Seguridad aérea, la carrera contra el terror
El trágico destino del vuelo MH-370 de Malaysia Airlines es un misterio. Tras su despegue de Kuala Lumpur el 8 de marzo de 2014, el aparato se desvió de su rumbo y voló durante horas en una dirección opuesta a la prevista hasta terminar estrellándose en el sur del océano Índico, provocando la muerte de sus 239 ocupantes. Aunque el drama está lejos de aclararse, la posibilidad de que la catástrofe fuese provocada de forma intencional por alguno de los tripulantes o pasajeros se ha mantenido vigente. Tal vez nunca se tenga certeza de lo que sucedió a bordo del vuelo, pero es claro que una nueva sombra se cierne sobre la seguridad de la industria aeronáutica. Lógicamente, muchos se preguntan hasta qué punto es seguro volar en un mundo en el que el terrorismo sigue siendo una amenaza vigente.
Lo cierto es que la evolución de la seguridad aérea puede ser vista como la historia de una carrera entre los encargados de proteger una industria que mueve a diario millones de personas y una larga lista de terroristas y saboteadores que han demostrado una enorme capacidad innovadora. Para entender este juego, es necesario devolverse en el tiempo a lo que fue la amenaza por excelencia contra el tráfico aéreo: el secuestro. Aparentemente, la primera captura ilegal de un avión corrió a cargo del general mexicano Saturnino Cedillo, quien desvió una aeronave de la compañía azteca Transportes Aéreos Transcontinentales en diciembre de 1929. Sin embargo, este tipo de eventos no se generalizó hasta los años sesenta. De hecho, entre 1968 y 1978, la piratería aérea adquirió rango de epidemia con un total de 439 incidentes.
Las cosas empezaron a cambiar desde mediados de los setenta cuando los gobiernos occidentales impulsaron una estrategia con tres líneas de acción. Para empezar, se crearon barreras cada vez más estrictas para evitar que individuos armados ingresasen a las aeronaves. En consecuencia, los aeropuertos comenzaron a poblarse de patrullas policiales y detectores de metales. Por otra parte, impulsaron una serie de acuerdos internacionales contra el terrorismo aéreo. Tal fue el caso, por ejemplo, con la firma de la Convención de La Haya sobre la Toma Ilegal de Aviones en 1971.
Finalmente, los gobiernos se dotaron de la capacidad para lanzar operaciones de rescate si sus ciudadanos terminaban atrapados en una aeronave por un puñado de radicales armados. Dos operaciones resultaron emblemáticas en este sentido. Por un lado, en julio de 1976, un destacamento de fuerzas especiales israelíes voló cuatro mil kilómetros, aterrizó en el aeropuerto de Entebbe (Uganda) y liberó a más de un centenar de rehenes que permanecían en manos de terroristas del FPLP tras el secuestro de un avión de Air France. Al año siguiente, un equipo del GSG-9, la unidad de operaciones especiales de la Policía Federal germana, asaltó un aparato de Lufthansa retenido por otro comando del FPLP en Mogadiscio. Secuestrar aviones se había convertido en algo peligroso y los potenciales secuestradores reaccionaron en consecuencia: dejaron de hacerlo. En el periodo entre 1980 y 1989, los eventos de piratería aérea se redujeron a 244.
Las amenazas enfrentadas por la aviación comercial dieron un dramático giro durante los ochenta. En junio de 1985, un Boeing 747 perteneciente a Air India estalló sobre el Atlántico con un saldo de 329 muertos. La investigación posterior señalaría a los extremistas sijs del grupo Babbar Khalsa como responsables del ataque. Tres años más tarde, el vuelo Pan Am 103 corrió una suerte similar al desintegrarse sobre Lockerbie (Reino Unido), provocando la muerte de 270 personas. Esta vez, las pruebas señalaron a dos agentes libios, a las órdenes del entonces presidente de este país, Muammar Gaddafi. Asimismo, Colombia hizo su triste contribución a esta lista del horror con el ataque del Cartel de Medellín al Avianca 203 que dejó un saldo de 110 víctimas mortales.
Estos incidentes no fueron los primeros ataques con bomba contra aviones de pasajeros. En realidad, el primer evento registrado de este tipo tuvo lugar en 1933, cuando un Boeing 247 de United Air Lines estalló en el aire, matando a siete personas. Sin embargo, los atacantes de los ochenta contaban con dos ventajas para provocar una masacre. Por un lado, los aviones habían crecido en tamaño. Por otra parte, el control de equipajes de las aerolíneas tenía una serie de fallas que hacían posible introducir bombas entre los millones de maletas. Como respuesta, los técnicos de seguridad aérea introdujeron una nueva gama de medidas que incluyó controles antiexplosivos exhaustivos de los equipajes y la prohibición estricta de que ningún equipaje podía viajar sin su dueño a bordo.
Y, entonces, llegó el 11 de septiembre de 2001. El concepto operacional desarrollado por Al Qaeda para ejecutar este ataque fue aterrador por su sencillez y efectividad. Dado que se había convertido en un imposible introducir armas y explosivos en los aviones, la alternativa fue convertir estos en armas de destrucción masiva. Diecinueve terroristas divididos en cuatro equipos tomaron el control de otras tantas aeronaves y las usaron como misiles contra las Torres Gemelas y el Pentágono. El resultado fue el mayor ataque terrorista de la historia, con un saldo de 2.977 muertos.
A partir del 11-S, la seguridad aérea tuvo que transformarse para enfrentar la globalización del terrorismo suicida. El problema ya no era si los pasajeros iban armados sino quiénes eran y qué intenciones tenían. Así las cosas, la única opción era establecer un sistema de monitoreo masivo que hiciese imposible la infiltración de un terrorista a bordo de una aeronave. Además, se debía prevenir la posibilidad de que alguien tomase el control del avión. En consecuencia, se instalaron puertas blindadas en las cabinas de los pilotos y se embarcaron agentes de seguridad en los aviones.
Más de una década después del 11-S, se tiene que reconocer que los controles irritan a los pasajeros; pero han resultado efectivos. Los terroristas han seguido intentándolo; pero sin éxito. En agosto de 2006, la Policía británica desmanteló una red vinculada a Al Qaeda que pretendía introducir explosivos líquidos en botellas de gaseosa a bordo de aeronaves con destino a EE. UU. y Canadá. Tres años después, el nigeriano Umar Farouk Abdulmutallab trató de destruir el Airbus A330 en que viajaba detonando una carga que llevaba oculta en su ropa interior. Por fortuna, el dispositivo falló y el terrorista fue inmovilizado por los pasajeros.
En cualquier caso, las medidas de seguridad se han mostrado insuficientes cuando se trata de la voluntad suicida de un individuo. Tras la caída al mar de un vuelo de Egypt Air en octubre de 1999 con un saldo de 217 víctimas, la investigación reveló que la causa del accidente fue probablemente el deseo del piloto de vengarse de la compañía después de recibir la noticia de que sería degradado. En consecuencia, de cara al futuro, es probable que se ponga más énfasis en el control de los antecedentes de los pilotos. Entre tanto, la seguridad aérea se enfrenta al reto que representa la entrada en operación de aparatos remotamente pilotados, o “drones”. Un salto tecnológico que ofrece extraordinarias oportunidades; pero también crea riesgos que podrían aprovechar terroristas y dementes. Siempre será así: cada innovación trae ventajas, pero también vulnerabilidades.
* Director de la firma de consultoría Decisive Point y profesor de Estudios Estratégicos y de Seguridad.
*Artículo publicado en la edición impresa de abril de 2014.