Sorprendentemente, la mayoría de las voces negras de la ópera son estadounidenses, estas son algunas de ellas. Fotos: Creative Commons.
Sorprendentemente, la mayoría de las voces negras de la ópera son estadounidenses, estas son algunas de ellas. Fotos: Creative Commons.
17 de Julio de 2023
Por:
Emilio Sanmiguel emiliosan1955@gmail.com

Sorprendentemente, todas las grandes voces negras de la ópera son estadounidenses.

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El color de la voz y las voces de color

HOY EN DÍA es inimaginable la ópera sin cantantes negras, pero durante los primeros siglos del género, lo difícil de ver habría sido su presencia. Se da por sentado que, como por arte de magia, apareció Marian Anderson en el siglo XX para derribar las barreras.

Pero las cosas no fueron así. La pionera fue Elizabeth Greenfield (1817 – 1876), estadounidense como todas las protagonistas de esta historia, apodada “el cisne negro” y esclava al nacer. Llegó al Metropolitan Hall de Nueva York en 1853. Cantaba Händel, Mozart, Rossini, Meyerbeer, Bellini y Donizetti. En el colmo de la audacia, creó su propia compañía de ópera hacia 1860.

Marie Selika Williams (1849 – 1937) fue la primera negra invitada a la Casa Blanca. Su carrera la llevó a Europa: cantó para la reina Victoria en el St. James Hall en 1883. Y en 1896, en el Carnegie Hall de Nueva York. Sissieretta Jones (1869 -1933) estudió en el New England Conservatory. Su debut neoyorquino ocurrió en 1888 en The Steinway Hall, y tres veces cantó en la Casa Blanca. En Europa, lo hizo en el Covent Garden de Londres y Dvořák la dirigió en Berlín. Actuó en Australia, India, África y Suramérica.

Camilla Williams (1919 – 2012) fue la primera en suscribir un contrato con la New York City Opera para cantar Madama Butterfly de Puccini en 1946. En 1954, se convirtió en la primera cantante negra en la Staatsoper de Viena. Y Mattiwilda Dobbs (1925 – 2015) fue la primera afroamericana en llegar a la Scala de Milán en 1955.

Ellas le allanaron el camino a Marian Anderson, primera en obtener reconocimiento internacional. Desde Elizabeth Greenfield, las crónicas llaman la atención sobre el particular carácter de la mayoría de estas voces. Con pocas excepciones, son instrumentos poderosísimos por su presencia, es decir, la contundencia del volumen. El rango central de la tesitura es de increíble seguridad y potencia, y casi siempre, cuando van al registro grave, lo oscurecen hasta dar la sensación de ser contraltos, la más grave de las voces femeninas. A veces doblegan el instrumento a su aire para ser sopranos, mezzosopranos o contraltos. Y, por lo general, sus voces son riquísimas en armónicos, lo que lleva a describirlas en términos instrumentales: el violonchelo, el clarinete y hasta el órgano. 

Marian Anderson, la primera 

En la creación del mito de Marian Anderson (1897 - 1993) está Toscanini, que dictó sentencia: “Una voz así se oye una en un siglo”. Y el racismo lo hizo también: en 1939, ya ovacionada en Europa, la organización conservadora Hijas de la Revolución impidió su presentación en el Constitution Hall de Washington, donde solo aceptaban músicos blancos. Vino el escándalo. La indignación llevó a Eleanor Roosevelt, primera dama de Estados Unidos, a renunciar a la institución y organizar un concierto de desagravio que congregó 75.000 espectadores en la plaza del monumento a Lincoln. En 1955 ocurrió su debut en la Metropolitan Opera House de Nueva York, como Ulrica del Baile de máscaras de Verdi; una aparición que llegó tarde en su carrera. Fue la primera cantante negra en llegar a la inicial casa de ópera de su país.

Leontyne Price, la gran diva 

Sobre la voz de Leontyne Price (Laurel, Mississippi, 1927) han corrido ríos de tinta y todo es verdad. Habría que decir que fue el arquetipo de las voces negras. El suyo se considera, junto a los de Rosa Ponselle y Montserrat Caballé, el más poderoso instrumento de soprano del siglo XX.

Debutó en 1955 con Tosca de Puccini, transmitida por la televisión, en medio de un soterrado escándalo. Su reputación adquirió dimensión internacional en 1958 cuando fue invitada por Von Karajan a la Staatsoper de Viena para cantar Aída, que se convirtió en su rol fetiche y, a su vez, en la interpretación de referencia de esta ópera.

