“El origen de la violencia es la violencia contra la mujer”: Víctor Gaviria
El cine era para Víctor Gaviria el que proyectaba su padre en las paredes de la casa, en Medellín, películas filmadas en súper 8mm sobre el aniversario de los abuelos, la primera comunión de sus hermanas, el cumpleaños de las tías. Luego el cine fue el que se exhibía en la cinemateca El subterráneo: Buñuel y Tarkovski, el neorrealismo italiano de Visconti, Fellini y De Sica; el abrumador Pasolini. Y, finalmente, el cine fue el que comenzó a filmar él mismo en el formato de la casa: Buscando tréboles, que en 1979 lo hizo ganar el primer festival de cortometraje de súper 8mm organizado por El subterráneo; El vagón rojo (1983), el primer ensayo de un cine hecho con actores naturales; Rodrigo D No futuro (1990), el primer largometraje, sobre la vida de un grupo de jóvenes de las comunas de Medellín, que moldeó su filmografía y lo catapultó al Festival de Cannes cuando ni siquiera tenía muy claro lo que era eso, las dimensiones de semejante vitrina.
En 27 años, ha filmado apenas –el precio de la independencia– tres películas más: La vendedora de rosas (1997), basada en un cuento de Hans Christian Andersen pero ambientado en las comunas; Sumas y restas (2003), una radiografía de la permeabilización del narcotráfico en la sociedad antioqueña; y La mujer del animal (2017), que se estrena este mes, sobre el maltrato que sufre una mujer durante siete años en un barrio de invasión de Medellín.
Hijo del neorrealismo, Gaviria ha buscado en cada trabajo construir la realidad absoluta, aunque sepa que eso es imposible. Y la realidad que ha escogido es la más dolorosa. “Yo trabajo con la exclusión porque eso es lo que quiero hacer. Soy consciente de que el país está en un apartheid debido al cual la gente está condenada a la necesidad, a vivir de una cantidad de economías clandestinas –la droga, la prostitución, la delincuencia y todos los demás pecados sociales– porque le toca. Es una realidad de dolor tremenda”.
Para reflejarla con fidelidad, utiliza actores naturales, que son los únicos que pueden reproducir la exclusión porque la han vivido. “Una vez que tengo la historia, hago una gran cantidad de entrevistas para encontrar a los actores. Un buen narrador es un buen actor natural. Te vas encontrando con esa cualidad, un talento que tiene mucha gente de contar su propia vida, que son como unos escritores de literatura oral. Y que van con ese talento atesorando experiencias y la conciencia de la vida. Cuando coincide ese depósito de sentimientos y de vida con la capacidad de expresarlo, encuentro que ahí hay un actor natural”.
Historias verdaderas, contadas por actores naturales que se mueven sobre escenarios reales. Es el sello de su obra, una obra que no busca el entretenimiento gratuito ni impartir lecciones con moralejas simples, sino que es una suerte de desgarradora estética con la que no busca otra cosa que mostrar para que el que tenga ojos vea.
Usted se tropezó con La mujer del animal por accidente. Era parte de un proyecto que no prosperó. ¿Cómo fue eso?
Trabajábamos con el productor Erwin Goggel en la adaptación de Verdugo de verdugos, un libro de Fabio Restrepo, el protagonista de Sumas y restas, sobre un hermano de él, Famel, que un día decidió asesinar a los asesinos del barrio. Una historia espectacular. Pero nos dio un poco de escrúpulo hacerla porque era la historia de alguien que hacía limpieza social y era como volver héroe a un tipo que se había convertido en un asesino. Sin embargo, durante la investigación, estábamos buscando gente que contara cómo era la maldad de los malos en el barrio. Y entonces nos llegó una señora que se llamaba Margarita Gómez, que se presentó como la mujer del Animal. Nos dijo: “Yo soy la mujer del Animal. Mi marido era un violador, era un asesino, era un drogadicto”. Y empezó a contar la historia, que es la historia de la película:
La niña que se vuela del internado porque hizo una travesura; que se obliga, para no enfrentar a su papá, al que le tiene pánico, a huir a un barrio de invasión, donde vive la hermana, que está casada con un man. Allí la reciben de arrimada. Empieza a ayudarle a su hermana a trabajar con la familia del esposo. En eso, conoce a una familia y en esa familia hay un man que se ha volado de la cárcel, al que le dicen ‘el Animal’. Y el hombre, que piensa que esa niña es una especie de monja, de virgen, la escoge para que sea la mamá de sus hijos. La rapta con escopolamina, se la lleva para una finca y la presenta como su esposa, como su mujer. Y vuelve a la ciudad, perseguido por la policía por un asesinato anterior. Entonces ella retorna al barrio como la mujer del Animal, y no puede escapar nunca de eso.
