Cuando Margarita deshojó la paz
La invitación
Belisario Betancur llegó a la presidencia de la república luego de varios intentos frustrados y el país respiró un aire de cambio. Hacía ya un par de años que me había estrenado como directora deCromos, la revista inconsútil que ha crecido con el país a lo largo del último siglo y en cuyas páginas han escrito y publicado cientos de periodistas, poetas, cronistas, escritores, fotógrafos y artistas que en Colombia han sido, al lado del infaltable reinado de belleza que, con su atractiva carga sensual, se celebra desde hace más de ocho décadas en Cartagena.
En septiembre de 1982, a pocos días de la posesión presidencial y al final de un movido consejo de redacción, las tareas de la semana habían sido asignadas y yo me daba un recreo relámpago revisando las fotos sociales de la semana. Me divertía con los irreverentes y urticantes pies de foto que el ingenio de Fernando Garavito, nuestro jefe de Redacción, les ponía a las imágenes cazadas en las fiestas de nuestra inefable clase política y otras faunas, cuando entró una llamada de la Presidencia de la República: Belisario me invitaba a formar parte de la Comisión de Paz, que su gobierno estructuraba para explorar la posibilidad de adelantar negociaciones con las guerrillas.
“Es una oportunidad de asomarte a la historia –dijo–. Como sabes, desde hace años mi más firme deseo ha sido recuperar la paz para los colombianos. Te invito a acompañarme en esta andadura. Si aceptas, tendrás que moverte con la discreción y confidencialidad que el tema requiere. No se me escapa que como periodista es para ti una prueba de fuego, porque no podrás dar ningún tipo de información hasta que salga ‘humo blanco’. Acepté sin pensarlo dos veces, pero ejercí mi derecho de regateo: yo sería una tumba al respecto, pero mis periodistas cubrirían el proceso. No tendrían información privilegiada de mi parte y cada quien debería agenciarse otras fuentes. Betancur, periodista de vieja data, compartió mi decisión y de allí en adelante mi magnífico equipo de periodistas registró paso a paso el proceso.
Devolverme, treinta y dos años más tarde, al escenario de los acuerdos de La Uribe para escribir estas líneas me trae a la vez un regusto dulce por sus inicios y un recuerdo amargo por su final. Por supuesto, muchos de los detalles llegan nítidos, pero otros ya se han perdido para siempre en los vericuetos de la memoria.
La tregua
Betancur instaló la Comisión de Paz, Diálogo y Verificación, en la Casa de Nariño. A partir de allí y durante varios meses, que pasaron vertiginosos, se fueron realizando encuentros con el estado mayor de las Farc que, en medio de apoyos e incomprensiones, nos permitieron pactar dentro de la dinámica de la guerra un cese al fuego con el grupo insurgente, en las montañas del departamento del Meta.
La importancia de una tregua, la primera que se pactaba con las Farc, levantó un ola de entusiasmo –salvo en unos pocos sectores– en medio del tráfago de violencia y de muertos que traía quebrantado al país.
¿Que al final fracasó? Sí, pero Betancur había abierto el camino, y en ese empeño lo siguieron siete presidentes de la república que, con distintos acentos y resultados, trataron de hacer lo propio y mantuvieron viva la idea de buscar una solución política negociada con las Farc. Una vieja ambición de los colombianos, que hoy fructifica en los acuerdos de La Habana.
El gran bélico
A Belisario lo conocí por los años 70, debido a su gran cercanía con mi familia política, de estirpe conservadora, donde se hablaba a menudo de su espíritu de tolerancia, de su ausencia total de sectarismo político, de sus difíciles comienzos en una familia de 22 hijos en la que los niños se morían chiquitos, de su liderazgo en el legendario “Escuadrón Suicida” que se oponía a la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla. De sus carcelazos y torturas, de su “duende” y de su amor por la literatura y la poesía.
Y se contaba, además, que después de rechazar ministerios ofrecidos por los presidentes liberales Alberto y Carlos Lleras, el presidente conservador Guillermo León Valencia lo había desarmado mientras lo tentaba con el Ministerio de Trabajo cuando le mostró su libro, Colombia Cara a Cara, subrayado de pasta a pasta, y le dijo: “Haz esto que dices aquí”. También se comentaba, con cierto retintín, que por su sentido social, Betancur se había convertido para muchos sectores críticos en un ministro que defendía a los trabajadores y al que los ricos de entonces vituperaban y tildaban de “socialista” y, más tarde, de “populista”.
