El deseo de Alicia
PIDE UN DESEO, dijo su abuela.
Quiero ser un pájaro, respondió Alicia cerrando los ojos y soplando el número siete.
¿Un pájaro? Pensé que querías una Barbie, dijo la mamá.
Nunca había visto una vela de chocolate, dijo la abuela.
Ni yo una niña que pidiera ser un pájaro de cumpleaños, dijo la mamá.
Alicia abrió los ojos y una sonrisa se expandió por su carita blanca. Sus labios eran jugosos y rojos como fresas maduras, y sus ojos negros, enormes, bajo unas inmensas pestañas de camello.
¿Para qué quieres convertirte en pájaro? Preguntó la abuela.
Para volar.
¿Te acuerdas que en Semana Santa volamos en avión? Preguntó la mamá.
No es lo mismo, respondió Alicia, mientras su mamá comenzaba a partir el pastel que habían preparado juntas.
¿Y para qué quieres volar? Preguntó la mamá, pensativa, terminando su rebanada de pastel.
Alicia miró sus zapatos. Miraba sus zapatos cuando no quería contestar. Sus pies no habían crecido gran cosa, pero su mamá le había comprado unos zapatones gigantes: “para que te duren”, le había dicho.
Ali, ¿para qué quieres volar? Insistió su mamá.
Para....
Lo único que Alicia sabía de su papá era que vivía al otro lado del océano. Lo había visto algunas veces en la pantalla, pensaba que ambos tenían las mismas pestañas. Las pestañas y el color de piel, porque su mamá y su abuela eran del color de la canela en rama. Ella, en cambio,
era del color de la leche, como su papá. Ali sabía que había llegado a este lado del océano en la barriga de su mamá. Habían venido en avión. Ninguna sabía volar.
Había nacido en Bogotá, entre el esmog y la niebla, oyendo llover para conciliar el sueño. Había aprendido a saltar charcos poco después de dar sus primeros pasos. Su impermeable amarillo no solo la resguardaba del viento y la lluvia, también era su capa de heroína. Alicia había escuchado hablar del mar como quien oye hablar de las brujas. Nunca lo había visto, pero imaginaba que existía.
Ni su mamá ni su abuela hablaban de su papá. Ella tampoco. A veces le decían, Alicia, saluda a tu papá, y aparecía una sonrisa bigotuda en la pantalla. Cinco minutos, diez, hasta quince. Nada más. Eso era todo cuanto tenía de él.
En una de esas ocasiones, su papá había dicho: Quisiera ser un pájaro, así podría volar hasta ti.
Eso había sido unos días atrás. Desde entonces a Alicia se le había ocurrido la idea: ¿Y si pedía ese deseo el día de su cumpleaños? ¿No decían que lo que uno pide en esa fecha se le cumple?
La abuela y la mamá conversaban. Hablaban de cuentas pendientes, de deudas, de intereses. Fue entonces cuando su mamá dijo:
Conseguí trabajo. Comienzo el lunes próximo. Desde ahora, ya no tendrás que ayudarme más con los gastos.
La abuela la felicitó, mientras se servía una segunda tajada de pastel. Le decía a la mamá que debía comer mejor, estaba muy delgada. La mamá, en cambio, le respondía que no, por el contrario, había comenzado a engordar. Alicia, ensimismada, se preguntaba cuánto tiempo podría volar un pájaro sin caerse.
Abuela, dime nombres de pájaros.
Alondra, ruiseñor, turpial, lechuza, gallina, cisne, gavilán.
No tienen nada que ver unos con otros, dijo la mamá. ¿Cómo una gallina, un colibrí y un cóndor pueden ser de la misma especie?
Si has visto a un pájaro no los has visto a todos, dijo la abuela. ¿Sabías que hay aves que duermen mientras vuelan?
Eso es un poco lo que hacemos cuando soñamos, dijo la mamá.
¿El qué? Preguntó la abuela.
Volar, los humanos lo hacemos mientras dormimos, añadió la mamá.
Alicia elevó sus brazos a los costados de su cuerpo y los batió como si fuesen un par de alas.
"Alicia parecía ofuscada: Me hacen falta unas alas, concluyó".
Fíjate nena que a tu abuela también le han interesado los pájaros. Algunos lloran, otros gruñen, incluso los hay que maúllan. Y no faltan los que cantan como tenores.
O como contraltos.
