RICHARD STRAUSS (El de ‘los otros’ Strauss)
LOS STRAUSS fueron una de las más ilustres familias de la historia de la música. La dinastía fue fundada por Johann, que junto con Joseph Lanner, prácticamente inventó el vals vienés. Lo secundaron sus hijos Josef, Eduard y Johann, el ‘rey del vals’.
Richard era de otros Strauss: los de Baviera. Franz, su padre, era músico, pero no tan ilustre: trompista de la orquesta de la corte de Múnich. Eso sí, excelente. Pero nadie pasa a la historia tocando la trompa en el foso de la orquesta de un teatro. Era tan bueno que a pesar de que odiaba a Wagner se lo consideraba indispensable para que sus óperas salieran, con éxito, al otro lado.
Si los de Viena eran compositores, los de Múnich eran cerveceros. Tenían una buena posición económica y punto. Hasta que nació Richard, que puede no rivalizar en popularidad con el ‘rey del vals’ pero está entre los inmortales.
Lo logró muy joven. Tanto así que aún no había compuesto las óperas que lo llevaron a la cumbre cuando en el Concertgebouw resolvieron instalar su nombre, en letras doradas, en el vestíbulo, al lado de Liszt y Wagner. Como no había espacio, borraron a Gounod. Y en 1945, cuando terminó la guerra, estuvo en la cuerda floja de correr la misma suerte de este último. No porque se necesitara el espacio, sino por su pasado nazi. Nadie ha podido tildarlo de nazi, pero tampoco de no serlo; “simplemente se avino a la situación”, escribió George Mark, uno de sus biógrafos más encarnizados.
Es un hecho que conoció a Hitler, a Göring y a Goebbels cuando no solo era una celebridad internacional, sino que se le consideraba el más grande compositor alemán vivo. El 15 de noviembre de 1933 fue nombrado presidente de la Reichsmusikkammer, que dominaba la actividad musical en Alemania. Al año siguiente, con motivo de su cumpleaños 70, le llegaron de regalo, en marcos de plata, los retratos de Hitler y Goebbels, con efusivas dedicatorias. Strauss era contradictorio. Frecuentemente se expresaba en contra de los judíos pero, a la hora de la verdad, no dudó en defender a Stefan Zweig, su libretista.
Y si sobre su faceta política no hay un consenso, tampoco lo hay con el ser humano: “Ante Strauss el compositor, me quito el sombrero; ante el hombre, me lo vuelvo a poner”, le dijo Arturo Toscanini en su camerino de la Scala cuando este vino a saludarlo. Es que eran como el agua y el aceite.
Se dice que ningún otro músico de la historia amó más el dinero que él. Amasó una fortuna inimaginable que, de no haber sido porque vivió dos guerras, habría sido aún mayor: “Strauss ya no es un compositor, está dedicado al comercio”, dijo uno de sus malquerientes.
Como compositor, solo creía en la música germánica. Hay quienes se niegan a aceptar su grandeza, pero otros se obnubilan al punto de considerarlo no solo el mejor compositor alemán del siglo XX, sino el único digno de consideración. La verdad es que fue el encargado de sacar a Alemania de la encrucijada en que quedó tras la muerte de Wagner en 1883, cuando o bien se lo imitaba, o intentaban llevar sus ideas a límites intolerables.
Cinco años después de la muerte de Wagner, en 1888 y con 25 años, Strauss inició la primera etapa de su vida como compositor de poemas sinfónicos. Se fueron sucediendo uno tras otro: Aus Italien, Don Juan, Muerte y transfiguración, Así habló Zaratustra, Till Eulenspiegel, Don Quijote… primero deslumbraron a los alemanes y luego al mundo entero. Esta aventura duró aproximadamente una década.
Paralelamente, en la ópera se probaba que, para muchos, esta era su real vocación. Luego de éxitos moderados, sacudió los cimientos de la tradición con una ópera que deslumbró, pero también horrorizó al público: Salomé, de 1905, basada en Oscar Wilde, sobre el relato bíblico, pero visto desde la esquina del erotismo y la depravación. Tenía una música como no se había oído en un teatro y era libre de los atavismos ‘wagnerianos’. Cuatro años después regresó con otro manifiesto, ahora con libreto de quien se convirtió en su más fiel colaborador: Hugo von Hofmannsthal. Estaba basado en Elektra, de Sófocles, el drama griego pasado a través del tamiz freudiano, con una música no menos inquietante, pero igualmente genial.
Cuando el mundo creyó que ese sería su estilo, en 1911 dio un viraje desconcertante hacia una estética sutil, sugerente, impregnada de erotismo y magistralmente melódica con El caballero de la rosa, ambientada en una Viena fantasiosamente clásica y falsamente mozartiana, claro, con libreto de Hofmannsthal. En adelante ese fue su discurso musical y teatral, con melodías fabulosas, orquestaciones seductoras y argumentos fantásticos alrededor de temas femeninos y conflictos profundos, con mucha ironía. Quienes se deslumbraron con Salomé y Elektra, tan audaces y modernas, se sintieron traicionados con el nuevo Strauss, que les resultó anacrónico y pasado de moda. Pero el público no cesó de aplaudir sus estrenos y 100 años después lo sigue haciendo.
Strauss está entre los inmortales, así sea objeto de enconadas polémicas. Solo hay un punto en el cual están de acuerdo tirios y troyanos: su mujer, la soprano Pauline de Ahna. Quienes la conocieron coinciden en calificarla de arpía, intrigante, imprudente, desconsiderada y verdadero verdugo del arrogante Strauss, que la adoraba, la obedecía y la convirtió en musa de sus Lieder. Estos están entre los más bellos de todos los tiempos, en cierta medida, son la culminación de la tradición de Schubert, Schumann, Brahms y su contemporáneo Mahler.
En la selección de estas dos páginas comparto apenas unos apuntes sobre las obras, porque se trata de interpretaciones sencillamente paradigmáticas.
*Publicado en la edición impresa de febrero de 2021.