22 de noviembre del 2024
Fotografías | Cortesía Caracol Televisión S.A
15 de Agosto de 2019
Por:
Diego Montoya Chica

Luis Gerónimo Abreu es la cara de Simón Bolívar en la más ambiciosa producción sobre el libertador que se haya realizado en Colombia. En esta entrevista, el actor reflexiona acerca de la trascendencia del personaje en la identidad latinoamericana y reconoce que el reto de interpretarlo fue de marca mayor.

"Los venezolanos aún creemos en los mesías"

UNA DE LAS avenidas más importantes del norte de Teherán se llama Bulevar Simón Bolívar. Lo mismo ocurre con una calle de El Cairo, bautizada en honor al prócer. ¿Cómo pronunciarán ese nombre los iraníes y los egipcios? Una estación del metro de París también se llama así. Y un parque en Budapest. Y una plaza belga –la Bolivarplaats de Amberes–, así como la Piazza Simone Bolivar, en Milán. Doce poblados en los Estados Unidos –muchos de cuyos habitantes desconocen la razón– se llaman Bolivar, así, sin tilde. ¿Aeropuertos? Por lo menos tres en Latinoamérica. De las montañas del continente, mereció el nombre justo una por su altura: casi 5.000 metros. Y, claro, la moneda de Venezuela, esa república oficialmente autoproclamada ‘bolivariana’ adonde se repatriaron los restos del Libertador en 1842 por orden del general José Antonio Páez, quien, a pesar de haber liderado iniciativas adversas a Bolívar cuando este último aún respiraba, utilizó su memoria póstuma para hacer política. En eso, Páez fue precursor: el primero de tantos políticos en entender que, para la gente en estas cinco jóvenes repúblicas del norte de Suramérica cuyos procesos de independencia había liderado Bolívar, este último no era ya un ser humano, sino un ícono casi religioso. No en vano, 168 años después de Páez, la osamenta de Bolívar vio la luz de nuevo cuando, en 2010, Hugo Chávez mandó exhumar el cadáver para realizarle una autopsia de naturaleza revisionista; para dilucidar si Bolívar había sido asesinado y, de comprobarse aquello, tal vez revivir la pugna ‘identitaria’ latinoamericana.

 

“Las naciones del Sur también construyen su conciencia nacional alrededor de sus grandes héroes, el más grande de los cuales, Bolívar, fue uno de esos hombres que aparecen en el mundo cada largos intervalos de tiempo, seleccionados por Dios para ser líderes de multitudes, hacer realidad milagros y alcanzar lo imposible para los hombres del común”*, escribió el historiador mexicano Guillermo A. Sherwell para la Nueva York de 1921, cuando se trasladaba hasta el extremo sur del Central Park la escultura de Bolívar, que aún allí descansa. A su grandilocuencia contestó el ensayista Francisco Herrera Luque en los ochenta, como un alumno que levanta la mano para preguntarlo todo: “Pero ¿qué sabemos del Bolívar hombre? –escribió en su Bolívar de carne y hueso, tras advertir que conocemos la obra pero no al héroe– ¿Cómo era su aspecto? ¿Qué impresión causaba? ¿Cuáles eran sus hábitos y aficiones? ¿Era morigerado o parlanchín? ¿Cuál era su dicción, tono y acento? ¿Era apacible o arrebatado, lacónico, ponderado o vehemente?”. Herrera intentó responder a sus propios interrogantes, sin saber que su investigación sería el principal insumo para la caracterización del personaje principal de una megaproducción de Netflix y el Canal Caracol a la que Nicolás Maduro se refirió como “basura” hecha por la “oligarquía colombiana”. El encargado de humanizar al Libertador en Bolívar, una lucha admirable fue el venezolano Luis Gerónimo Abreu. Después de participar en nueve largometrajes y en 24 novelas y seriados, Abreu –de 42 años– reconoce que este ha sido el reto que más ansiedad y gratitud le ha producido en su carrera.

 

  • Usted encarna al líder político y militar más idealizado en la historia de América Latina. ¿Cómo se le ponen gestos –y sobre todo emociones– a Simón Bolívar?