Todo ello, y –por qué no decirlo– el aire romántico que envolvía sus derrotas políticas –y que él rumiaba invariablemente en la vieja Grecia– despertaron en mí un entusiasmo político desconocido hasta entonces, al punto de convertirme en uno de los “liberales belisaristas” que él cortejaba, muchas veces con más pena que gloria. Mi expectativa aumentó con su discurso de posesión en la Plaza de Bolívar de Bogotá, colmada hasta las banderas, donde el nuevo presidente activó la expectativa de la paz. Pocos meses después, el 19 de septiembre de 1982, su gobierno expidió el Decreto 2711, que creaba la Comisión de Paz, Diálogo y Verificación, objeto de estos recuerdos.
La comisión
Numerosa y heterogénea, la Comisión de Paz era presidida por el expresidente liberal Carlos Lleras Restrepo, cuyos quebrantos de salud lo obligaron a renunciar tan solo diez días más tarde. Lo sucedió el exministro liberal Otto Morales Benítez.
Era una comisión de 40 miembros, que reunía figuras disímiles del espectro político, de la jurisprudencia, de la empresa privada y de la academia: Alfredo Vásquez Carrizosa, Gerardo Molina, Socorro Ramírez, monseñor Rafael Gómez Hoyos, Joaquín Vallejo Arbeláez, Adolfo Carvajal, Josefina de Hubach, Marcelo Torres, Eduardo Lemaitre, monseñor Mario Revollo, los generales (r) Gerardo Ayerbe Chaux y Jorge E. Gutiérrez Anzola, entre otros.
Otto
La experiencia del historiador y político liberal Otto Morales Benítez en la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia, durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962), y sus juiciosos estudios sobre las causas de la violencia en Colombia, lo convertían en el heredero ideal de Lleras Restrepo.
Morales organizó cuatro subcomisiones con las cuales estructuró el reglamento de trabajo y desplegó una intensa actividad para establecer contactos con los grupos insurgentes. El primero llegó luego de un azaroso viaje de tres horas a lomo de mula hasta el municipio Colombia, en el Huila, a donde arribó Otto acompañado de los comisionados John Agudelo Ríos, Rafael Rivas Posada y Alberto Rojas Puyo. Allí los esperaban Manuel Marulanda, Jacobo Arenas y Jaime Guaraca, del comando de las Farc, escoltados por un grupo de jóvenes guerrilleros en traje de fatiga y armados hasta los dientes. Se abría así la puerta hacia una negociación. Hablaron sobre la aplicación de la Ley de Amnistía, del problema agrario, de salud, vivienda rural, empleo, titulación de baldíos de la nación, reforma política, microempresa, estatuto de la oposición, vías de comunicación. Los mismísimos temas que, tres décadas más tarde, han sido otra vez sujeto de discusión en La Habana.
La renuncia
Los contactos con la insurgencia continuaron en medio de apoyos y críticas hasta que el 25 de mayo de 1983 estalló, como un misil contra el blanco, la renuncia de Morales Benítez a la Presidencia de la Comisión. En carta al presidente Betancur, Otto le dice:
“Es apremiante rechazar el escepticismo y a veces el pesimismo beligerante que se apodera de todos y combatir contra los enemigos de la Paz y de la Rehabilitación, que están agazapados por fuera y por dentro del gobierno”.
La noticia se propagó velozmente y una cascada de editoriales, columnas de opinión, conversaciones de salón y protestas, sacudió al país. Belisario respondió lamentando la decisión, que tenía carácter de irrevocable, y le informó que el proceso continuaría.
Otto Morales no comentó nunca públicamente cuáles eran esos enemigos agazapados de la paz, pero muchos años después –2014– en una entrevista, me dijo: “La política del presidente Betancur fue básicamente de entendimiento directo, pero le quiero contar que resultó muy difícil porque a esa política se oponían todos, empezando por muchos ministros del gabinete, que a Belisario no le decían nada pero a mí me lo manifestaban. El sector económico era enemigo de cualquier entendimiento. Y lo mismo la Iglesia. Por eso cuando me retiré dije que había enemigos agazapados de la paz. El Presidente tuvo mucho valor en insistir en esa política y todo lo que se logró posteriormente en los gobiernos de Barco y de Gaviria fue consecuencia de ello. De suerte que no es raro que hoy haya en el país un clima especial creado por el presidente Santos, propicio para conversar con las Farc”. Le pregunté si la aplicación de la Ley 35 de Amnistía había sido el principio del fin, porque intensificó la ira de los enemigos de las negociaciones y desanimó a no pocos de sus querientes, por la salida de las cárceles de decenas de presos políticos, apresados en desarrollo del Estatuto de Seguridad del gobierno Turbay.