Verdi fue su especialidad. Convertida en una de las más grandes cantantes de todos los tiempos regresó a su país para debutar, en 1961, en la Metropolitan: fue ovacionada durante 42 minutos. Su repertorio incluyó Mozart, Puccini y Strauss. Pero su reino estuvo en tierras verdianas. En 1985, con Aída, cuando su voz aún no acusaba fatiga, abandonó la escena. Su última aparición ocurrió en 2001 durante un concierto por el ataque de las torres gemelas. Es una leyenda.

Reri Grist, una excepción 

Nadie pensaría, al oír su voz ligerísima de lírico d’agilità —o “soubrette”, como dicen los franceses— que Reri Grist (Nueva York, 1932) sea negra. Probablemente, de todas, la menos famosa, pero su carrera fue exitosísima en Europa. Fue la primera en llegar a Salzburgo, la meca mozartiana, como protegida de Karl Böhm.

Curiosamente, esta experta en roles mozartianos, del bel canto y de algunos personajes de Strauss, se inició en Broadway; cantó en el estreno de West Side Story de Bernstein, quien la lanzó al estrellato en la Sinfonía n°4 de Mahler. Su larga carrera, más que triunfal, inspiraba respeto por su escrupulosa ética musical. Se retiró en 1991 para dedicarse a la docencia en la Hochschule für Musik de Múnich.

Verrett, Arroyo y Bumbry: La época de Oro 

Aunque enfrentaron el racismo, Shirley Verrett (New Orleans, 1931 – Ann Arbor, 2010), Martina Arroyo (Nueva York, 1936) y Grace Bumbry (Saint Louis, Missouri, 1937 – Viena, 2023) fueron las beneficiadas del trabajo de las pioneras de este relato. Unas cosas las unen, otras las diferencian. Vocalmente, de todas, quien poseyó el instrumento más característico de la voz negra fue Bumbry, seguida de Verrett y, en menor grado, Arroyo. Pero tenían voces de infinita belleza. Las tres fueron verdianas reconocidas.

Bumbry fue la primera en llegar a la Ópera de París y, al año siguiente, 1961, la primera en Bayreuth, templo wagneriano por excelencia, para cantar como Venus de Tannhäuser. Estaba invitada por Wieland, el nieto de Wagner, y el escándalo generado por su presencia allí fue su pasaporte a la fama. Cuando le dio la gana, se convirtió en soprano y por igual cantaba en ese registro o como mezzosoprano.

A Shirley Verrett (foto), mezzosoprano, por su magnetismo, la llamaron “la Callas negra”. Como cantante era refinadísima y se desempeñaba con proverbial autoridad en la ópera francesa e italiana. Como Bumbry, quien también era soprano a su antojo. Martina Arroyo fue figura frecuente de la Ópera de Colombia en la década de 1970 y principios de los ochenta. Venía por unos honorarios ínfimos porque le gustaba cantar aquí. Era versátil, de un refinamiento extremo, audaz en la escogencia de su repertorio, pero verdiana de casta.

Norman y Battle: Divas a la máxima potencia 

Jessye Norman (Augusta, Georgia, 1845 – Nueva York, 2019) y su gran amiga Kathleen Battle (Portsmouth, Ohio, 1948) últimas representantes de esta edad de oro de las voces negras, lograron lo que ninguna de sus antecesoras: redefinir el rol de la diva. Fueron difíciles. Battle, más que ninguna otra, pasó a la historia como la soprano más caprichosa de todos los tiempos, a punto de arruinar su carrera y terminar proscrita de los grandes teatros. Norman y Battle fueron, vocalmente hablando, fabulosas.

El instrumento de Norman (foto) fue espectacular y muy representativo de las voces negras: una verdadera catedral instrumental. Por igual, deslumbró en las salas de concierto que en la escena. En la ópera fue exquisita y selectiva en su repertorio: Wagner, Strauss, Berlioz, Stravinsky, Bartók y algo de Verdi. Visitó Bogotá dos veces: al inicio y al final de su carrera.

La voz de Battle, lírico d’agilità, podía enloquecer al público: fue una gran belcantista y escribió capítulos legendarios con personajes de Strauss. Cuando sus caprichos llegaron a lo inadmisible fue despedida de la Metropolitan y su carrera, en cuestión de semanas, se oscureció. Fue, tristemente, la encargada de cerrar este capítulo de la historia del canto.


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