience la megaferia de Expoartesanías 2024, en Bogotá.