16 de diciembre del 2024
Fotografías Cortesía | Proyecto 7 Cumbres Colombia
21 de Octubre de 2016
Por:
Ana Catalina Baldrich

Nelson Cardona es el primer latinoamericano en alcanzar la cumbre más alta de cada continente con una sola pierna. ¿Cómo lo consiguió?

El hombre que subió las siete cumbres con una sola pierna

Solo le faltaban 100 metros para alcanzar la cima del Carstensz cuando el sudor le pasó factura. En pleno risco la prótesis se zafó. Nelson Cardona estaba a punto de conquistar la última de las famosas siete cumbres, así llamadas por los escaladores para nombrar el grupo conformado por cada uno de los picos más alto de cada continente: el Kilimanjaro (África), Elbrus (Europa), Carstensz (Oceanía), Everest (Asia), Aconcagua (Suramérica), Denali (Norteamérica) y Vinson (Antártida).

Nelson tenía experiencia. Dos veces había roto el récord nacional de travesía de alta montaña en el Parque Nacional de los Nevados. Recorrió 122 kilómetros en 16 horas y ocho minutos. Y dos veces había intentado conquistar el Everest.

Quería intentarlo nuevamente. El 2 de marzo de 2006 viajó al nevado del Ruiz para entrenarse. Su meta, al igual que la de su colega Luis Felipe Ossa, era alcanzar un año después la cima del coloso del Himalaya sin oxígeno suplementario. No completó el entrenamiento.

Cuando subía una de las paredes del nevado del Ruiz, en el sector de Gazapera, segundos después de que su pie se posara en una base firme, al borde de un abismo de 18 metros, sintió mareo. El día anterior había llegado de La Dorada y, sin aclimatarse, había emprendido el camino hacia la cima. Pasar de los 176 metros sobre el nivel del mar de La Dorada a los más de 3.000 del Ruiz ‘de sopetón’, tuvo sus consecuencias.

Sus compañeros, impotentes, no pudieron hacer nada. Nelson se descolgó, rebotó entre las rocas y llegó al suelo. Cada roca le dejó fracturas en cráneo, piernas, brazos, pelvis, espalda… Además, perdió algunos dientes. A sus 43 años, quedó pulverizado.

La promesa

Sin esperanzas de salvación, los médicos iniciaron la cirugía. Nelson sobrevivió, pero quedó parapléjico. Permaneció casi un año en el hospital, alimentado apenas por una sonda. “Imagínese el hambre tan tenaz. ¡Nueve meses con ganas de comer y sin moverme!”, recuerda.

El jefe de la misión Everest 2007 –para la que entrenaba Nelson– era Juan Pablo Ruiz, un experimentado montañista que descubrió su pasión a los 17 años cuando quiso conquistar el nevado del Tolima. Él y Nelson eran buenos amigos. Juntos habían intentado conquistar el Everest en 1997. Juntos vieron morir a su compañero Lenin Granados por una avalancha que se lo tragó en el Manaslu, uno de los picos más peligrosos del Himalaya. Así que Juan Pablo fue a visitarlo al hospital.

–Si me recupero, ¿usted organiza una expedición y me lleva al monte Everest? –le preguntó de pronto Nelson a Juan Pablo.

–Se lo prometo.

La recuperación continuó. Silla de ruedas por un año, muletas después. Nelson, por fin, consiguió recuperar la movilidad en una de sus piernas. La otra nunca despertó. Entonces, viajó a Suesca. El pueblo de los escaladores. El hogar de la roca. Alquiló una pieza en una casa campesina y malvivió con una pierna derecha que insistía en permanecer inmóvil.

Sin dinero: su familia era –según sus palabras– el típico referente de clase baja colombiana que hacía arepas para la venta y lavaba ropa para completar lo del sustento. Solo: tiempo atrás se había divorciado. Enfermo: una herida no dejaba de supurar.

Nelson buscó la roca. Quería caer. Una voz interior le dijo: “cobarde. No se vaya. Recuerde a sus dos niñas”. Y un pensamiento le recordó la promesa: conquistar el Everest.

Desistió de la idea de matarse. Comenzó la sanación. Inició el desapego. Sacó de su morral los rencores, las envidias, los resentimientos. Todo eso que se acumula con los años. Y le dijo adiós a su pierna derecha. Solo era un lastre. Debía amputarse.

