02 de diciembre del 2024
5 de Abril de 2016
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Una exposición en el Museo de Arte del Banco de la República exhibe los retratos de 46 cadáveres de monjas de clausura fechados entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. ¿De dónde salió esta costumbre?

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¿Por qué pintaban a las monjas muertas?

Por extraño que parezca, en la Colonia era común que en los conventos se retratara los cadáveres de las monjas recién acababan de fallecer. El siguiente artículo, publicado en noviembre de 2002 en Credencial Historia, ilustra cómo era morir en los siglos XVII y XVIII.

 

El rostro colonial de la muerte

Por: Pilar Jaramillo de Zuleta

Morirse en Santafé en los siglos XVII y XVIII era un acontecimiento esencialmente religioso. La preocupación por el destino final del alma que acompañaba a la gente durante toda su vida, se hacía entonces más evidente y descendía con toda su carga moral sobre el ánimo del moribundo.

En la baja Edad Media se multiplicaron los tratados sobre el arte de bien morir o ars moriendi; la muerte venía acompañada de una lucha fiera entre el bien y el mal; ángeles y demonios en la hora suprema y bajo el mismo lecho del moribundo se disputaban la posesión del alma. Más que textos, estos libros maravillosos venían profusamente ilustrados con xilografías alusivas a esa lucha final en la que el moribundo podía salir airoso y su alma volar en brazos de los ángeles, o por el contrario podía perder y sumirse en lo profundo de los infiernos.

En los siglos XVII y XVIII esa lucha no aparece de manera tan evidente, pero persiste una conciencia clara de la necesidad de ponerse a paz y salvo con Dios. Había que dar cuenta al Altísimo, ponerse a salvo con sus deudores materiales y morales, arrepentirse de los pecados, asegurar con el mayor números de misas y rezos posibles, y con la intercesión de vírgenes y santos, la salvación del alma.

Lo primero era el testamento. Ante la inminencia de la muerte o ante la proximidad de un gran peligro había que testar. En el caso de las mujeres, sujetas al peligro de una muerte casi segura en el parto (entonces de altísimo riesgo), se daba el caso de que se testase más de una vez. Lo corriente para los religiosos era que al momento de hacer la profesión se hiciera un testamento con el propósito de renunciar a las legítimas. Pero es el testamento final, aquel que se producía ante la inminencia de la muerte, el que da cuenta cabal de la preocupación general por saldar cuentas morales y arrepentirse de los pecados.

En 1722 se imprimió en Barcelona un curioso manual: Visita de enfermos y exercicio santo de ayudar a bien morir, por el franciscano fray Antonio Arbiol y Díez. En los capítulos octavo y noveno se daban las instrucciones para elaborar los testamentos, recomendando al enfermo que comunicase todas sus cosas al ministro que lo asistía y enumerando una a una las fórmulas que veremos aparecer en los testamentos santafereños. Ese orden y esas fórmulas venían, sin duda, de tiempo atrás, ya que los testamentos de la segunda mitad del siglo XVII ya los llevan. Los escribanos y notarios estaban facultados para elaborar los documentos, puesto que se encontraban familiarizados con las normas: "En el nombre de Dios Nuestro Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo..." "Primeramente encomiendo mi alma a Dios que la crió...", etc. Se advierte también en esta obra que el testamento se debe elaborar luego de confesado el enfermo, y no antes, con el fin de que sus obras pías tengan mérito de vida eterna. Y además debe hacerse estando en perfecta salud y no dejarse para la presura inevitable de la última enfermedad.

 

Es evidente que el testamento no era solamente un documento legal que disponía ordenadamente de los bienes del moribundo según su postrera voluntad y que se firmaba ante testigos, sino que era un último acto de fe, de afirmación en los dogmas profesados en vida y de disposición de los ritos con los que se buscaba conducir a la salvación del alma.