¿Por qué eligió esta historia en particular?
Mis películas no son películas de acción, sino sobre la vida cotidiana, sobre las costumbres. La mujer del animal me daba un elemento de suspenso de comienzo a fin: qué cosas tan casuales, tan inofensivas, tan inadvertidas, la fueron llevando a caer en una trampa. Cómo se gestó la trampa, cómo cayó, cómo trató de salvarse... Era la posibilidad de tener una película con unidad.
¿La película es la reproducción de lo que le contó Margarita?
Sí. Pero hubo algo que me conmovió especialmente. Gracias a ese diálogo conmigo, se le había despertado eso de hablar sobre cosas que tenía muy acalladas. Entonces quiso contarles a su hermana y a sus cuñadas la verdad de las cosas, que el Animal le había dado escopolamina y que ella no se había ido por su propia voluntad, y que esos siete años con él fueron una pesadilla absoluta. Ellas se escandalizaron de oír todo eso y no le creyeron. “¡Cómo le parece! –me dijo Margarita–. Eso es lo que más me amarga. Fuera del dolor de haber estado con este tipo, martirizada y odiada, nadie me cree. Y yo lo que me pregunto todo el tiempo es por qué nadie me ayudó”.
Esa vaina más el alias del Animal le daban a la historia un contexto que estaba más allá de la psicología del maltrato de género, algo que tiene que ver con la mitología y con un inconsciente que introduce el mal como tal. El mal crea un ámbito de retorno a un momento anterior al pacto de la responsabilidad social, de convivencia entre la gente. Por eso le llaman el Animal.
¿Es un caso aislado o encontró ejemplos similares?
Yo entrevisté a muchas mujeres y encontré que el animal existe, que es una entidad que persiste en la mente de la mujer como una amenaza, y que las mujeres siempre han tenido un animal. En la vida de una mujer, de una colegiala, de una estudiante que ahora tenga cuarenta, cincuenta años, si le preguntas y le hablas del animal, ella sabe de lo que estás hablando. Es una cosa que se esconde. Pero vos le preguntas a una mujer y ahí mismo te responde: “claro, yo tenía un animal”.
¿En las comunas de Medellín?
No, en todas partes, en todas las mujeres. Es esa pareja que de un momento a otro se te transforma en un ser desconocido, que te empieza a atormentar, que te empieza por los celos, por la vigilancia, y continúa con todas las modalidades del maltrato de género.
Ateniéndonos a su método de trabajo con actores naturales, ¿buscó para seleccionarlos animales y mujeres maltratadas?
Yo voy por esos barrios como un vendedor de enseres, pero para reclutar actores. Les digo: voy a hacer esta película que se llama La mujer del animal. Pasó así y así. Muchachos y muchachas: si ustedes han conocido un animal, bien por experiencia propia o por experiencia muy cercana de su mamá, de sus hermanas, abuelas, vecinas, por favor se quedan acá. Y sobre los hombres también: si ustedes han conocido un animal, se quedan. De 150 personas, se quedaban 30 mujeres y 30 manes.
Mi método es entrevistar, yo nunca pongo a actuar a nadie. Es “quién sos vos”. Y empiezo a grabar: cientos de entrevistas que no son de cinco minutos, a veces son de media hora, a veces más largas, pero son divinas. Son unas entrevistas extraordinarias, de luchas, de heroísmos, de tristezas, de cosas vividas. Y empiezan a aparecer las mujeres maltratadas y los animales. Impresionante.