Con responsabilidad, pero también con mucho miedo. Hacer un Bolívar que le guste a todo el mundo es imposible, pues mucha gente lo siente ‘suyo’ o tiene su propia versión del Libertador. Está el que imagina la gente en Pasto, por ejemplo, o en Bogotá. Pero también el que sienten en Ecuador, Perú o  claro está– Venezuela. En el fondo, además, no lo conocemos tan bien, pues nos basamos en versiones que han sido escritas por seres humanos que se parcializan o que también cometen errores, sea por odio o por amor. Por eso, en lo que yo podía confiar plenamente era en aquello en lo que coincidían quienes lo odiaban y quienes lo amaban. Pero sí: colocarle gestos fue lo que más me preocupó. Leí Bolívar de carne y hueso, un texto en el que se habla más de cómo se comportaba el Libertador que sobre lo que había hecho, y decidí confiar ciegamente en esa versión. No puedes confiar en 800 versiones: te volverías loco.

  • Y según esa versión, ¿cuáles son los rasgos de la personalidad ‘gestual’ de Bolívar que más le llamaron la atención?

Se dijo alguna vez que hablar con Bolívar era como hablar con un loco: que no dejaba la mirada fija nunca, pues movía los ojos todo el tiempo para verlo todo, así te estuviera hablando a ti. También, al parecer, decía que los sitios donde mejor pensaba eran los bailes o las batallas, es decir con gente y con bulla, pero nunca en la tranquilidad. Otra cosa que me llamó la atención es que, según grafólogos, el 90% de sus escritos fueron firmados de pie: no le gustaba estar sentado. Y le gustaba la hamaca, más que la cama, porque se podía mecer. Es decir, era muy, muy inquieto. También se dice que era camaleónico: extremadamente formal – como un lord inglés– en el Congreso, pero también un hombre coloquial y sencillo cuando estaba con los soldados.

 

  • El símbolo de Bolívar es uno de los más disputados por ambos frentes en la polarización política venezolana. ¿Es duro prestar la cara al Libertador y luego lanzarse a la calle?

No sabes lo que me encantaría que la gente pudiera ver la serie en señal abierta en Venezuela. Me escriben compatriotas que están viendo los capítulos en el exterior –o en el país, a través de Netflix– y que, con ella, les enseñan historia a sus hijos; hijos que nacieron o crecieron lejos y que hoy tienen 13 o 14 años. Me escriben habiendo recuperado un poco la idea de la libertad y con fuerza renovada para luchar y recuperar a Venezuela. Se me aguan los ojos según leo. Este gobierno ha intentado expropiarnos la imagen de Simón Bolívar, así como ha expropiado ya tantas cosas. ¡Pero no lo han logrado! Intentaron incluso cambiarle la cara, pero eso tampoco ha calado: el más progobierno del mundo te va a decir que Bolívar es el de los libros, nunca el que ellos sacaron después. No es justo que nos quieran cambiar al padre de la patria por beneficio propio.

 

 

  • ¿Qué sintió cuando Nicolás Maduro se refirió a la serie como “basura hecha por la oligarquía colombiana”?

Me produjo risa porque él no la había visto y ya estaba opinando. En una entrevista respondí: “primero véala y después opine”. Luego, él dijo que reconocía que no la iba a ver y justificaba sus prejuicios, pero después aseguró que había visto los primeros capítulos y que la producción le parecía buena, colorida y ambiciosa. En fin: ni me molesta ni me alegra. Creo, sencillamente, que se trata de una artimaña política para desviar la atención de la crisis humanitaria que padecemos en el país. Por más de que me encantaría que todo el mundo viera la serie –pues es buen entretenimiento y es educación–, hay otras prioridades.

 
  • Lo han expresado varios columnistas, entre ellos Xavier Reyes Mateus: las producciones sobre Bolívar explican –voluntaria o involuntariamente– rasgos de la cultura latinoamericana. ¿Su Bolívar también nos explica?

Es la historia la que nos explica. En esta serie vemos, por ejemplo, la diferencia entre haber sido una capitanía –como lo fue Venezuela– y un virreinato –como lo fue Colombia–. Eso, entre muchas otras cosas, nos ayuda a entender la diferencia entre nuestros comportamientos como bogotanos o caraqueños, 200 años después. Adicionalmente, la serie exhibe la ambición de poder que tienen los seres humanos y que nos ha llevado a ser como somos como sociedad. Creo, de hecho, que no existe una Gran Colombia por culpa de esos sentimientos de egoísmo; el poder enferma mucho más que el dinero y eso se ve en algunos capítulos.

