Escribir y pedalear
EL MARTES 17 DE JULIO de 1984, un día después de que Lucho Herrera ganó la etapa del Alpe d’Huez, el primer gran triunfo internacional para la historia del ciclismo colombiano, Ricardo Silva Romero vio cómo el Jardinerito perdió 19 minutos. Él, a sus nueve años, era totalmente leal y se resistía a creer que Lucho no fuera a ganarlo todo. Esa misma lealtad lleva a este escritor a defender a capa y espada a sus autores y directores de cine favoritos. Y es por esa lealtad —que para muchos sería fanatismo— que el único autógrafo que guarda es precisamente el de Lucho Herrera, el que le consiguió su mamá unos años después, cuando el ciclista ganó la Vuelta a España de 1987.
La historia del triunfo de Herrera en el Alpe d’Huez había estado durante muchos años en el tintero de Silva. Varios libros se habían interpuesto a la publicación de esta novela, que fue investigada y escrita en 2018: en esa época, Silva y Carolina, su esposa y editora, pasaron tardes enteras en la hemeroteca de la biblioteca Luis Ángel Arango leyendo la prensa de los ochenta, crónicas deportivas y revisando la publicidad y las noticias de este país, que, como era habitual, atravesaba una cruda época de violencia. Para contar esta etapa, Silva decidió recurrir a dos personajes de Autogol, su novela sobre el Mundial de 1994 y el asesinato de Andrés Escobar: los comentaristas radiales Pepe “el Almirante” Calderón e Ismael “el Aristócrata” Monroy, quienes pasan más tiempo juntos que con sus esposas. El diálogo entre ellos genera todo tipo de situaciones: humor, tensión, malentendidos, al igual que sucede en un matrimonio en crisis que solo puede salvar la victoria de un ciclista. Esto puede ser un claro guiño al país, ya que, según Silva, “el principal problema que tiene Colombia es la falta de comunicación”.
En este relato se retoman, a manera de precuela, dos personajes presentes en otra novela de Silva: Autogol (Alfaguara, 2009).
En este libro se nota que usted tiene una relación personal con el ciclismo. Háblenos sobre eso.
Los años ochenta fueron una época en la que los niños podían ir en bicicleta por la calle, en un barrio con carros y todo. La bicicleta me hizo muy feliz, junto con el fútbol, y hubo un momento en que los ciclistas colombianos empezaron a ir a las carreras europeas. Mi hermano y yo empezamos a tener bicicletas de carreras, con su respectivo uniforme de Café de Colombia, los guantes... Salió incluso un álbum Panini que todavía tengo. Ya luego monté mucho y lo hacía con aspiraciones de hacerlo bien. Incluso, tuve un resurgir de la bicicleta cuando iba a cumplir treinta y sentí que estaba viejo: hacía viajes largos y lo disfruté mucho. Fue cuando la revista SoHo me acolitó hacer entrevistas con Lucho Herrera y con Nairo Quintana.
Este libro tiene una gran investigación sobre ciclismo, pero hay también un aspecto estético: hay una posición frente a ese lenguaje característico del periodismo deportivo.
Yo he entendido la escritura literaria como una especie de vaivén entre lo oral y lo escrito, entre los lugares comunes y lo literario, o entre lo popular y lo literario, si se quiere. Vivo muy cómodo con ese juego entre las palabras de todos los días y las palabras que uno descubre, o con esa combinación de palabras que sirven de atajo para entender una emoción o una sospecha. Creo que hubo un punto en el que lo literario se asemejó a lo oculto e incluso a lo minoritario, a lo intelectual, pero desde mi punto de vista —y esto es una idea que dice Billy Wilder, el director de cine— entre más ligero y vulgar sea el arte, es más cercano a la vida. Hay que librar un pulso entre lo más cotidiano y lo más elaborado, eso a mí me fascina.
Ese pulso se ve justamente en Pepe y el Aristócrata, dos personajes que ya habíamos conocido en Autogol. ¿Cómo fue revivirlos para este libro, que funciona como una especie de precuela?