 

Lo usual era que el moribundo exhalara el último suspiro en su casa, rodeado de sus familiares y algunos allegados y, desde luego, con la presencia del sacerdote que atendía a la confesión general y administraba el santo óleo. A la cabecera de la cama se colocaba un candil que, según la liturgia, simbolizaba la luz del alma en su fuerza ascensional y la pureza de la llama espiritual que sube al cielo. En el momento de la agonía --dice Arbiol--, el ministro ha de dar la Comendación del alma, otro asistente echar agua sobre el enfermo, sobre su cama y en todo el ámbito del aposento para que huyan los demonios y no se acerquen al paciente. Se decían el Credo y algunas letanías. En las comunidades religiosas para este trance se tocaba a obediencia general y se cantaba el Credo.

En el testamento venía la disposición sobre la mortaja. Según Fernando Martínez Gil en su libro La muerte vivida (1996), a partir del siglo XV, con la penetración del modelo eclesiástico en el mundo secular, tendió a popularizarse la mortaja con hábito religioso. Con anterioridad a esta costumbre, en los siglos XII y XIII las gentes se enterraban con ricas vestiduras de acuerdo a su rango, llegando a tocar la ostentación. La Primera Partida, Título XIII, ley 13, recoge la prohibición de enterrarse con ricas vestiduras, ni con oro o plata, "o guarnimientos preciados", a no ser "personas ciertas como reyes, reinas, personas reales, omes honrados, caballeros, obispos, clérigos o a quien deven soterrar con los vestimentos que les pertenesce".

Entre los hábitos monásticos el más solicitado era el de San Francisco, pero había otros. "Item mando que luego que Dios sea serbido llevarme, me pongan y vistan el avito de la religión de Nuestra Señora del Carmen y se de por él la limosna acostumbrada y con él y el cordón de mi Padre San Francisco, sea llevada a la iglesia de Santo Domingo y allí se me diga la misa de cuerpo presente y su vigilia con diácono y subdiácono" (Testamento de Francisca Zorrilla).

 

Los religiosos eran amortajados con sus hábitos comunes, como lo atestigua para los clérigos la iconografía existente en algunas iglesias y, desde luego, las maravillosas series de las monjas muertas pintadas para los conventos femeninos. A estas últimas se las coronaba de flores y en sus manos yertas se depositaba la azucena, símbolo de pureza. Para las beatas, de las que había no pocas, el uso era enterrarlas con el hábito de la orden a la que perteneciesen.

 

No podían faltar las misas que se mandaban decir según el caudal y la piedad del interesado. Éstas iban desde la misa de cuerpo presente y novenario, hasta casos como el de Francisca Zorrilla, quien dispone que el día de su fallecimiento se digan: "todas las misas que se pudieren decir en dicho convento [Santo Domingo] y los demás de esta ciudad por mi alma particular". Además de "quinientas misas por mi alma y de mis difuntos y por cada una se dé medio patacón de limosna". Y así mismo: "Que todas las misas rezadas y cantadas que dejo señaladas, suman las cantadas treinta y tres [...] y las misas rezadas son trescientas treinta y cuatro, las cuales aplico por mi alma, la de Juan de Capyain, mi marido, y por el ilustrísimo señor don Fernando Arias de Ugarte, y por mis padres y abuelos" (Testamento de María Arias de Ugarte, 1663).

 

La tercera cláusula del documento hacía referencia, por lo general, a la disposición del cortejo fúnebre. Éste, igualmente, tenía que ver con la prestancia social y el caudal del difunto. Cuando era exiguo, como en el caso de Andrés de Silva, quien testa en 1683, se pedía un cortejo modesto. Decía así: "Acompañen mi cuerpo el cura y sacristán de la Cathedral, donde soy feligrés, con cruz alta y capa de coro, y sea mi entierro con toda humildad y menor costo que se pudiese en atención a hallarme yo pobre y con dos hijas doncellas sin estado ni remedio". Gerónimo de Espinosa, platero, pedía sencillamente en 1680: "Acompañen mi cuerpo el cura y sacristán y cruz alta de dicha parroquia". Y en junio de 1671 Toribio Platas, español, tratante en ropas de Castilla, dejaba la organización de su entierro a sus albaceas "para que lo hagan como les pareciere conforme a la proporción de mi caudal". Otros en cambio eran suntuosos: "Item mando que mi entierro y acompañamiento sea sin vana ostentación y sólo con necesaria decencia. Con la cruz de la Iglesia Mayor y todas las cofradías, a lo menos la de Nuestra Señora del Carmen y de Nuestra Señora del Rosario, de quien también soy hermana, la de San Pedro, la de San Juan y las Animas y número moderado de clérigos y religiosos que mis albaceas por bien tengan, y de pobres que vistan" (Francisca Zorrilla, 1641).