“Eso no se debe a Belisario –me contestó– sino a que el Congreso dictó una amnistía sin ninguna restricción. Carlos Lleras, como presidente de la Comisión de Paz del gobierno de Turbay, había redactado una Ley de Amnistía condicionada, en la cual los subversivos debían comprometerse a presentarse periódicamente ante un juez. Entonces dijeron: ‘¡Esas son carajadas de Lleras, la amnistía es total!’. Y, efectivamente, la posterior aplicación de esa ley exacerbó los ánimos en el país”.
Otto era una caja de música. En medio de los momentos más difíciles, traía a cuento anécdotas para distender el ambiente. Por ejemplo, un día iba en un taxi que paró en el semáforo y un amigo que lo reconoció, le dijo: “Oíste, vos sos un hombre muy querido y respetable. ¿Cómo es que aceptaste ser presidente de esa Comisión, para hablar con unos bandidos “tales por cuales?”. Otto le respondió que su vocación era ayudar al país en lo que estuviera a su alcance. Y el tipo, ya muy cabreado, le gritó a voz en cuello: “ ‘Home’, eso suena muy bonito, pero ¡vos no sós más que un imbécil, Otto Morales Benítez!”. Otto adornaba sus cuentos con su gran carcajada legendaria que hizo exclamar un día a Jorge Eliécer Gaitán: “¿De dónde sale esa ‘sonrisa’ de Monalisa?”. Y siguió carcajeándose una y otra vez, por el regocijo de vivir que lo acompañó siempre.
¿Sinceridad de las Farc?
Morales tenía la íntima convicción de que las Farc eran sinceras cuando firmaron el Acuerdo de La Uribe. Se basaba en una conversación que había sostenido con Manuel Marulanda mientras caminaban a campo traviesa en uno de sus encuentros, en la que el jefe guerrillero le dijo: “Yo quiero hacer la paz porque Colombia no puede seguir con este desorden. Las guerrillas creamos un desorden nacional muy grande y yo no quiero seguir en eso. En segundo lugar, usted ha visto que nuestra gente es muy joven y nosotros la estamos sacrificando inútilmente. Los que quieran entrar en la política que entren. Yo no podré hacerlo porque me acusan de muchos crímenes y me matarán. Ya tendré que pensar en cuál será mi vida, después de que firme la paz”. No sospechaba que moriría viejo y enfermo y que su cadáver se lo tragaría la manigua.
Los militares
Varias veces a lo largo de los años que siguieron, Otto sostuvo que los militares no estaban entre los “enemigos agazapados” contra la paz. Una afirmación que chocaba frontalmente contra la que hizo John Agudelo Ríos, su sucesor, en una entrevista titulada “La última charla con John Agudelo Ríos”, registrada en una publicación de la Imprenta Nacional de Bogotá, en 2005: “La verdad es que la paz nos dividió a todos por igual, había amigos y enemigos, incluyendo a los generales. El general Landazábal me amenazó personalmente. Yo estaba haciendo la Paz contra las Fuerzas Armadas”.
John
Bajo la inteligente, recursiva y entusiasta batuta de John Agudelo Ríos, abogado y político conservador, exministro de Estado, la Comisión reinició los contactos con las Farc, en cuya génesis habían sido clave los buenos oficios de Alberto Rojas Puyo, quien en ese entonces militaba en el Partido Comunista Colombiano y trataba de convencer al estado mayor de las Farc de revisar el lema de “combinación de todas las formas de lucha”, que consideraba un anacronismo. Durante varios meses hubo diversos encuentros con los jefes guerrilleros, en los que se adelantaban conversaciones, propuestas, negociaciones, polémicas, subidas y bajadas de tono. Muchos de los comisionados viajamos con intervalos a La Uribe, en compañía de John, cuya festiva y a la vez recia personalidad, había encontrado gran empatía en Marulanda y en Jacobo Arenas, jefe e ideólogo de las Farc, respectivamente. En las cercanías del entonces corregimiento de La Uribe, en lo alto de una montaña, se llevaban a cabo, en una improvisada y rústica cabaña, largas conversaciones en las que, además de Arenas y Marulanda, participaban también Raúl Reyes, Jaime Guaraca y Alfonso Cano. Las discusiones duraban hasta la madrugada, en ocasiones en medio de un ambiente caldeado que, por fortuna, atemperaba un frío de páramo.
El acuerdo
La nueva dinámica liderada por Agudelo desembocó el 28 de marzo de 1984 en el Acuerdo de Cese al Fuego entre la Comisión de Paz y las Farc, en el que se estipulaba que a partir de ese día los frentes de esa organización cesarían hostilidades y el Gobierno se comprometía a garantizarles seguridad, a adelantar reformas sociales, a facilitarles su reincorporación a la vida civil y a entrar en el juego político.