Me parece chévere la idea de precuela, porque lleva el libro al mundo de las películas y las series, que son para todo el mundo, no solo para iniciados. El arte también tiene esa vocación: ser ligero, divertir, fascinar. Para mí fue divertido revisar los personajes: yo quise pensar en quiénes eran ellos cuando eran un poco menos gordos, cuando no eran cincuentones, sino cuarentones, y tenían los problemas de los cuarentones. Pepe y Monroy están más vitales en el Alpe d’Huez que en el Mundial del 94, y están pasando por un momento de crisis en esa especie de matrimonio que tienen... A mí me fascina una comedia de Neil Simon que se llama Una extraña pareja: son dos amigos que se divorcian al tiempo y se van a vivir juntos, pero empiezan a portarse como si estuvieran casados: uno está obsesionado con la limpieza y el otro es descuidado y solo quiere hacer partidos de póker. Creo que es una manera inteligente de hablar de la vida en pareja. En cierto modo, esta novela es también la historia de una crisis matrimonial superada.
¿Cómo fue meterse en la cabeza y el cuerpo de los ciclistas que fueron protagonistas en esa etapa? Están Fignon, Hinault, el mismo Lucho Herrera...
Hay recursos. Todos esos tipos han escrito memorias, hay entrevistas en todas partes. Yo no tengo ninguna vergüenza en mirarles la carta astral para ver cosas que no se encuentran a simple vista y tener claves sobre sus miedos... En mi cabeza de escritor hay una cantidad de libros, datos, conversaciones con un montón de amigos que saben mucho de ciclismo.
Y sí, también recuerdos de estar sobre la bicicleta y sentir el cansancio. Ya en un nivel muy personal eso resulta interesante: la lucha de uno mismo contra su cuerpo y de todo lo que pasa por la mente.
Hay un ciclista que merece una pregunta aparte: Manfred Zondervan. Un gregario holandés, que es un personaje de la ficción. ¿Por qué no recurrió a un gregario real, de la época?
Era una oportunidad para la novela. Tenía que haber un ciclista de ficción para mover la carrera. A mí me impresionan las dificultades que tiene el cine para entrar en el deporte, porque no es fácil meterse en el cuerpo de los deportistas; siento que la literatura tiene la ventaja de poder meterse en el cuerpo de cada personaje y buscar a fondo lo que se vive allí. Por otro lado, vivimos en un mundo en el que uno ve muy pronto el mensaje de que la vida no tiene sentido si uno no gana y una etapa en el Alpe d’Huez es la alegoría más fuerte sobre eso. A mí me parece extraordinario que haya gente que le encuentre sentido a ser un gregario y esa idea yo he podido entenderla por el hecho de tener una familia, de servirle a la familia. Yo estaba muy sintonizado con esto de encontrar la satisfacción y el triunfo en hacer el trabajo cotidiano, en llevar una rutina, ir al mercado, hacer el almuerzo... Hay una belleza en que gane otro.
Finalmente, quisiera preguntarle por el narrador de esta novela. Hay un punto donde Pepe y Monroy le dan paso a una voz diferente, una que toma partido y hace conexiones con la justicia, el sufrimiento, la identidad nacional. ¿Esa es su voz?
El tema del narrador me fascina. Todos los libros que he escrito toman una carta en el asunto. Tiene algo de semejante a cuando se rompe la cuarta pared en el teatro o en el cine. Hay un punto en el que me gusta decirle al lector: “Llevamos 200 páginas, no finjamos que usted no me conoce”. Me gusta jugar con eso sin dañar la acción. Creo que es reconocer que una novela es una conversación entre dos personas.
¿Le gustaría añadir algo más?
Solo que este libro, quizás con Autogol, son los más felices de mi vida. Autogol siempre me hace pensar en que tengo la esposa que tengo, porque ella fue mi editora, y Alpe d’Huez es una renovación de votos con esta vida, que ha sido una fortuna. Uno ha sido educado en el mundo de la cultura para ser reticente a la hora de ofrecer lo que hace, pero yo siento que podría poner un puesto en el mercado de las pulgas con torres de este libro y ofrecerlo con mucha alegría.