 

El acompañamiento de pobres, a quienes se vestía y daba por su presencia una limosna, era el último acto de caridad del difunto. En este caso el séquito ha sido dispuesto rigurosamente por la testadora. En 1779 María Lugarda disponía que "mi entierro acompañará el cura y sacristán, diez acompañados haciéndome diez posas y después inbitatorio, vigilia, una misa cantada de cuerpo presente, si fuere a hora competente, si no al siguiente día repartiéndose cien misas rezadas por la limosna de quatro reales".

 

En el tomo 45 del fondo Notarías, folio 400v, del Archivo General de la Nación, se encuentra una breve relación de los gastos que se pagaban por los entierros de españoles: "Primeramente por el entierro de cruz pequeña se llevarán dos pesos de veinte quilates. Por un entierro de cruz alta se llevarán cuatro pesos de oro de veinte quilates. Por una posa se llevarán tres pesos de la dicha ley. Por una vigilia cantada de difuntos se llevarán tres pesos de cada nocturno de veinte quilates. Por una misa cantada de difuntos se llevarán cuatro pesos de veinte quilates y a los diáconos y los [roto] se le dará cada uno un peso de treze quilates de por ley. Por el acompañamiento en que son conbidados los clérigos y los entierros, onras y cabos de año, les paguen a cada uno un peso de treze quilates, si van de sobrepelliz [...] y mandamos a los testatarios y hermanos e otras cualesquiera personas que se hallaren a los testamentos, aconseje en cualquier manera al testador y no ignore en su testamento cosa ninguna de las tocantes ni moderen ni paguen precio diferente del aquí mandado, so pena de Excomunión Mayor Latea Sententiae".

 

En los testamentos, antes de pasar a la enumeración y disposición de los bienes terrenales entre los familiares, se otorgaban los legados piadosos, los que atendían también a la necesidad de asegurar la salvación del alma. Se legaba dinero a las religiones y cofradías, a los pobres, se dotaban doncellas pobres para que pudiesen tomar estado, se fundaban capellanías, etc. A cambio de la donación se solicitaban misas por el alma.

 

Por último, el lugar de enterramiento era también en los templos. Sin distinción de lugar se podía ser enterrado, prácticamente, en cualquier punto dentro del espacio de la iglesia: a lo largo de la nave, en las numerosas capillas laterales privilegiadas para los benefactores y familiares del templo o monasterio, a los pies del coro bajo, debajo de determinado altar de devoción o, como lo pedía específicamente Isabel Rodríguez Castaño, vecina de Mariquita en 1680: "a mi cuerpo se le de sepultura junto a la pila de agua bendita que corresponde a la puerta principal".

 

En algunos templos de la ciudad, como en el monasterio de Santa Clara, todavía existe a los pies de las gradas del presbiterio, una bóveda a la cual se desciende por unas pocas gradas; esta bóveda sirvió para enterramiento de religiosas y nobles benefactores con sus familias. La cubre una pesada lápida que lleva esta inscripción: "Esta bóveda mandaron hacer para su entierro Juan de Capyain y María Arias de Ugarte, su mujer, año 1647". La sobrina del arzobispo fundador de la Orden en Santafé y su marido fueron los grandes benefactores de la iglesia y monasterio en la segunda mitad del siglo XVII.