Los firmantes del pacto fueron, por parte del Gobierno, el exministro de Trabajo John Agudelo Ríos, los exministros de Justicia, César Gómez Estrada y Samuel Hoyos Arango, que eran grandes juristas; el exministro de Educación, Rafael Rivas Posada; el experto en Historia Económica y Social de La Sorbona Alberto Rojas Puyo, y la periodista Margarita Vidal. Y por parte de las Farc, Manuel Marulanda, Jacobo Arenas, Raúl Reyes, Jaime Guaraca y Alfonso Cano.
Yo tuve la satisfacción de teclear el Acuerdo de Cese al Fuego entre el Gobierno Nacional y las Farc –que firmamos el miércoles 28 de marzo de 1984– en una vieja Olivetti. Al término de las firmas, Samuel Hoyos Arango sacó de su mochila una añosa botella de coñac Hennessy, que había guardado durante 35 años, a la espera de que llegara el momento de brindar por un acontecimiento especial que ameritara su descorche. Regresamos a Bogotá en las últimas horas de la tarde y a las siete y media de la noche ingresamos a la Casa de Nariño, para entregarle a un emocionado presidente Betancur el documento que, en ese momento, representaba un gran triunfo para él.
El 29 de mayo de 1984, un día después de la entrada en vigencia del cese al fuego con las Farc, el Gobierno instaló en Dolores, Tolima, la Comisión Nacional de Verificación, encargada de vigilar el cumplimiento de los acuerdos. Pocos meses después, el 23 y el 24 de agosto, se firmaron acuerdos de cese al fuego con el EPL, en Medellín; el ADO, en Bogotá; y con el M-19 en El Hobo, Huila. Los tres grupos guerrilleros aceptaron el cese al fuego a partir del 30 de agosto de 1984, y el gobierno de Betancur amplió las tareas de la Comisión Nacional de Verificación.
La Unión Patriótica
El 24 de noviembre de ese mismo año, se acordó un período de prueba de 12 meses para que las Farc se organizaran política, económica y socialmente. Para esa época el país enfrentaba una crisis económica de enormes proporciones y el Gobierno tenía dificultades para llevar a cabo las tareas sociales que se derivaban de los acuerdos. En la región de Yarumales, al norte del departamento del Cauca, un M-19 supuestamente en tregua, tenía enfrentamientos con el Ejército. Pero esa es otra historia.
El 30 de mayo de 1985, las Farc anunciaron la creación del partido político Unión Patriótica –UP–. Por desgracia, a partir de allí arrancó en el país una seguidilla de crímenes selectivos. En septiembre la situación era tan compleja, que varios de los miembros de la Comisión renunciaron. Las amenazas aumentaban y una nube espesa de incomprensión dificultaba el avance de los acuerdos.
En noviembre, la delirante toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y la hecatombe desatada por su retoma, dejó la política de paz de Belisario Betancur herida de muerte, pero la Comisión de Paz persistió en sus conversaciones con las Farc. Por eso, cinco meses antes de entregar su mandato, Betancur se jugó sus restos y el 2 de marzo de 1986 firmó con las Farc un acuerdo de prórroga de cese al fuego –otra vez en La Uribe– que se ratificó luego en la Casa de Nariño entre el presidente Betancur, varios de sus ministros y tres dirigentes de la UP: Braulio Herrera, Jaime Pardo Leal y Alberto Rojas Puyo. Esta prórroga permitió que la Unión Patriótica participara en las elecciones parlamentarias del 9 de marzo, donde eligió 5 senadores, 9 representantes a la Cámara, 20 diputados y 353 concejales. En los años siguientes, los “enemigos agazapados de la paz” se encargarían de ir exterminando, uno a uno, a casi todos los militantes del más joven de los partidos políticos.
El final
El 22 de julio de 1986 se desintegró la Comisión de Paz, Diálogo y Verificación nombrada casi cuatro años antes por Belisario, con la renuncia de John Agudelo Ríos y el resto de los miembros, que para ese momento éramos una ínfima minoría: de los 40 iniciales, solo seis resistimos, contra viento y marea, hasta el final, tratando de mantener a flote una Comisión de Paz que hacía agua por todas partes.
En las elecciones de 1986, Virgilio Barco ganó la Presidencia de la República y anunció continuidad en la política de paz a través de acuerdos políticos que fructificaron con el M-19, parte del EPL, el ADO y el Quintín Lame.
Hoy, los acuerdos del gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc parecen no tener vuelta atrás. Queda la incógnita del ELN. Pero esa será otra historia.
*Publicado en la edición impresa de julio de 2016.