El 24 de diciembre de 2008 volvió al Ruiz, al lugar que lo vio caer. Pasó junto al abismo. Sintió miedo. La ansiedad le causó escalofríos, pero continuó hasta alcanzar la cima. El montañista corajudo había regresado.

Las siete cumbres

Junto a Juan Pablo Ruiz y Marcelo Arbeláez, Nelson había alcanzado varias cumbres: el Kilimanjaro, el Aconcagua, el Elbrus. El Everest era cuento aparte. Los 8.848 metros imponentes del Himalaya le habían cerrado la puerta en dos oportunidades. En 1997, por las avalanchas; y en 2001, por una gripe que se aprovechó de su cansancio tras su último récord en el Parque de los Nevados.

Sus logros, aunque valiosos, eran asunto del pasado. Ahora, conquistar la alta montaña sería más difícil. Pero no imposible. El Ejército Nacional lo invitó a dar el primer paso. La Expedición Huella lo llevó –junto a cinco soldados que habían perdido alguna de sus extremidades en combate– de regreso a una de las siete cumbres. La de Suramérica: el Aconcagua.

 

 

 

 

 

 

Juan Pablo Ruiz le prometió a Nelson Cardona organizar una expedición al Everest. Este fue el inicio de la conquista de las siete cumbres.

 

Con el certificado de ascenso a los 6.962 metros en la mano, Nelson fue a cobrar la deuda. Llegó a Epopeya, la empresa que sus colegas tienen en el norte de Bogotá, pero Juan Pablo Ruiz estaba en Washington. Lo atendió Marcelo, quien llamó a su socio. “Estoy con Nelson. Me dice que está listo para el Everest y que usted le prometió que ayudaba a organizar la expedición”.

“Cuando le hice la promesa a Nelson, lo prometí en el sentido de decir que si se logra, ¡claro que lo hacemos! Pero la probabilidad para mí era muy bajita. En ese momento no pensé que Nelson pudiera ponerse de nuevo a punto para el Everest”, cuenta Juan Pablo. Pero se sorprendería.

Uno más en la aventura

Juan Pablo Montejo trabajaba como productor de televisión cuando una ‘tusa’ le arrugó el corazón. Nada conseguía sacarlo de la tristeza, hasta que un amigo lo invitó a Suesca. El poder curativo de la roca lo envolvió. Encontró en la escalada el deporte perfecto para la mente y el corazón.

Conoció a Nelson en los días difíciles. Uno despechado y el otro recientemente mutilado. Y así comenzaron a montar en bicicleta, a escalar y a soñar con proyectos en conjunto.

“Un día Nelson me pidió el favor de montar unas vías en Suesca. Epopeya tenía unos clientes que irían a escalar. Cuando Marcelo llegó y vio mi labor, me invitó a subir con él. Era una leyenda. No lo podía creer”, recuerda.

Como los mosquetones, hicieron click. Montejo fue invitado a la expedición. Junto a las leyendas y a su nuevo amigo buscaría la cima del Everest en 2010. Otro round entre Nelson y la cumbre asiática. El reto fue supremo. Un grupo de ingleses que vociferaron ante la posibilidad de que un hombre se aventurara a la cima con una prótesis, se sumó a los obstáculos. Pero contra los pronósticos de los británicos, el colombiano, el de la prótesis, lo logró.

Nueve años atrás. Manolo Barrios, Juan Pablo Ruiz y Marcelo Arbeláez habían visto por primera vez la majestuosidad del Himalaya desde su pico más alto. ¿Y ahora qué? Coronar las siete cumbres. Manolo propuso el proyecto. Lo ejecutó. Pero sus compañeros lo modificaron. Lo decidieron cuando Nelson llegó a la cima del Everest: acompañarían al manizaleño resucitado a ser el primer latinoamericano con prótesis en alcanzar los picos más altos de cada continente.

Un ser vivo

Los montañistas de pura cepa lo afirman: la montaña es un ser vivo. Incluso dicen que se mueve. Nelson asegura que ha cabalgado sobre una de sus avalanchas. Las montañas sienten. Montejo cuenta que algunas veces, cuando camina por varias horas sus senderos y las ideas cotidianas se desvanecen de su mente, la conexión con la mole lo obliga incluso a pedirle permiso antes de alcanzar su cima. Y hasta hablan, como testifica Juan Pablo Ruiz.