Incluso nos ocurrió dos o tres veces, durante el rodaje, que los extras se pusieron a llorar. Ellos no sabían de qué era la película, pero cuando se daban cuenta de que era sobre el animal, se echaban al llanto: “Es que mi papá es un animal”, confesaban. Y las señoras que llevaban a las niñas al casting, ahí mismo se acercaban y decían: “Es que mi marido es un animal”. Es como si esa historia hubiera estado cubierta todo el tiempo, por vergonzosa, pero latente en todas partes.
Foto: Cortesía Laboratorios Black Velvet.
¿Y por qué cree que de eso nadie habla?
Te voy a contar. Un día, buscando actores, entrevisté a una señora. Era María Magdalena Rodríguez, muy querida, que me quiso contar eso y que había superado hace muchos años la presencia de un animal. Me cuenta que a los cuatro años queda huérfana con la hermanita y que unos vecinos la ponen a pedir limosna, en el Centro, y que cuando están pidiendo limosna, pasa casualmente un tío. ¿Ustedes qué están haciendo aquí? No, mi mamá se murió. Eran niñas de cinco y seis años. El tío las recoge y se las lleva a vivir con ellas y con la esposa. Y se convierten en esclavas. Y el tío la empieza a violar. Dos, tres veces por semana, y va creciendo y va al colegio y él sigue violándola, y ella le dice a la madrina, y ella le contesta que es una cachona, una provocadora, y le tiene dos hijos al tío... hasta que ella logra volarse, la misma historia del animal. Esta historia me hizo caer en la cuenta de algo fundamental: hay un tercero que normaliza eso con su complicidad, con su silencio, con su ignorancia, con su mirar para otro lado, con su desatender.
La mujer del animal es una película de un triángulo: la víctima, el victimario y el testigo. Yo hablé con los testigos, hablé con las hermanas del Animal. Porque Margarita se quejaba de que nadie la había ayudado y de que todos habían sido cómplices del tipo.
¿Y aceptaron la complicidad?
Fue una cosa muy extraña porque, digámoslo, cuando hablé con la hermana del Animal, lo primero que me dice es que esos son inventos de Margarita.
–¿O sea que tú piensas que tu hermano no era tan mala gente como todo el mundo decía? Ella se quedó pensando, pensando, pensando y dijo:
–Él sí era muy malo.
Y me cuenta que él la violó cuando ella tenía 10 años. O sea que, imagínate, son verdades secretas que todo el mundo trata de ocultar porque no puede convivir con un pasado muy triste. La gente cambia el pasado y va pensando que no era tan malo. Si aceptan que era tan malo empieza el remordimiento, pensar que le ayudaron, que siempre le tuvieron miedo. Es que es muy triste haber convivido con una persona que atormentó a los demás y que es tu hermano, y reconocerlo. Ya no lo puedes reconocer, tienes que engañarte para poder vivir. Ese es el proceso de normalización tan tremendo.
¿Y en el caso de Margarita cómo se manifestó esa normalización?
Ella me mostró una vez una foto como de un mes de antes de que mataran al Animal. Él está de cuclillas con uno de los niños y están las dos niñas al lado (no es como en la película, que Amaro tiene un solo hijo, sino que Margarita tiene tres). Y estaba doña Bárbara, que en la película es doña Mariela, la mamá, con una presencia imponente, con un vestido elegante. Y Margarita está a un lado. La mamá del Animal había llamado a uno de esos fotógrafos callejeros que pasan por el barrio y Margarita no quería estar ahí. Y la señora la obligó. Cuando ves la foto, es un proceso de normalización impresionante, porque te crea una cosa que no era: la familia. La mamá quería mostrar que sí había una familia. ¿Por qué lo hace ella así? Inconscientemente para borrar todo lo que ella sabe: que esos niños aguantaban hambre y que eran humillados y viviendo una violencia de un padre que no se cansa de abandonarlos, de ignorarlos. Entonces ella quiere, por un momento, crear una imagen que cubra toda esa tristeza.
¿Hay algún patrón de maltrato que usted haya detectado?
