Retratos de una mentira
Tal y como lo muestran los primeros diálogos de la película Big Eyes, presentada de manera acertada para el público hispanoparlante como Retratos de una mentira, los años cincuenta fueron una buena época si eras hombre. Para las subyugadas mujeres de Estados Unidos de mitad del siglo XX, tratar de abrirse camino en cualquier espacio social y cultural era mal visto, y lo que se consideraba “normal” era verlas como las madres de familia, que velaban por las necesidades de sus esposo y de sus hijos y donde sus reducidos espacios de ocio se limitaban a las reuniones con otras mujeres de sus mismas características. Una de esas mujeres, a pesar de ser cómplice durante más de una década del sometimiento al machismo en detrimento de su propio ser y talento, protagonizó una de esas historias de la vida real que superan la ficción y que inevitablemente tenían que convertirse en un largometraje made in Hollywood.
Margaret D. H. Keane, nacida en una ciudad cultural por excelencia de la Unión Americana, Nashville, Tennessee, en 1927, fue criada bajo una educación muy religiosa y en esos primeros años de vida desarrolló ese talento de pintar ángeles, pero especialmente niños con ese particular rasgo de unos ojos mucho más grandes y expresivos de lo normal, que se convertiría, con el paso del tiempo, en su sello personal y que sería influencia para una serie de artistas posteriores a la señora Keane. Infortunadamente para Margaret, ese talento se vio estancado, usurpado, despojado y robado por un vividor con una capacidad natural de timador con quien contrajo matrimonio, llamado Walter Keane, un discreto hombre del mundo de los bienes raíces que se autoproclamaba pintor de la escena parisiense y que vio en el trabajo de Margaret la oportunidad de salir del anonimato, conseguir grandes cantidades de dinero y llegar a ser toda una celebridad, simplemente haciéndose pasar como el verdadero autor de la obra de la artista (ya que ella firmaba sus cuadros con su nuevo apellido de casada), logrando alcanzar exhibiciones en importantes galerías, una fuerte presencia mediática y, sobre todo, un movimiento que mezclaba el arte con la mercadotecnia, todo esto mientras la verdadera artista pasaba largas jornadas en la sombra, pintando sus cuadros, pero sin recibir el reconocimiento por ello, como copartícipe de una gran mentira de la cual ella sacaba un supuesto provecho.
Esta llamativa historia sobre el papel, con algunos detalles íntimos y con una leve y superficial crítica a la sociedad de mitad del siglo XX, es la que nos muestra el más reciente largometraje del intermitente Tim Burton, que pese a tener la colaboración para la realización del guión de Scott Alexander y Larry Karaszewski, con quienes logró la maravillosa cinta Ed Wood en 1994, está lejos de ser tan fuerte como aquel filme. Parte de las falencias que presenta Big Eyes es esa insana indecisión sobre lo que quiere su director y su resultado final, ya que traza un camino donde pretende ser drama, pero sus actores, especialmente Christoph Waltz, la muestran como una pálida comedia, llegando incluso a la sobreactuación; otro de sus desaciertos es el enfoque dado por Burton a esta biografía cinematográfica, donde pareciera estar más preocupado en seguir una hoja de ruta cumpliendo fechas y eventos relevantes en orden cronológico extraídos de la vida real, pero donde no hay un mínimo asomo en encarar esta producción como una obra cinematográfica y donde él plasme su particular estilo del cual tiene muchos seguidores. Así que en medio de personajes planos y superficiales, con ausencia de emotividad, y con una adecuada mas no trascendental ambientación, asistimos a otro de esos casos donde una impresionante historia inspirada en hechos reales se ve disminuida y desaprovechada en la pantalla grande, sumando otro desacierto a la discontinua filmografía de Tim Burton.