Rescatar a un niño del desierto
L 10 DE JUNIO de 1999, los padres de Javier Zamora recogieron a su hijo en Tucson, Arizona. Él tenía nueve años. Había salido a mediados de abril de su casa en La Herradura, un pueblo costero de El Salvador, donde vivía con sus abuelos y una de sus tías. Durante once semanas, su familia solo se enteró de que estaba vivo cuando lo llamaban las personas encargadas de su viaje, los “polleros”, para pedir dinero. Mientras tanto, él estuvo en buses, casas, moteles, cruzó la frontera entre Guatemala y México en una precaria lancha llena de personas por el océano Pacífico y pasó, junto a tres compañeros de viaje, días enteros sin agua ni comida en medio del desierto de Sonora.
La migración, una experiencia desgarradora para un adulto, adquiere, para un niño que viaja “solito”, una dimensión que Javier decidió rescatar a través de la escritura.
Javier creció con sus papás en San Rafael, justo al norte de San Francisco, en California. Allí enterró su experiencia en lo más profundo de su memoria hasta que, décadas después, decidió recordar. Solito fue el resultado: una novela escrita con la voz de un niño de nueve años que cuenta, en una especie de diario, qué se siente irse hasta “la USA” en esas condiciones.
¿Cuándo comenzó a interesarse en el universo de la literatura y la escritura?
Creo que todo se debe a la vida de un tío mío. Se llamaba Israel Zamora y me lo desaparecieron en 1980, en El Salvador, durante la Guerra Civil, cuando mi papá tenía 10 años. ¡He escuchado tantas historias sobre mi tío Israel! Como a mí no me gustaba leer los libros de la escuela, me decían que mi tío se había leído todos, todititos los libros de La Herradura, y que cuando acabó, se trepaba al bus para ir a otra ciudad, donde había una biblioteca, para leerse todos esos libros también. Mi tío Israel era izquierdista y fue como la figura paterna de mi papá.
Él le escribía cartas a su novia, también de izquierda y a quien igualmente desaparecieron. Cuando yo llegué a California, mi papá, que es un superfan de García Márquez, me regaló una versión de Crónicas de una muerte anunciada en inglés. Él tenía otra en español, entonces me hacía encontrar una palabra en los dos idiomas para que aprendiera. Él leía conmigo para que aprendiera más rápido; y sí, aprendí bien rápido.
¿En qué momento vio la posibilidad de convertirse en escritor?
Cuando cumplí 16 o 17 años, yo era un niño sin papeles y migrante, pero estaba en el nivel más alto de asimilación: si te encontrabas conmigo en la calle y me preguntabas por una dirección en español, yo te respondía: “I can’t speak Spanish” [No hablo español], entonces mi mamá me regaló un libro de Pablo Neruda. Creo que fue gracias a los libros —a mi papá, que me daba para leer los del Che Guevara, y a mi mamá, que me mostraba poesía— que eventualmente busqué en Google “poetas salvadoreños” y me salió Roque Dalton. Ahí dije: “¡Nosotros también hemos contribuido a la literatura internacional!”. En la escuela solo me ponían a leer Walt Whitman o Shakespeare, gringos muertos que a mí me parecían muy aburridos. Pero con Roque Dalton comencé a confiar en mí mismo. Así se me abrió este camino.
¿Cómo maneja la tensión entre esos referentes literarios y su escritura, que es en inglés?
Estas tensiones del lenguaje ocurren incluso en el mismo idioma: mi familia en El Salvador es rural y por eso mi salvadoreño es muy diferente del que se habla en la capital. Yo tengo uno de calle, pero cuando he ido a mi país a platicar, por ejemplo, a un museo, todos los de la “high” se me quedan viendo: ¿por qué este está hablando aquí? Esos code switching [cambios de código] ocurren todo el tiempo, pero son más obvios entre dos idiomas. Yo soy una mezcla: ese salvadoreño caliche, de calle, con un inglés con el que he llegado a tener una maestría y un posdoctorado de Harvard. ¿En qué mundo convive el lenguaje de Harvard con un salvadoreño de un pueblito costeño? Esto se me ha hecho difícil, porque no me siento bien solo en Harvard o solo en La Herradura, pero sí me siento bien con lo que soy. Esa es la experiencia de la migración.
