21 de noviembre del 2024
Fotografías | Gustavo Martínez
23 de Junio de 2017
Por:
Margarita Vidal Garcés

Dice que todo le ocurrió por casualidad. Pero no hay tal. Ser primer violín y además dirigir la Filarmónica de Londres, entre otras muchas orquestas de prestigio internacional, lo han convertido en una leyenda. 

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Carlos Villa, el violinista de los calcetines rojos

Orquestas de Filadelfia, Salzburgo, Berlín, Londres, París, Nueva York, Roma, San Francisco, Seúl, Buenos Aires. Mecas de la música que han sido el hábitat natural por varias décadas del violinista colombiano Carlos Villa, quien hoy dirige la Orquesta Filarmónica Juvenil de Bogotá, al tiempo que atiende compromisos en la ciudad de Nueva York. Y es que Villa, un verdadero maestro en lo más noble del término, nunca ha perdido el contacto con Colombia, donde le encanta enseñar y ver crecer cada vez más la apetencia por la música y la formación de intérpretes de calidad en los instrumentos más variados.

 

Niño prodigio nacido en Cali, crecido en Cartagena y educado en los Estados Unidos y Europa, se dio el lujo de estudiar en el Instituto Curtis de Filadelfia, donde solo admiten (con beca) genios musicales, con artistas legendarios como Yehudi Menuhin, y de ser apadrinado por Otto Klemperer y Alexander Schneider. Radicado en el exterior hace sesenta años, cuarenta de los cuales ha vivido en Nueva York, Villa fue siempre uno de esos músicos nimbados por el genio y con fama de galán cosmopolita, que nunca ocultó su admiración por la belleza femenina. Sus seguidoras a lo largo del ancho camino musical del mundo se daban mañas para tapizar los escenarios donde actuaba con gruesas capas de rosas rojas, homenaje que él recibía siempre ataviado con su esmoquin impecable y un detalle bien singular: unas vistosas medias rojas, color al que, por su longitud de onda, le atribuye un poder especial sobre el sonido de su violín. “No es un gesto de coquetería –alega–, está basado en los poderes de la ciencia”.

 

Reluctante al matrimonio, su invicta soltería de seductor internacional se derrumbó hace unos ocho años (tiene 74), cuando sucumbió a los encantos de Lina Quintero, una guapa mujer de gran carácter que maneja su agenda y sus finanzas y otea el mundo de su marido con ojos grandes y sabios. 

 

Además de la música, a Carlos Villa –de lejos el mejor violinista de Colombia y uno de los mejores del mundo– le gustan las novelas históricas, los vinos rojos de Borgoña, los tangos de la Guardia Vieja, habla perfectamente cinco idiomas y “más o menos” otros tres. No le gusta recordar momentos de infortunio porque el yoga le enseñó a seleccionar y a exaltar las cosas positivas. Tuvo el privilegio de trabar amistades entrañables con verdaderas leyendas del arco y el violín, como Menuhin, quien lo invitó a su refugio de los Alpes suizos, donde fue su maestro no solo de la música, sino de la vida, de la belleza, de la meditación, de la pasión por el arte y la cultura, de las cosas del espíritu.    

 

El próximo 19 de octubre este maestro colombiano, que fue estrella de la Filarmónica de Londres; director, concertino y solista de la Camerata de Salzburgo (cuna de Bach), y que perteneció simultáneamente a tres orquestas neoyorquinas, de las cuales hoy día conserva dos, recibirá el Premio Vida y Obra en su edición 2016 otorgado por la Secretaría de Cultura de la Alcaldía Mayor de Bogotá. El acta del jurado, integrado por Claudia Hakim, directora del Mambo; Ramiro Osorio, director del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, y el historiador y sociólogo Jorge Orlando Melo pone énfasis en la labor pedagógica y en la técnica musical de Villa, a quien destaca como uno de los gestores culturales más sobresalientes de Colombia y exalta su contribución a la formación de músicos y públicos en la capital del país.

