17 de octubre del 2024
Ilustraciones: Olga Lucía Aldana
8 de Mayo de 2012
Por:

Muchos países reaccionan contra la ola de nombres extravagantes, ridículos o que suscitan burla y rechazo. Colombia debería hacerlo.

Por Daniel Samper Pizano

¿Es hora de prohibir los nombres absurdos?

Cualquiera que repase el fútbol inglés verá que está salpicado de nombres españoles: Fernando, Daniel, David, Oriol, Miguel, Alberto, Marcos, Rubén, Javier, Ángel, Carlos, José, Pablo, Luciano, Jonás, Gerardo, Mauro, Maximiliano, Julio…

En cambio, si le echa una mirada al campeonato colombiano pensará que se trasladó a las islas británicas: Alexis, Milton, Hamilton, Haider, Edwin, Donald, Wilson, Edward, Ayron, John, Jefferson, Jimmy, Frank, Macnelly, Anthony, Freddy, Robin, Elvis, Eric, Jonathan, Henry, Anderson, Leiton, Danny…
También campean por nuestras canchas de balompié otros valientes atletas cuyos nombres son una extraña mezcla de fonética criolla y onomástica ultramarina, como Yilmar, Yulián, Fáiner, Néider, Yaír, Danovis, Yimmy, Cléider, Jonny, Bréiner, Helibelton, Yerson…
Yo no sé con exactitud en qué momento empezaron a aparecer los nombres extranjeros o extraños en el fútbol nacional. Me atrevería a decir que todo empezó con el inolvidable Willington Ortiz, hace casi medio siglo. Pero no. El fútbol no inventa hechos sociales, sino que los reproduce. Cuando Willington nació el 16 de marzo de 1952 en Tumaco, ya había empezado la tendencia. La prueba es que para entonces en Antioquia y el Viejo Caldas ya eran una institución los John Jairos y hacían carrera William Fadul, William Jaramillo y Douglas Botero.

Lo que nos dejó la guerra

Lo más probable es que la lluvia de nombres foráneos que se descargó sobre el mundo durante la II Guerra Mundial hubiera influido. Todos los días aparecían noticias sobre un tal Winston Churchill, un tal Dwight Eisenhower, un tal Douglas McArthur, un tal George Patton, un tal Harry Truman, un tal Franklin Delano Rooselvet, un tal Anthony Eden… (A propósito: en el diario El Pueblo, de Cali, trabajaban en la misma sección un Franklin y un Rooselvet, lo que incitaba a muchos a hacer chistes malos con el nombre de en medio).

No es de extrañar, pues, que las resonancias heroicas de estos personajes en otros pueblos inspiraran a los padres a bautizar a sus hijos de la posguerra con aquellas gracias. Ofrece una pista el hecho de que la revolución anglosajona en los nombres latinoamericanos ―pues el fenómeno no es exclusivamente colombiano—afectara primero que todo a los hombres. No había muchos ejemplos egregios de mujeres estadistas ni militares en aquella época, de modo que el reflejo cayó sobre los que nacían varones.

Influyeron, además, la televisión y el cine. A partir de 1954, las teleseries mostraron a los colombianos un mundo rico y tranquilo, el de los Estados Unidos de los años cincuenta. ¿Por qué prosperaban en la pantalla los Edwards, los Johnathans, los Harrys mientras que los Saturninos, los Bonifacios, los Sinforosos excavados en el santoral católico se estancaban o perdían terreno? ¿Podría ser que atar el bebé a un nombre extranjero le abriría camino, como a sus tocayos?

¡Abran campo a Hyvelly!

A partir de los años sesenta o setenta el revolcón onomástico llegó al territorio femenino. Hasta entonces los atrevimientos no pasaban de las Nancys, las Bettys y las Elizabeths. Pero de pronto estalló la bomba que ha producido a Abelallis, Adaminelly, Blondinet, Clisliam Mireya, Cindi Yaniver, Emileidy, Greiz Dayana, Hyvelly Lizet, Lwindi Yarita Meiboldaly, Rodwelia, Tricci Jasbleidi, Yninillil y Yosbelly. (Todos estos nombres son auténticos, y proceden de listas del Estado colombiano).

El modelo original son las actrices destacadas. Pero la dinámica de los nombres es como la de los huracanes: no se sabe bien hacia dónde va, pero existe la certeza de que cada vez es más poderosa. Hemos llegado a la etapa en que cada pareja fabrica en casa el apelativo que pondrá al indefenso crío, y utiliza para ello materias primas alfabéticas importadas, pues cree que ―como en los productos comerciales― son mejores que las nacionales. De allí la capacidad de seducción que tienen la Y, la W, la J (con sonido de ye), la H intermedia, la X…

Por si faltara soporte legal a los engendros nominales, apareció el artículo 16 de la Constitución Nacional de 1991, donde se garantiza que “todas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad”.