 

 

  • Dijo en otra entrevista que, como todos los seres humanos, Bolívar cometió errores. ¿Se refiere a ese ‘embriague’ de poder?

Sí, cómo no. Por ejemplo, cuando se reunió con José de San Martín para discutir la liberación del territorio peruano. San Martín propone traer a un príncipe europeo a regir la vida de la Gran Colombia, pero Bolívar se niega rotundamente: él no iba a liberar a un pueblo entero para que lo dirigiera otra persona. Además, se deja investir como dictador, cosa que le hace mucho ruido al venezolano porque, entonces, podrían compararlo con lo que tenemos ahora en nuestro país. Y si lees los textos de Bolívar, te das cuenta también de que él siempre estuvo pendiente de cómo lo registraría la historia. En uno de ellos dice: “la historia podrá juzgarme como dictador, pero nunca como tirano o déspota”. Además, en momentos de desesperación y según veía que se le escapaba su sueño, desconfió de una cantidad de gente. De hecho, lo traicionaban. Así que empezó a pensar que la única manera de lograrlo sería que él fuera el único que opinara: ahí estaba su ego, ahí estaba el poder –y la obsesión por la Gran Colombia– que lo dominó.

 

  • ¿Siente que en Colombia se entiende diferente a Bolívar que en Venezuela?

Colombia parece estar más dividida: hay quienes lo aman y quienes no tanto –en Pasto, por ejemplo, tienen una imagen particular–. Además, en Colombia tienen la imagen paralela de Santander. Pero en Venezuela, por el contrario, el 99% de habitantes ama a Bolívar y se siente orgulloso de él. Para nosotros es un ídolo sin defectos y nada más queremos saber de sus virtudes. Pero ojo: eso también nos trajo una herencia ‘pesada’, pues los venezolanos todavía creemos en los mesías. Eso de tener un héroe tan importante como Bolívar tal vez nos hace pensar que necesitamos otro mesías para salir de la situación en la que nos encontramos, entonces colocamos nuestras esperanzas en un hombre o nombre único. Y no terminamos de entender que solucionar lo que nos está ocurriendo en Venezuela es responsabilidad de los treinta millones de habitantes. La percepción es distinta: la venezolana es mucho más pasional.

 

 

 

  • Su madre era directora y productora de cine, mientras que su padre era actor y dramaturgo. ¿Recuerda alguna proyección específica en la que usted se haya enamorado del séptimo arte?

En realidad, yo me enamoré del cine desde el set y no desde la pantalla. Tendría alrededor de cinco años cuando hice mi primera película, así que fue desde adentro. Pero, claro, también recuerdo una de las primeras películas que me conquistaron: Días de radio, de Woody Allen (1987). La vi en la Sala Margot Banacerraf, en un centro cultural en Caracas que se llama así por una directora venezolana que ganó un Cannes con una película llamada Araya (1959).

  • Justamente, en esa época –los setenta y ochenta– los colombianos envidiábamos la vida cultural de la capital venezolana. ¿Cómo recuerda la Caracas de entonces?

Con nostalgia pero también con envidia, porque la generación de actores de mi padre nos llevaba una gran ventaja. En ese entonces estaba de moda la cultura, y lo que se hacía para distraerse era leer, tomar algo y discutir sobre ella. Además, era la época de las becas en el exterior, así que se salía y se aprendía otros idiomas. Ocurría una especie de revolución cultural, que generó actores maravillosos –no solamente en Venezuela– y que produjo, también, nuevos métodos para la actuación. Fue una generación privilegiada de actores, escritores, pintores, escultores y demás artistas. Esa moda luego se reemplazó con otros valores dictados profundamente por la tecnología, y ahora es totalmente distinto. Existe el nicho y la burbuja del teatro, claro está, con toda esa magia, pero no es un movimiento tan fuerte y global como el de aquellos años.◆

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Traducción propia

 

*Publicado en la edición impresa de agosto de 2019.