 

Genio, tesón, talento, orden, disciplina, estudio sin fin y prácticas sin desmayo lo llevaron a donde está, pero a él le gusta, como dice con cierta travesura en esta entrevista, atribuirle a sus dioses particulares: la suerte, el azar y la casualidad, muchas de las cosas buenas que le han sucedido en su andar por los viejos y encantados caminos de Bach, Mendelssohn, Mozart, Brahms, Bartok, Paganini, Beethoven, Kreisler y sus magistrales composiciones para violín.

 

Maestro Villa: ¿cuál fue el momento de su epifanía con el violín?

Nunca lo he olvidado. Ocurrió por una casualidad: cuando yo estaba muy pequeño, a mi papá se le ocurrió llevarme al parque Suri Salcedo de Barranquilla, a ver al maestro Pedro Biava, y algo extraordinario me sacudió por dentro cuando lo oí tocar. Quedé tan maravillado y seducido que mi padre se entusiasmó y me regaló un violín chiquito que se me convirtió en una obsesión. Le daba literalmente “como a violín prestado”, a todas horas. También escuché por esa época a Yehudi Menuhin interpretando a Meldelssohn y decidí que algún día tocaría así. (Risa). A partir de allí tuve algunas clases y luego en el exterior durante muchos años, hasta que mi violín se convirtió en una especie de extensión de mi cuerpo, a tal punto que si yo no estoy bien anímicamente, siento que el violín tampoco lo está.

 

Pues el famoso lutier colombiano Carlos Arcieri, que vive en Nueva York, me dijo alguna vez que los violines tienen alma. Yo pensaba que el alma la pone el músico. ¿Cuál es la verdadera?

(Risa). Hay dos almas. La del violín es un palito de tres pulgadas de largo que transmite las vibraciones de la tapa superior a la tapa inferior. Se llama “alma” porque sin él no sonaría. Y luego está, claro, el alma del intérprete, tan ligada al instrumento que yo he tenido experiencias hasta raras con mi violín.

 

¿Por ejemplo?

Una noche estaba durmiendo profundamente en mi apartamento de Nueva York, cuando me despertó una sensación extraña y supe que algo pasaba con mi violín. Fui a revisarlo y encontré que se había reventado la cuerda Sol. Algo muy raro porque esa cuerda es mucho más gruesa que las demás y, por otra parte, era imposible que hubiera podido oír el ruido desde mi cuarto. Pero la verdad es que yo no oí, sino que sentí, la cuerda reventándose. Le conté eso a Carlos Arcieri quien, efectivamente, lleva más de cuarenta años fabricando sus excelentes violines, y me dijo que nunca había visto que una cuerda Sol se reventara.

 

¿No tendrá usted un violín encantado como il cannone (el cañón) de Guarnierius, en el que tocaba magistralmente y como un poseso Niccoló Paganini?

(Risa). No, pero tengo un violín moderno extraordinario, fabricado por Sergio Peresson, un gran lutier que era futbolista profesional a mediados del siglo pasado y que, cuando no había campeonato, iba donde un vecino que fabricaba violines para ayudarle a pegar las partes más sencillas. Aprendió a fabricarlos y luego se hizo famoso en América.

 

¿Cuándo empieza usted a estudiar violín en serio?

En Cartagena, a los cinco años, con un profesor filipino que tocaba todos los instrumentos y formaba parte de la orquesta de un barco que hacía cruceros entre Manila y Panamá. Se llamaba Teófilo Tipon y tocaba saxofón, violín, trompeta, piano, clarinete. Dio la casualidad que un día se emborrachó y se quedó varado en Panamá porque el barco lo dejó. De alguna manera se las arregló para llegar a Cartagena, donde formó una orquesta, y mi papá lo contrató para que me diera clases. Fue mi profesor hasta que nos fuimos a vivir a Estados Unidos.

 

¿Y por qué se fueron?

