Magia salvaje para civilizar
Al menos dos generaciones de colombianos crecimos viendo “Naturalia”, la serie de televisión de RTI presentada por Gloria Valencia de Castaño entre 1974 y 1993, cuyo cabezote mostraba el rostro del etólogo Konrad Lorenz flanqueado por dos cisnes. “Naturalia” ofrecía, semanalmente, la oportunidad de aproximarse a esa vida salvaje que pululaba a lo lejos, en continentes remotos, suficientemente distante y extraña para satisfacer nuestra avidez de lo internacional… y de lo salvaje. Debió ser gracias a “Naturalia” que supimos por primera vez de los viajes submarinos de Jacques Cousteau, el oceanógrafo francés que elevó hasta nuestros ojos la sorprendente vida de las profundidades. Fue Gloria Valencia la artífice de que el propio Cousteau visitara Colombia; y fue “Naturalia”, cómo no, el programa que nos presentó el documental del viaje de Cousteau por el Amazonas.
Más tarde, la televisión por cable nos ofreció canales como National Geographic y Discovery, que nos despertaron aún más la sensibilidad por los animales, en especial los del Serengueti y los otros parques naturales del África subsahariano, gracias a producciones cada vez más espectaculares. Con todo, la impresión que tuvimos siempre fue que todas esas maravillas naturales nos eran ajenas, que sobrevivían en el mundo lejanísimo y exclusivo del África del sur.
Ahora, con el mismo deslumbramiento, asistimos a la película Colombia, magia salvaje, producida por la Fundación Ecoplanet con la financiación del Éxito, un documental de tres millones de dólares que no tiene nada que envidiarles a producciones como Earth (2007), Oceans (2009) o el documental que lo inspiró: Home (2009), de Yann Arthus-Bertrand, una cinta sobre el encanto, pero también sobre los problemas, del planeta Tierra. De los picos nevados de la Sierra Nevada a las profundidades de la costa Pacífica, cruzando los Llanos Orientales desde el Orinoco hasta la serranía del Chiribiquete, Colombia, magia salvaje nos pasea por rincones que apenas logramos intuir; parajes con una explosión de vida de la que muchos colombianos no hemos sabido sino por los catálogos de turismo: el colibrí, el cóndor de los Andes, el oso perezoso, las ballenas jorobadas, el cocodrilo del Orinoco, el mono tití; la rana colombiana, la más venenosa del mundo.
A todos ellos los vemos con una nitidez pasmosa, no entre zoológicos, sino en sus respectivos hábitats; no acorralados para la filmación, sino libres y desprevenidos en sus ecosistemas reales, gracias a tecnologías de grabación como los drones, los planeadores especializados o las minicámaras de alta definición manejadas desde comandos remotos que permitieron inmiscuirse entre la naturaleza colombiana como nunca antes se había intentado; y a la participación de un grupo de más de 80 expertos dirigidos por un reputado documentalista natural: el británico Mike Slee.
Ni siquiera vale la pena detenerse en las 150 horas de grabación que quedaron resumidas en poco más de una hora y media de duración; ni en las dificultades locativas para sorprender, por ejemplo, a los cocodrilos del Orinoco en pleno apareamiento y desove; o al siempre escurridizo (por escaso) cóndor. Basta con asegurar que serán algunos de los minutos más conmovedores que pueda alguien tener en una sala de cine este año. Porque todo eso que sucede en la pantalla ya no pertenece a ese mundo inverosímil del otro lado del océano, como nos lo mostraba “Naturalia”, sino a nuestro patio. Porque toda esa desmesura natural es nuestra casa.
En 1959, Bernhard Grzimek, pionero del ecologismo, publicó el documental El Serengueti no debe morir, con el que ganó el Oscar en 1960. Gracias a su reportaje, el Serengueti se convirtió en una zona sagrada que multiplicó por cinco, en cincuenta años, el número de ejemplares de ñus, gacelas y cebras. Su trabajo valió la pena. De pronto Colombia, magia salvaje logre el milagro de garantizar la conservación de todos los parques naturales colombianos.
Porque en Colombia todos sabemos cuál es el problema, pero nos hacemos los dormidos: estamos arrasando la selva y los páramos en una época en la que está clarísimo que es el oro la baratija y que el verdadero dorado es el mundo. Nuestro mundo, que no está en venta.