Ante la abrumadora legión de esperpentos en las cédulas, ha surgido en los últimos años el deporte de coleccionar y divulgar nombres extravagantes. En la prensa aparecen con frecuencia informes sobre “los sin tocayo” y circula por Internet toda suerte de leyendas nominalistas, algunos ciertas y otras falsas. Hay países como Panamá (Sida, Anemias, Tenia, Purga, Parteclínico, Estratosférico, Sátira, Garsinia Mangostana, Goodrich, Aipupula, Linetcia, Denisteria Inatoyagabales) y República Dominicana (Bobona, Adicto, Seno, Querida Piña, Mazda, Chocha) donde la enfermedad se ha convertido en endemia. El gran libro sobre este asunto había tardado en aparecer, pero lo hará muy pronto. A él me referiré más adelante.

No más nombres ridículos

Primero quiero preguntar de manera solemne y franca si no habrá llegado el momento de poner limitaciones a la libertad de nombrar. Posiblemente sí.

Un artículo de la revista Time del pasado 14 de enero informa cómo “los gobiernos encuentran razones para regular los nombres de los niños”. En él aparecen aberraciones conocidas o esperables: en Nueva Zelanda, por ejemplo, se presentaron al registro unos recién nacidos que llevaban a cuestas de su diminuta espalda atropellos como Lucifer, V8, Anal, Duque, Rey, Justicia…Otros eran simples signos ortográficos o aritméticos. ¿Se imaginan llamarse * Pérez o + Álvarez? No son mucho peores que algunos de los que pululan en América Latina. La diferencia es que las autoridades neozelandesas se aburrieron de que padres irresponsables se dedicaran a hacer chistes o jueguitos en la pila bautismal, y ahora los notarios y registradores tienen la potestad de rechazar nombres que constituyan un castigo, más que un elemento diferencial. Cada año se publica la lista de rechazados, lo que permite crear un archivo nacional electrónico de repudios.

La tendencia a frenar abusos onomásticos recorre el mundo. En Alemania está prohibido llamar a alguien con un sustantivo (Pereza Schmidt, Cuchillo Grassen) o localidades (Fusagasugá Uribe, Turbaco Lemaitre). También los libérrimos Estados Unidos quieren cortar el chorro a los papás demasiado creativos. Hace tres años una pareja de Nueva Jersey perdió la custodia de su hijo por registrarlo como Adolf Hitler. Gran Bretaña, a su turno, tiene oficinas que ayudan a los padres a buscar nombres aceptables a sus víctimas infantiles.

Algunos legisladores han optado por limitar el número de caracteres que puede consumir un nombre. En Nueva Zelanda, muy manguianchos, son 100; en el estado gringo de Massachussets son sólo 40. Varios países se preparan para expedir normas que recorten la libertad de los padres en la selección de nombres para sus hijos.

Se dirá que en Colombia es imposible hacerlo por aquel articulito de la Constitución. Pero allí se garantiza que cada quien desarrolle como quiera su personalidad, no la de sus hijos. Si un señor hecho y derecho llamado Jorge quiere cambiarse el nombre por el de Wdilfas (como ocurrió en Medellín), que lo haga: allá él. Pero que no sacrifique a su indefenso vástago. Ha llegado la hora de salvar de la burla o la vergüenza a millones de colombianos que, con nombres ridículos o extranjeros, son víctimas de discriminación y sólo tienen garantizada la posibilidad de triunfar en el fútbol, donde el balón es indiferente a estos problemas.

¿Cómo dijo que se llama?

Una de las pocas consecuencias positivas del torrente de nombres que deja boquiabiertos a quienes los oyen es que ha dado origen a modernos estudios de onomástica. No son esta vez, como en otros tiempos, fruto de inquietudes religiosas o sociológicas, sino de la estupefacción que producen muchos de los nuevos apelativos.

Hay ya varios tratadistas que se ocupan de ellos en artículos y libros; entre los cuales los más sobresalientes son los Cadavid. Hijos del gran Argos (Roberto Cadavid Misas, 1914-1989), que mantuvo en la prensa una cátedra de sabiduría amable e ingeniosa, Rosita y José Roberto llevan tres décadas recopilando, documentando, clasificando y analizando nombres insólitos. Han viajado en alas de la red por numerosos países y disponen de un archivo de miles de nombres que parecerían imposibles… pero son reales y habitan en personas de carne y hueso.

Compendio de cuanto han investigado, atesorado y reflexionado es el libro ¿Cómo dijo que se llama?, verdadero baúl de sorpresas. En vez de optar por la lista alfabética interminable, los Cadavid prefirieron en este libro agrupar los nombres por temas y capítulos y adobarlos con brotes de humor. Así, los hay de corte anatómico (Anolindo, Clítoris), religioso (Homilía, Transfiguración), musical (Melodía, Dulzaina), patológico (Epidemia, Hernia), gastronómico (Pudín de Caramelo, Filete), zoológico (Chancho, Potranca), deportivo (Dos Cero, Campeón Invicto), comercial (Toshiba, Electrolux), etcétera (también debe de haber mujeres que así se llamen, y quizás las apoden Etc.)