Porque dio la casualidad de que a mi papá le dieron un contrato con una compañía petrolera. Poco después de haber llegado, otra vez por una casualidad, me llevaron a un concierto donde tocaba Alexander Schneider, primer violinista del famoso Cuarteto Budapest. Yo tenía siete años y una profesora con la que había progresado bastante logró llevarme a tocar para él, que quedó encantado y preguntó cuáles eran nuestros planes. “Terminado mi contrato, regresar a Colombia”, contestó mi papá y Schneider le dijo categóricamente: “No es una buena idea, señor Villa, su hijo tiene un extraordinario talento y debe desarrollarlo. El sitio propicio es el Curtis Institute, de la ciudad de Filadelfia”. Mi familia se quedó conmigo, allí estudié, me gradué y vivimos durante quince años inolvidables.

 

Pues estudió en una de las mejores escuelas de música del mundo donde solo entran, becados, los virtuosos de la música, con egresados míticos como Leonard Bernstein, Lang Lang y Samuel Barber, entre muchos otros. Termina sus estudios allí y lo atropella otra de esas famosas “casualidades” que han marcado su vida, ¿no?

 

(Risa). Así es. Una tía había vivido en Zúrich, donde se había hecho amiga del fundador de una agencia de conciertos creada para ayudar a jóvenes artistas a empezar sus carreras. Logré contactarlo y me fui a vivir allá.

 

Allí conoce a Yehudi Menuhin y traba con él una gran amistad. ¿Cómo lo recuerda?

El vivía en Londres pero iba con mucha frecuencia a Zúrich, donde tenía un chalet en las montañas, para pasar los veranos. Yo tenía dieciocho años y me alojaba en la casa de una señora que recibía a jóvenes artistas y que me preguntó sí quería tocar para el maestro. Lo hice y él quedó muy bien impresionado, tanto que de allí surgió una relación muy estrecha, porque era un hombre muy especial, no solo tocado por el genio de la música. Como todos sabemos, era también un gran humanista que siempre estaba impulsando la cultura.

 

¿Fue su maestro?

Sí. Me invitó todo un verano a su chalet de la montaña y me daba todos los días por lo menos tres horas de clase. El resto del tiempo hablábamos muchísimo porque era un hombre muy culto y todos los temas le interesaban: música, política, historia, literatura, viajes. Recuerdo que me ponía gran énfasis en la importancia de la disciplina como la condición más importante para lograr cualquier meta en la vida. Algo que he tenido muy presente durante toda mi carrera, en lo personal y en lo profesional. A él le gustaba ayudar a la gente. Practicaba en profundidad el yoga, en el que lo había iniciado el primer ministro Nehru durante un viaje a la India en 1952. Tenía un gurú al que había invitado a enseñar en Occidente y vivía con él, así que yo también me ‘encarreté’ con esa práctica, que me sirvió para muchas cosas, entre otras, para dominar los nervios y aprender la manera de concentrarme a través de la meditación y la respiración. Menuhin también fue discípulo de la legendaria Indra Devi.

 

A los 21 años usted participó en un concurso llamado International Tchaikovski de Moscú, para piano, violín y chelo, algo así como los “olímpicos de la música”. ¿Cómo llegó después a ser Primer Violín de la Orquesta Filarmónica de Londres?  

El Concertino es el primer violín de la orquesta, el que la afina y, después del director, es el personaje más importante porque bajo su responsabilidad están todos los demás. Otto Klemperer había conocido de niño a Brahms y era uno de los grandes directores en Berlín, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando esa ciudad era el centro musical del mundo. Allí había varias orquestas al mismo tiempo, con directores como Fuhrberger, Bruno Walter, Klemperer o Calvert, personajes legendarios. Afortunadamente para el resto del mundo, cuando llegaron los nazis todos los que eran judíos lograron escapar a tiempo. Klemperer se fue primero a Los Ángeles, después estuvo en Budapest, en Viena, y en Londres fue director de la Nueva Filarmonía. Contestando su pregunta, a Klemperer le hicieron oír una sonata de Beethoven que yo había grabado y él pidió oírme personalmente. Me mandaron un paquete de partituras para que las estudiara y me dieron dos semanas para prepararlas. Él me oyó y me nombraron Concertino de la Filarmónica, donde estuve cinco años.