Es una misma estructura, que parte del abandono. Es el desencanto y la tristeza que nunca se calma de haber sido abandonadas. Luego de ese abandono, generalmente son rescatadas por algún familiar que las pone a vivir como arrimadas, en situación de servidumbre. Así son todas las historias: la muchacha a la que le toca ir a vivir a Dabeiba, por ejemplo, a un pueblo, y en ese pueblo viven los abuelos, y el abuelo es un animal, y entonces ella empieza a contar cómo el abuelo la cela, cómo la llama cuando la abuelita sale, cómo la manosea, cómo la toca… unas cosas terribles.
¿Todo parte del estado de servidumbre?
En esas entrevistas me di cuenta de que la pobreza hay que definirla a partir del estado de servidumbre. Primero, te abandonan; segundo, entras arrimado a una casa: de tu abuela, de tus tíos, de tus padrinos, de tus primos. Ya eres un ciudadano de segunda categoría. Y así empiezas a utilizarte, a manipularte, a odiarte... Entonces uno ya va entendiendo esa servidumbre, que es peor cuando aparece un animal.
Y así se va minando la voluntad.
Todo el mundo me preguntaba que por qué yo quería hacer una película sobre una mujer tan estúpida, de una mujer tan pasiva. “Hazla sobre una mujer que se rebele”, reclamaban. Pero la película era sobre esta señora humilde que yo no iba a regañar por haber tenido la mala suerte de encontrarse con este monstruo. Yo le creí a ella que no pudo salir de ahí por miedo. Ella pensaba que si se salía del marco del animal, estaría peor. Cómo sería su conciencia de estar en el mundo. Porque ella veía que a las prostitutas les iba peor que a ella. Porque no tenían un animal encima sino todos los animales encima. Vivía aterrorizada.
Desde el neurólogo Rodolfo Llinás hasta el genetista Emilio Yunis, pasando por historiadores, sociólogos, políticos y escritores, han tratado de responder a la pregunta de cuál fue el origen de la violencia. ¿Usted qué se ha respondido?
La respuesta es sencilla: la violencia viene de la exclusión. Este es un país con un apartheid muy tremendo, una exclusión construida desde el 9 de abril de 1948 de una manera muy consciente. Creo que el final que García Márquez imagina para Cien años de soledad, en el que el mundo entra en un cataclismo y todo se derrumba y todo pierde sus quicios, es la conciencia de eso que empezó ahí. Rencorosamente las élites arrojaron a la mitad del país a la exclusión y el país vive todos los días confirmando esa separación, ese odio al pueblo. Esa exclusión no tiene otras formas de vivir sino a través de la violencia.
Y en La mujer del animal vemos que, además, es una violencia contra la mujer.
Es que el origen de la violencia es la violencia contra la mujer. Sino que eso se ha escondido. Es un odio a la comunidad, que es femenina, un odio a la mujer. Casi siempre hemos pensado que la violencia contra las mujeres que produjo el conflicto es una cosa anecdotaria, inevitable, una serie de hechos secundarios que no tienen sentido en sí mismos y que no son el núcleo de nada. ¡No! ¡El centro es ese! ¿Sí me entendés? Lo otro es una cortina de humo sobre ese odio y ese goce de destruir a la mujer. Y también al niño y a la comunidad. Por eso al final de la película uno se da cuenta de que no solamente era ella sino la comunidad entera la que estaba pisada por el Animal.
Usted, en sus películas, no ha podido salir de las comunas. ¿Es que las comunas explican a Colombia?
Sí, claro, desde la exclusión. Es que la exclusión es muy fuerte. Pero en las comunas está el alma de la gente. Hay corazón, hay sufrimiento, hay tolerancia. Y hay violencia. Están los pecados y el corazón. Es que el dolor humaniza a la gente.
Pero esta película no tiene ese contraste entre la alegría y la tristeza y el dolor que humaniza. Esta película es demoledora de principio a fin. No hay una sola sonrisa.
Lo que pasa es que Margarita me dijo que no hubo ningún momento de esos, y yo le creí. En la experiencia de ella no hubo matices. Es una metáfora del mal social, del abandono tan terrible que convierte a los barrios en guetos. Pero como nadie los ve, como no se visibilizan por los medios de comunicación sino simplemente como un estigma, como un fracaso social, como si fueran esencial y sustancialmente degenerados… ¿Sí me entendés?