¿Sabías que el mielero cejinegro canta diez horas al día? Preguntó la abuela.
Como si fuese una jornada en la oficina, dijo la mamá risueña. ¿Ahora sí vas a decirme, Ali, para qué quieres convertirte en pájaro?
Te lo digo, pero primero abrimos los regalos.
"Y se durmió la pequeña con sus pestañas de camello tumbadas hacia abajo como la cola de un pavo real en reposo".
Un trompo, un tutú de ballet y un conejo de peluche después, la mamá volvió a preguntar: ¿Ahora sí me dirás para qué quieres ser un pájaro?
No sé explicar.
Entonces dime: ¿te gustaría ser un flamenco?
¿Vuelan los flamencos?
No.
Entonces no.
¿Hasta dónde quieres llegar? Hasta el otro lado del océano.
Eso está muy lejos, dijo la mamá. Está muy lejos, y además me temo que no hay pájaros que cambien de continente, dijo la abuela.
¿Ninguno?
No estoy segura, nena.
La mirada de Alicia se ensombreció de golpe. Entonces su mamá sacó un último paquete que tenía escondido: Toma mi amor, faltaba este.
Alicia lo abrió sin mucho entusiasmo. Era una Barbie. ¿Estás contenta? ¿O aún te falta ser un pájaro?
Hija, dijo la abuela, yo creo que es otra cosa lo que le falta a la niña: ¿Alicia, cuéntame qué te gusta tanto de los pájaros?
Tienen plumas, pueden pasar días en el aire y viajar a donde quieran.
Nosotros también, mi cielo, pero en un avión, dijo su mamá.
Alicia parecía ofuscada: Me hacen falta unas alas, concluyó.
Las alas ya te están creciendo niña, casi puedo verlas, dijo su mamá. Mentira, dijo Alicia enfurruñada.
Es cierto lo que dice mamá, las alas te crecen en el alma, dijo la abuela. Y ese proceso empieza justito a los siete años.
Pero es que yo no quiero unas alas de mentiras, ¡quiero unas alas para volar hasta España, a ver a mi papá!
Luego de decir esto, Alicia se levantó de su puesto, y se retiró a su habitación en silencio con sus regalos entre sus brazos como si fuesen sus crías.
Mientras la abuela y la mamá discutían en el salón, Alicia se asomó a la ventana de su cuarto. Afuera llovía. Y como llovía, no estaban en las ramas del roble el pájaro rojito con cara de bravucón, tampoco la flacucha de patas largas y pico corto, ni aquella verde brillante que se sentaba junto a su enamorado a cuchichear. Alicia pensaba en lo injusto que le resultaba ser del tamaño de una mano y aun así poder viajar tan lejos como quisieran. La libertad de las aves nada tenía que ver con su tamaño. ¿O es que acaso a ellas les venían con ese cuento de “cuando seas mayor podrás ir a donde quieras”?
Algunas eran más pequeñas que sus zapatones de payasa y ya podían volar por el mundo a su aire. Alicia bautizó a su Barbie “Voladora”, como el vaticinio de que esa rubia perfecta y miniatura podría volar a cualquier lugar. La dejó caer tantas veces como pudo, en un intento por enseñarle a volar. Al cabo de un rato, cuando comenzaba a caer la noche, paró por fin de llover. Dos pichoncitos se arruncharon a conversar en su idioma celeste, mientras Alicia se dejaba caer en un sueño tibio como el trinar de una bandada de periquitos. Alicia soñó con un mirlo, con una gaviota, un albatros que la miraba a los ojos. Y así se durmió la niña, mientras la noche caía sobre ella con sus plumas brillantes.
Y se durmió la pequeña con sus pestañas de camello tumbadas hacia abajo como la cola de un pavo real en reposo. Desentendida la niña de lo que habría de llegar, de la anunciación de un viaje que en ese momento pactaban su mamá, su abuela y su papá, a miles de kilómetros de distancia, Alicia se entregó a su fantasía más profunda. En su sueño, ella fue una garza blanca lista para emprender el vuelo con sus patas bien firmes sobre un humedal de agua dulce. Al despertar, era una niña otra vez, una niña en los brazos de su papá escuchando el canto frenético de las aves, como en medio de un carnaval.
* El más reciente libro de esta escritora y columnista vallecaucana es Mamá, ¿ya se acabó el coronavirus? (Planeta, 2020).