 

Pero entiendo que antes de eso había ido a Londres por razones muy distintas.

Así es, no fue por la música, que vino después, sino porque había llegado a mis manos una obra maravillosa de Oscar Wilde, que él escribió, además de la Balada de la Cárcel de Reading, su De Profundis, que es un desgarrador testimonio de cómo el dolor puede transformar el alma humana. Un día me enteré de que uno de sus hijos, Vyvyanne Holland (se había cambiado el nombre), seguía viviendo en Londres y acababa de cumplir los 80 años. Decidí ir a conocerlo, le escribí y él me dijo que me recibiría a tomar el té.

 

La famosa “Nice cup of tea” de los ingleses…

Exactamente, un ritual exquisito. Estuve con él desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la noche. Me mostró gran cantidad de papeles, fotos, cartas y recortes de su padre, y yo quedé como transportado porque pude aproximarme un poco a la intimidad de una inteligencia excepcional. Me gusta la literatura y la combino con la música a las mil maravillas.

 

Pues dicen que un gran violinista debe practicar todos los días, sin falta.

Es cierto, porque si uno deja de tocar dos o tres días, necesitará una semana para recuperarse, ya que se trata de un instrumento muy delicado y sensible. Y cuando uno es mayor, esa disciplina debe ser a rajatabla.

 

Y cuando usted está triste, ¿qué pasa con su violín?

Igual tengo que estudiar, lo cual es de gran ayuda porque ha habido veces en que he estado muy deprimido, pero sé que tengo que levantarme, recuperarme y ensayar. Y eso es una gran cosa.  

 

¿Se deprime a menudo, maestro?

Últimamente no tanto, pero cuando estaba más joven me afectaban más ciertas cosas. 

 

En 1973 se convirtió usted en el Director de Orquesta y Concertino de la Camerata Académica de Salzburgo, nada menos, con la que recorrió Europa e hizo giras por Suramérica, Australia y el Oriente. ¿Cómo fue la experiencia de vivir y tocar en la cuna de Bach?

Llegué allí porque yo tenía una mánager en Suiza, que me había arreglado unos conciertos y me hizo el contacto con la Camerata, que, casualmente, acababa de perder a su director y fundador, el gran investigador de Mozart Bernhard Paumgartner. Yo toqué el repertorio de tres conciertos de Mozart y entonces me preguntaron si estaría dispuesto a ser el director, el concertino y el solista, y yo, por supuesto, acepté encantado. Era una orquesta de cámara pequeña, de gente muy joven y unas niñas lindísimas y eso me llamó mucho la atención. 

 

¡Ah! ¿Surge allí el legendario Carlos Villa seductor?

(Risa). Sí, siempre he sido muy sensible a la belleza. Empezamos a hacer giras por Europa, Centro y Suramérica, pero por un error de Ismael Arensburg, mi mánager, no pudimos venir a Bogotá.

 

Ya en 1977 lo nombran director titular de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, que había sido fundada 10 años antes.

Fue el primer contacto que tuve con la Filarmónica. Acababa de renunciar su director, el maestro Jaime León, cartagenero, muy amigo mío, quien murió el año pasado. Era un gran compositor, concertista de piano, que había estado en la dirección musical del American Ballet Theater y la State Fair de Dallas.

Yo le dije que sólo había dirigido Orquesta de Cámara, y él me contestó mirándome a los ojos: “El músico es músico y puede hacer de todo. Te recomiendo que te lances”. Y acepté.

 

Si al mismo tiempo pertenecía a tres orquestas en Nueva York, ¿cómo hacía?

Sí, estaba en la Filarmónica de Brooklyn, en la Filarmónica de Westcherter y en la American Composer Orchestra. En la Filarmónica de Bogotá estuve tres años. Iba y venía. Eso se puede hacer porque las temporadas usualmente son en distintas épocas y se puede viajar. Ya después no podía dirigirla, pero Raúl García me invitaba a venir casi todos los años como Solista y Concertino invitado. Eso duró unos doce años porque Frank Preuss, que había sido primer violín por mucho tiempo, se retiró.