Uno de mis capítulos favoritos es el institucional, donde se rinde homenaje a la democracia, con nombres como los de Edil, Senador y Urna. En él aparece un uruguayo llamado Ábranse los Tribunales, a quien sólo le queda el recurso de que lo apoden Abrahán…

Muchos de los atentados aparecen con su correspondiente prueba: un documento de identidad. Así ocurre con el ya famoso Deportivo Independiente Medellín, que adoptó como nombre un hincha del equipo, y con decenas más. Y ya que volvimos a caer en los campos de fútbol, anoto que uno de los más célebres delanteros colombianos de la actualidad encarna un homenaje a un personaje operático, Radamel, y otro a un legendario futbolista brasileño, Falcao. No me extrañaría que ya crezcan en Colombia algunos bebés que se llamen Radamelfalcaogarcía, del mismo modo como camina por ahí, según he leído, algún Willingtonortiz Pérez.

He mencionado que existe la posibilidad de cambiarse el nombre ante notario, y por eso sorprende aún más que los ciudadanos mal tratados en el registro no lo hagan. Pero acecha el peligro de que un José Circuncisión (nombre real) realice los trámites burocráticos para volver a casa convertido en Pedro Circuncisión. Por eso no me extrañaría que cierto personaje del libro llamado Jesucristo Hitler Paracelso Zepelín Montoya en la próxima edición haya agregado a la lista un Internet o por lo menos un Google.

No me cabe duda de que aquellos que lean ¿Cómo dijo que se llama? volarán a firmar, entre risueños e indignados, un manifiesto donde se exija restringir en Colombia la libertad de nombres.


Tres famosos con nombres ¡inolvidables!

Fotografías: Nicolás Cadena

Plinio Apuleyo Mendoza, periodista y escritor: “Mucha gente cree que mi apellido es Apuleyo”

“A mi bisabuelo le encantaban dos autores: Plinio, no sé si el joven o el viejo, y Apuleyo, el autor de El asno de oro. Entonces le clavó a mi abuelo los dos nombres: Plinio Apuleyo. ¿Qué pasó? Que cuando creció quedó convertido en Apuleyo. Pero cuando nació mi papá, le pusieron Plinio. Cuando yo nací, acababa de morir mi abuelo, entonces mi papá decía: ‘Hay que ponerle Apuleyo’, y mi mamá: ‘No, como tú’. Entonces me pusieron los dos nombres. En el colegio nadie sabía que me llamaba Apuleyo, era Plinio. Como fui un escritor un poco precoz, mi papá dijo que debía usar los dos nombres, y entonces quedé Plinio Apuleyo. Mucha gente cree que mi apellido es Apuleyo”.

Cleóbulo Sabogal, jefe de Información y Divulgación de la Academia Colombiana de la Lengua: “No conozco a ningún tocayo”

“Cuando las personas conocen el significado de mi nombre (consejero glorioso), suelen decirme que hago honor a él por los conocimientos que tengo y por el cargo que desempeño en la Academia Colombiana de la Lengua. Cuando estaba en bachillerato, no faltaba el alumno que se mofara, pero afortunadamente sucedió pocas veces. También en varias ocasiones me han cambiado el nombre por otros parecidos. Ejemplo: Aristóbulo, Cristóbulo, Teódulo, etc. No conozco a ningún tocayo, aunque Cleóbulo fue uno de los siete sabios de Grecia. Además, en la mitología griega, Cleóbulo fue un troyano que pereció a manos de Áyax Oileo, como puede verse en La Ilíada”.

Arritokieta Pimentel, jefe de la Oficina de Comunicación de la Universidad Javeriana: “Se me conoce como ‘Estese quieta, sumercé’”

“Mi mamá es de un pueblo vasco que se llama Zumaya. Nací el 8 de septiembre, día de la patrona del pueblo, Arritokieta. Un día un experto en vascuence me escribió y me dijo: ‘Tu nombre significa «lugar rocoso donde se apareció la virgen»’. Por obvias razones lo dejé en vasco. Cuando era reportera del Noticiero Nacional me daba el lujo de salir en Sábados Felices con el nombre de ‘Estese quieta, sumercé’. Que yo sepa, en Colombia no tengo ninguna tocaya. En el país vasco sí debe haber más Arritokietas. Me han suplantado varias veces en Internet… A veces hasta con artículos fuertes, ¡y no soy yo!”.

 

 

Los hermanos Xerox,
Fotocopia y Autenticada

Una mañana de 1974 en Recife, Brasil, el acordeonista José Miguel Porfirio estaba dichoso por el nacimiento de su tercer hijo. Tenía la idea de registrarlo con un nombre que nadie lo hubiese utilizado aún. Entró en la oficina del registro civil, miró a la pared y vio un cartel que decía: "Xerox y fotocopias autenticadas".
En ese momento decidió utilizar esas tres palabras para nombrar al bebé y a los niños que pudiese tener en el futuro.
De esta manera fue registrado el primogénito: Xerox Miguel Porfirio, actualmente de 36 años de edad. Cuatro años más tarde, nació Autenticada Miguel Porfirio y más tarde vino al mundo Fotocopia Miguel Porfirio, de 23 años de edad. La familia no sólo no se avergüenza, sino que está orgullosa de tener nombres diferentes y no se incomoda con las bromas que le juegan quienes los conocen.
(Resumen de una noticia publicada por O Estado de Sao Paulo el 13 de marzo de 2011)