Hablemos de Solito. Me llamó la atención que el libro está escrito con el lenguaje de un niño, tiene una voz infantil. ¿Fue difícil lograrla?
No se me hizo tan difícil. Mi cerebro congeló esos recuerdos en mi mente: ese niño de nueve años está atrapado aquí, siempre lo ha estado y siempre lo va a estar. Para decírtelo de otra forma, a mí la niñez se me acabó ese 6 de abril en el que yo me fui de mi casa, pero se quedó atrapada. Estamos hablando del trauma.
Es una voz que, a pesar de narrar escenas impactantes, no juzga.
Si esta historia la hubiera contado Carla, la niña de 12 años que cruzó con su mamá, Patricia, con el Chino y conmigo, el libro no se habría leído igual. Un niño de sexto o de séptimo grado tiene otros mecanismos, pero cuando yo salí de mi casa todavía veía el mundo de una manera muy inocente: yo solo quería estar con mis papás. Irónicamente, a veces pienso que fue justo por eso que nosotros sobrevivimos: yo, a mis nueve años, jamás pensé que no iba a llegar a verlos, ese pensamiento nunca se me cruzó. Y es esa naïvité infantil, que casi llega a una estupidez, la que nos dio esperanza. En ese grupo, en medio del desierto, todos teníamos un rol, y mi rol de niño era el de ser como el keeper [guardián] de la esperanza.
El mundo está en un momento en el que la migración es un tema de debate político. ¿Qué ofrece Solito para enfrentarse a ese contexto?
Una de las cosas más difíciles que me pasó cuando empecé a escribir Solito fue que mi historia podía interesarle a alguien. Creo que, a países como Estados Unidos, aunque también está ocurriendo en Europa, se les olvida que nosotros existimos: llevan décadas en las que nos tratan como si no fuéramos humanos. La literatura escrita por nosotros, los inmigrantes, trata de mostrar precisamente eso. Ahora, creo que, en cualquier contexto, nuestro deber es soñar un mundo que todavía no existe: eso es lo que hace un escritor o un artista, es lo que hicieron Roque Dalton, Neruda o García Márquez. A todos se nos olvida que los países no existían antes del siglo XVIII y hoy, en 2024, estamos viendo los límites de esa idea: las fronteras no funcionan y el rol de nosotros, los escritores, es soñar y tratar de proponer una solución. Ahorita solo me lo estoy preguntando, pero sé que sé que la respuesta correcta no necesita fronteras.
En 2017 publicó Unaccompanied, su primera obra. ¿Qué significa ese libro para usted?
Hoy, a mis 34 años, veo ese libro de poemas como la única herramienta que tuve para entenderme a mí mismo y responder a una pregunta que siempre he tenido: ¿por qué estoy aquí, en este país? ¿Por qué me sucedió lo que me sucedió? ¿Por qué mis papás huyeron? En ese entonces, no tenía una terapista profesional que me ayudara a entender las cosas: Unaccompanied tiene 88 páginas y de las tres personas con las que crucé la frontera —Patricia, Carla y el Chino— solo está el Chino, y aparece en dos páginas. Estaba en la punta del iceberg, no estaba listo para entrar al agua y ver la grandeza del drama y el trauma que me causó esa experiencia. Pero esos poemas también me ayudaron a entender la guerra y por qué mis papás estaban aquí, que es la respuesta a la pregunta de por qué yo también estoy aquí: por lo que el gobierno americano hizo en Centroamérica.
Por otro lado, cuando en 2017 se publicó Unaccompanied, yo todavía no tenía una Green Card; en cambio, con Solito ya tenía un estatus legal. No creo que Solito hubiera podido existir sin que yo tuviera papeles. Procesar escenas traumáticas es prácticamente imposible cuando en tu mundo presente solo puedes pensar en que eres un indocumentado.
¿Se necesita un espacio seguro para recordar?
Es que recordar es un privilegio.