Cinco capítulos en Estados Unidos
NO SE TRATA DE hacer, ni de cerca, una síntesis de la historia de la música “clásica” en los Estados Unidos. Es difícil, pues es casi imposible establecer una linealidad, como se puede con la música italiana, alemana, francesa o rusa. Su música es ecléctica, producto del sincretismo entre tendencias, mezcla de manifestaciones locales y tradición europea.
Claro, como expresión trascendental de los seres humanos, es reflejo de la realidad y su historia. Obviamente, se practicaba desde siempre y había sensibilidad por ella. De eso se dio cuenta Phineas Taylor Barnum, un empresario de espectáculos a quien se le ocurrió llevar en 1850 a Jenny Lind (1820 – 1887), “el ruiseñor sueco”, una cantante de ópera cuya fama y moralismo habían saltado el Atlántico. La promocionó como una especie de santa que cantaba; organizó la gira con tal astucia que 40.000 personas salieron a recibirla al puerto de Nueva York. Lind no decepcionó, la gira se prolongó casi por dos años y las ganancias fueron millonarias. Quedó sobre la mesa la certeza de que para la gran música había un terreno fértil y mucho dinero en Estados Unidos.
I: TRAS LA GUERRA DE SECESIÓN
Después de que, en 1865, terminó la Guerra de Secesión entre los Estados del norte y los del sur, la música vivió un momento de furor que se manifestó en la fundación de los conservatorios de Boston, Chicago y Cincinnati, así como los auditorios de esas mismas ciudades, la Metropolitan Opera y el Carnegie Hall de Nueva York, y las orquestas de Boston, Philadelphia, Minneapolis y Nueva York.
Estados Unidos era una suerte de colonia musical alemana y sus artistas se formaban en la tradición de Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms y Wagner. Todo empezó a cambiar con la llegada, en 1892, de Antonín Dvořák, el compositor nacionalista de Bohemia, para dirigir por tres años el Conservatorio de Nueva York: un alumno negro, Harry Thacker Burleigh, le reveló los spirituals. Dvořák introdujo esas melodías en su Sinfonía del Nuevo Mundo, que tuvo repercusión internacional e inspiró a los norteamericanos para incluirlas en sus obras.
Así, a finales del siglo, surgió la música del más importante de los compositores de esa época: Edward MacDowell (1861 – 1908) que empezó a fusionar lo europeo con lo autóctono. Paralelamente, no hay que dejar pasar inadvertido a Scott Joplin (1868 – 1917), un pianista negro, decisivo en el desarrollo del ragtime, donde está una de las raíces del futuro jazz. Tampoco a Amy Beach (1867 – 1944), compositora y pianista de renombre internacional.
II: DESPUÉS DE LA GRAN GUERRA
Charles Ives (1874 – 1954) fue el encargado de la liberación de la dependencia alemana. Es cierto que Estados Unidos no ha producido un compositor de la talla de Mozart, Beethoven o Bach, pero, si alguno merece el calificativo de genio, es él. Su obra se relaciona íntimamente con la corriente filosófica del trascendentalismo, su audacia resulta inusitada y su trabajo no se puede encasillar en ninguna corriente: superpone melodías, lleva el contrapunto a niveles extremos, sabe recurrir a la música tradicional y se permite citas de obras universales. No tiene el menor temor de experimentar y lleva su obra a estadios fabulosos de fantasía. Es polirrítmico, puede ser explosivo o íntimo. Si hubiera que escoger tres obras suyas, serían su Sinfonía n.o4, La pregunta sin respuesta y la Sonata Concord. Fue un desconocido para sus contemporáneos, por la audacia y dificultad de su música. En 1918, por salud, cesó su actividad creadora. Su “verdadera” ocupación era la de corredor de seguros.
III: LOS AÑOS 20
Son muchos los nombres de los compositores activos durante “los años locos”, cuando se vivió la primera popularización del Jazz. Aún Ives era desconocido. Quien mejor ilustra este momento es George Gershwin (1898 – 1937), que primero se impuso como creador de canciones —The man I love, Funny face— cuya popularidad llega hasta nuestros días. Tomó al mundo por sorpresa cuando fusionó el Jazz con la música culta en la Rhapsody in blue de 1924; luego, vino su Concierto para piano y orquesta, Un americano en París de 1928 y el puntillazo definitivo: Porgy and Bess, ópera de 1935. Lo que logró Gershwin fue de importancia histórica: hizo de la música negra una dama honorable.
IV: LA GRAN DEPRESIÓN
El martes negro, 29 de octubre de 1929, cayó la bolsa de Nueva York y vino una crisis que se propagó por todo el mundo y pasó cuenta de cobro a la música. Los compositores optaron por un lenguaje sencillo que se nutrió de cierto populismo. Quien mejor interpretó ese sentimiento fue Aaron Copland (1900 – 1990) con sus obras más emblemáticas: el Salón México (1936), los ballets: Billy the Kid (1938) y Rodeo (1942), y Primavera en los Apalaches (1944). Todos son trabajos de indudable refinamiento, divinamente orquestados, y calaron en el gusto del público: él supo interpretar la situación que coronó con su Retrato de Lincoln.
Esos años, previos a la II Guerra, vieron la llegada a Estados Unidos de algunas de las grandes personalidades de la música europea en calidad de exilados: Arnold Schoenberg en 1933, Kurt Weill en 1935, Igor Stravinski en 1939, Paul Hindemith, Béla Bartók y Darius Milhaud, en 1940 y Bohuslav Martinu al año siguiente, entre otros. Eso modificó las reglas del juego: ya no era necesario ir a Europa, porque la intelligentsia musical se instaló en el país.
V: LA POSGUERRA
El periodo que siguió a la II Guerra mundial es complejo: la Guerra fría, la “Cacería de brujas” del senador Joseph McCarthy, el racismo, Vietnam, y finalmente, para no extenderse demasiado, el surgimiento de los movimientos juveniles del desencanto, agrupados como hippismo. Además de una nueva edad dorada para el Jazz, la tradición se fundió con las corrientes de los europeos vanguardistas y muchos de ellos se nacionalizaron.
Resulta imposible hacer, siquiera, un listado más o menos serio de los maestros de una época que llega hasta nuestros días, pero en medio de ese panorama, más ecléctico que en el pasado, seguramente quien mejor representa la música de Estados Unidos tras la guerra, es John Cage (1912 – 1992). Debe ser el compositor más revolucionario e influyente desde Ives: por encima de cualquier consideración, un experimentalista, inventor del piano preparado (introduce tornillos, plásticos, trozos de madera en la caja del instrumento para llevar al límite su timbre), algunas de sus partituras sugieren la interpretación al azar, prescinde de la expresividad y otorga libertad sin precedentes al intérprete. Finalmente, logra lo inimaginable cuando concibe —difícil decir que compone— su obra más famosa: 4’33” para cualquier instrumento: el intérprete se instala frente al público, pero no toca durante ese lapso, puesto que se trata de “oír” el silencio.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde la legendaria llegada de Jenny Lind a Nueva York en 1850.