“En el 2007 pensé que no volvería al Everest. Decidí disfrutar de la vista, bajar a mi ritmo, tomar fotos. Iba último. En el descenso vi unos cadáveres apostados a un lado del camino. Tomé una foto a uno de los cuerpos. Cuando intenté hacer lo mismo con el otro, algo me detuvo. Es como si él no quisiera que lo registrara con mi cámara. Seguí la marcha. Cuando llevaba como dos o tres horas de descenso, sentí como si un montañista me siguiera los pasos. Volteé. No vi nada. Seguí. A los 10 minutos, lo sentí más cerca. Podía escuchar el ‘click- clack’ de los mosquetones. También el sonido que se produce cuando el equipo de montaña se pegaba contra las piedras. Paré. Volteé. Nada. Me asusté. De repente, como a 100 metros, bajo el filo de la montaña por donde yo caminaba, las escuché. Dos voces se movían a mi ritmo. Una era amigable, la otra tenía tono de molestia. No entendí nada, pero me dio la idea de que pertenecían a los cuerpos que había dejado atrás. Pensé que estaba perdiendo la razón. Aunque hoy le puedo asegurar que lo que yo sentí fueron los espíritus de la montaña”.

La furia de la montaña

En el 2012 el destino fue el Denali. El pico más alto de Alaska les ofreció su frío extremo, sus veloces vientos, su ausencia de porteadores que los obligó a cargar con todo –unos 15 kilos en el morral y otros 20 en un trineo–, y las curvas que volcaban su carga. Pero no los aceptó. Esa expedición, recuerda Montejo, fue demasiado arriesgada.

“Cuando llegamos al campamento de altura, a 5.200 metros, hubo una tormenta de nieve que no pasaba. Cada tres horas la carpa quedaba al punto del colapso. Tocaba salir, enfrentar el viento, quitar la nieve con una pala y acomodar la estructura. Una hora, 24, 48. Por fin paró. Estábamos en una situación bastante riesgosa. Estaba deshidratado y no podíamos derretir agua. Al terminar la tormenta, brilló el sol de una manera increíble. Pero no se podía ascender hacia la cumbre. La lógica de seguridad lo dice: cuando cae una tormenta, la montaña se carga. Hay que esperar por lo menos 24 horas. En ese tiempo caerán las avalanchas y la nieve se solidificará. Teníamos dos opciones: permanecer arriba e intentar la cumbre arriesgándonos a congelarnos –como le pasó a uno de mis dedos gordos–, o bajar y enfrentar el riesgo a una avalancha, como la que en esa ocasión arrasó con cualquier rastro de cuatro japoneses”.

 

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Ese riesgo, la muerte de los japoneses y el rechazo de la cumbre minaron la voluntad de Nelson. Consideró claudicar. “Fue muy duro para mí. Llegué a Bogotá con ganas de dejar el proyecto. Por todo. Por el peso de la responsabilidad con el patrocinio y conmigo. No quería seguir. Pero me llegó una señal: ese día fue a buscarme a la oficina de Epopeya una pareja con una niña que nació sin una pierna. La niña tenía 3 años. Ellos necesitaban una voz de aliento. ¿Qué les digo? ¿Que estoy frustrado? No. Abracé a la pequeña. Subí al segundo piso de la oficina y se las presenté a mis compañeros. Retomé el proyecto.

Dos años después, la cumbre del Denali fue testigo del ascenso de Ruiz, Cardona, Arbeláez, Montejo y otros expedicionarios.

La última prueba

Acongagua, listo. Everest, listo. Kilimanjaro, listo. Vinson, listo. Denali, listo. Elbrus, listo. Llegó la hora del Carstensz, la última de la lista.

Nelson, Juan Pablo, Marcelo y Montejo viajaron con otros cuatro escaladores, entre ellos Manolo –quien se unió al equipo para continuar la meta que se había trazado en el 2001– y Adriana Restrepo, la mujer que le devolvió a Nelson la confianza en el amor y que no tenía experiencia en alta montaña.

Las condiciones del pico insular más alto del mundo no tienen comparación. Su aproximación es una carrera de obstáculos de alta complejidad. Bien se lo advirtió el español Albert Bosch, quien ya había completado las siete cumbres, al equipo: “Conozco muy bien a Nelson. Sé de su fortaleza. Está bien entrenado, pero les recomiendo que, por las raíces y el fango, él se vaya en helicóptero”.