Sí, pero también hay algo que corrobora usted en la película, y es que no hay futuro. Usted mismo lo está mostrando. No hay remedio. ¿No es contradictorio?
Pero a mí me parece que Margarita (Amparo en la película) sí es alguien que es como una esperanza. En la vida real es una persona de una integridad… Y tú vieras cómo tiene a esos hijos. Están salvados. Pasan hambre, pero no son delincuentes.
Usted insiste en que quiere un cine real. ¿Por qué no hizo un documental?
Lo que pasa es que la realidad documental no la puedes mostrar frente a la cámara. Todos los ámbitos de exclusión son ámbitos de ilegalidad. Hay gente que negocia con droga o que está drogada, que hacen parte de pandillas, que roba, que mata, hay prostitución, violadores. ¿Le vas a decir a la gente que muestre eso? Todo el mundo caería en la cárcel. Eso no se puede mostrar sino con actores, en la ficción.
¿Una ficción que de pronto es más real?
Es que, voy a decirte por qué persisto en este cine: porque en un país como este es muy difícil hablar de valores. Es que vos te instalás en una película en la Costa, de clase media o de clases pudientes, y llegará a un momento en que tenés que decir cuáles son los valores en un país que hay una exclusión tan tremenda, donde hay unos antivalores y una historia de exclusión tan fuerte. Se te avinagra todo. Es difícil montarse en esas historias sabiendo que alrededor de esas historias está la exclusión. Tú lo sabes, todo el mundo se comporta ignorándola. Entonces es el problema que yo tengo con mi cine, y que no logro resolver.
Foto: Cortesía Laboratorios Black Velvet.
¿Y seguirá indagando a ver si lo resuelve?
Llegará el momento en que nosotros aceptemos, como nación, que vamos a luchar por un pacto social para que no haya más exclusión. Ahí sí podremos hablar de todo. Vamos a poder reconocer en el cine que este man lucha, que este man estudia en el Sena, que estudió matemáticas y entendió un teorema, que este se enamoró, que a este lo engañó la mujer, que este buscó, todas esas historias.
¿Mientras tanto no?
¡Mientras tanto no, hermano! No es que desaparezca la pobreza, sino que haya un pacto de no más exclusión. Todo el mundo va a aceptar que todo el mundo es súper valioso y que no vamos a señalar a nadie. Y vamos a hacer un país en que no haya ‘bacrimes’, en el que la gente no esté condenada a esas economías clandestinas. Vamos a tratar de que las mujeres del barrio no tengan que ser prostitutas todos los fines de semana. Y que llegue la semana a ver si su hijo va al colegio y a hacerle la lonchera, pero los viernes se desaparezcan hasta el lunes, para prostituirse en los pueblos. Es un pacto por que la gente entre. Cuando pase eso, ya todo va a ser interesante para el cine: que la primera comunión, que el bautizo, que el cumpleaños… Empezará a existir realmente un mundo de ritos y de pequeños logros individuales.
Que era lo que filmaba su papá cuando usted decidió que le gustaba el cine...
Claro, exactamente. Era lo que mi papá celebraba como médico cuando filmaba las bodas de plata o de oro de los abuelitos, cuando celebraban las primeras comuniones, con esa alegría. ¡Ese es el cine, huevón!
¿Ese es el cine?
El cine son dos cosas: la filmación de la puesta en escena de todos esos ritos sociales, de eso que cohesiona a la sociedad, que hace que todo el mundo crea en esos ritos sociales: que me enamoré por primera vez y me voy a estudiar a Zipaquirá; que soy de la Selección Antioquia de voleibol; que tengo una novia; que me monté en un bus hacia el Putumayo. Cuando no existe eso, el cine es la filmación, como hago yo, de que eso no existe.
¿Ese es el fastidio que da con determinado cine colombiano, de que todo eso que cuentan algunas películas no existe todavía?
No existe, no existe. Está todo contaminado de mala conciencia y de hipocresía. Entonces, cuando eso no existe, hay que filmar que eso no existe.
*Publicado en la edición impresa de marzo de 2017.