 

Luego pasaron varios años sin volver.

Sí, vine en 2013 porque recibí una llamada de David García, el hijo de Raúl, a quien acababan de nombrar Director Administrativo de la Filarmónica de Bogotá y me invitó a vincularme y a presenciar las audiciones de los músicos, porque en cuestión de días se había presentado una catarata de solicitudes. En solo instrumentos de viento se presentaron docenas y docenas de trompetistas y unas 100 violinistas.

 

¿Y de dónde salen tantos músicos en Colombia?

En los años 70 eso no existía. Me explicaron que las cosas cambiaron porque en Bogotá hay ahora once buenas universidades con facultades de música. Han venido muy buenos profesores de otras partes de Colombia y de otros países, lo cual ha elevado muchísimo el nivel. Hoy día hay muchachos de 16, 18 años que tocan conciertos de Tchaikovski y de Schostakóvich. Y ha habido un tremendo cambio en la pedagogía musical, que hoy tiene un nivel muy alto. A mí me interesa muchísimo trabajar aquí, donde doy muchas clases y estoy muy satisfecho con el interés de los muchachos por la música y por ver cómo usan las nuevas formas de comunicación, porque con sus computadores y nuevas tecnologías están enterados de las tendencias musicales en el mundo.

 

¿Tenemos grandes promesas entre esos músicos?

Claro. Hoy las cosas son a otro precio y pienso que Colombia ha ganado muchísimo en la formación de talentos.

 

Bueno, pero toda esa gente, obviamente, no cabe en la Filarmónica Juvenil. ¿Para dónde va el resto?

Existe la Orquesta Filarmónica grande, la de músicos profesionales, donde hay europeos, especialmente búlgaros y polacos. David García, inspirado por su amigo José Antonio Abreu, que ideó el Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, con más de 500.000 jóvenes y niños, decidió crear unas orquestas dependientes de la Filarmónica, que son: la Orquesta Juvenil, que dirijo yo; otra de Cámara, que dirige Federico Hoyos, un gran violinista que estudia en Moscú y en Alemania y que solo hace música de cámara del barroco. Está también la Orquesta Juvenil de Bandas, que dirige el maestro Cristancho y que es excelente.

 

¿Cómo fue la historia de su participación en la grabación de un par de canciones de Los Beatles?

Esas sí que fueron casualidades. Recién llegado a Londres estaba cenando solo en un restaurante, y una señora, que también estaba sola, se me acercó y me contó que era escritora y que había publicado un libro sobre el cual iban a hacer una película en Hollywood. Daba una fiesta en su casa y me invitó. Allí llegaron Paul McCartney y John Lennon y me dijeron que habían estado jugando con la idea de hacer una fusión de clásico con rock. Un par de años después, el violinista que iba a hacer esa grabación con ellos se enfermó y me llamaron. Toqué dos canciones, Eleanor Rigby y Sargent Pepper’s, de un álbum que se llama Sargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band. No tuve mucho contacto personal con ellos posteriormente, que desde luego terminaron convertidos en una leyenda porque, como se decía, eran más famosos que Jesucristo.

 

También ama usted el tango.

Sí, me gustan los tangos, sobre todo los de la Guardia Vieja, aunque he tenido mucho contacto con la música de Piazzola y he hecho varios arreglos de música clásica de tangos. Pero mi primer amor fue el tango tradicional, porque un amigo de mi papá, que viajó a Argentina, trajo varios discos y fue amor a primera vista. También me gusta mucho la música popular colombiana, especialmente la llanera.

 

El detalle de su fetiche de las medias es bien curioso. ¿Por qué razón cree que su violín suena mejor si las usa de color rojo?

Porque es verdad. Como cada uno de los siete colores del espectro tiene un largo de onda diferente, se me ocurrió que eso podría afectar el sonido. Hice experimentos hasta que sentí que con el rojo sonaba mejor el violín. No es agüero. Es científico y le aseguro que funciona. (Risa).

 

*Publicado en la edición impresa de octubre de 2016.