Pero Nelson quería hacer la prueba completa. Sus compañeros, pensando en que la montaña era solo de 4.884 metros y se hallaba en una zona tropical, lo apoyaron. Pero se arrepentiría. “Dije: ¿por qué carajos no me monté en un helicóptero”. Eso sí, pasito, sin que nadie me escuchara. No podía quedar mal. Es que subestimamos ese proyecto. Para empezar, ni sabía que eso quedaba tan lejos. Solo para llegar al punto donde comienza la selva fueron 49 horas de vuelos. Eso es un resto”.

Antes de emprender la caminata de aproximación –que les tomaría seis días hasta el campamento base– estuvieron en una aldea de la tribu Dani. Allí, Nelson, con unos pantalones cortos que dejaban ver su prótesis, fue la sensación. Ante la mirada atónita de los indígenas, se quitó el mecanismo. Un niño se animó a tocarlo. De mano en mano, la pierna del montañista acercó a los indígenas a la vida urbana; y al expedicionario, a la realidad de la manigua.

 

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“Empezamos la travesía. De un momento a otro la selva comenzó a cerrarse. No había caminos. Sobre nosotros, una copiosa lluvia nos empapó durante todo el día. Lo que tocábamos nos chuzaba. La humedad era tanta que cada treinta minutos debía detenerme. Necesitaba limpiar la prótesis, secar el muñón, aplicar crema. Protegerme. Cuando pensaba que el camino mejoraría, todo empeoraba. Escuchaba los tropiezos y resbalones de mis compañeros. Caí entre unas raíces. Los indígenas que nos acompañaban me sacaron.

Después de dejar atrás raíces, pantanos y humedales, llegó el día de la cumbre. Salieron a la una de la mañana. Debían estar en la arista para el amanecer. Había que hacer rendir el día. Al fin y al cabo la cumbre era la mitad del camino. Había que bajar con luz.

El amanecer les regaló una panorámica espectacular de abismos, ríos, selva y el Pacífico de fondo. “Luego vino el paso de una tirolesa sobre un abismo. El puente se bamboleaba. Es que a 4.000 metros de altura el viento pega duro. Pero lo peor no fue eso. Ni siquiera los otros dos pasos –que eran aún más difíciles– me advirtieron lo que ocurriría. Solo me faltaban 100 metros para llegar a la cumbre cuando el sudor hizo resbalar la prótesis. Le grité a mi esposa que venía detrás: “¡Adri, agárrame el pie!”. Ella alcanzó a cogerlo. Un milagro. De no ser así, me habría varado, el repuesto estaba en el campamento base. Con una de sus piernas, Adriana me hizo freno. Con una de mis manos me aferré a una cuerda. Con la otra, limpié la prótesis y me la puse. Y otra vez para arriba”.

Quince metros antes de coronar, Montejo adelantó al grupo. Tenía que registrar el ascenso. Nelson, en cambio, se detuvo. Quiso esperar. Juan Pablo, Manolo y Marcelo tenían que ir primero. Él completaría las siete cumbres. Ellos habían cumplido su promesa. Llegar último era una cuestión de respeto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El 30 de abril de 2016 Juan Pablo Ruiz, Nelson Cardona, Marcelo Arbeláez y Manolo Barrios se convirtieron en los primeros colombianos en llegar al pico más alto de cada continente. El Carstensz.

 

Habían conquistado las famosas siete cumbres. Ahora podían celebrar. Hasta brindaron con un pequeño sorbo de cerveza de sus patrocinadores. Fue intenso, pero breve. Todavía faltaba medio camino y había que apurarse si querían regresar sanos y salvos.

Nuevamente la lluvia mojó la roca. Los chorros de agua que caían por la pared les congelaban las manos. Y aunque no había riesgo de avalancha, la montaña tenía algo preparado. Minutos después de que Ruiz felicitara a Adriana por haber conseguido la cumbre, y de que ella –con sabiduría– le dijera que esperara porque todavía no había terminado, el crujir de la montaña los alertó. Unas rocas se desprendieron sobre los expedicionarios justo cuando Nelson terminaba de usar la cuerda de descenso. Se protegió. Adriana estaba arriba. La piedra la sorprendió. El golpe fue seco. Fuerte. Sonoro sobre su cabeza. El casco aguantó.

Así es la montaña. Como dice Nelson: “podemos irnos en cualquier momento; ella seguirá ahí inmutable, como si nada hubiera pasado”.

 

*Publicado en la edición impresa de junio de 2016.