Los efectos de la mermelada
Los desarrollos que el Gobierno, el Congreso, la Corte Constitucional y el Consejo de Estado, a través de unos miembros, le han dado al proceso de paz agravaron y profundizaron la ilegitimidad del sistema político, que siempre había tenido déficits de legitimidad, pero que, por la razón anotada, terminó volviéndose totalmente ilegítimo.
Los dos últimos procesos de paz exitosos que tuvimos, los de 1957 y 1990, lo fueron porque en ambos casos reflejaron políticas de Estado que interpretaron y expresaron el sentimiento ampliamente mayoritario de los colombianos. El acuerdo nacional de 1957, que puso fin a la guerra civil no declarada entre liberales y conservadores, que había causado 300.000 muertos durante la última década, fue votado en plebiscito que contó con la presencia del 75% del censo electoral y con el 95% de los votos a favor.
En diciembre de 1990, mediante una elección en la que participaron todas las fuerzas políticas y sociales que tuvieron a bien hacerlo, inclusive las que nunca habían intervenido en ese tipo de eventos, se integró la Asamblea Constituyente, acordada por todos como escenario para que el M-19 se reinsertara e hiciera su primera aparición en la vida política. La ciudadanía reconoció que el ‘eme’ participó sin poner condiciones, en igualdad con los demás partidos, y tal vez por esa razón, entre otras, eligió a 19 de sus candidatos a una corporación de 70 miembros.
Esos dos procesos también tuvieron como característica común el fortalecimiento del Estado de Derecho y la institucionalidad democrática, que en 1997 habían desaparecido y en 1990 mostraron incapacidad para hacer los cambios políticos que la Nación reclamaba.
La violación de las reglas del juego
El proceso en curso, por el contrario, no ha sido una política de Estado ni parece que vaya a serlo en la etapa de implementación que le resta, y en vez de fortalecer el Estado de Derecho y sus principios básicos, ha violado las reglas de juego, roto la separación de poderes y comprometido la independencia del Congreso y la rama judicial.
Desde sus comienzos, y durante toda la etapa de negociación, el proceso en curso ha sido proyecto político del gobierno Santos y los partidos que lo respaldan, sumados a las organizaciones que apoyaron su reelección y terminaron haciendo parte del Gobierno (Polo y verdes). Tuvo la oportunidad de volverse política de Estado y contar con respaldo mayoritario de la Nación, con motivo del resultado de la votación plebiscitaria que le dio la victoria al NO y el otorgamiento del Nobel de Paz al Presidente, pero no ocurrió así porque el ofrecimiento de la celebración de un gran pacto político que permitiera la celebración de un nuevo Acuerdo fue flor de un día, por lo que nada de lo prometido tuvo lugar.
Ahí está la gran falla política del proceso y es por ello que ha polarizado la opinión. El Gobierno y sus amigos creen que ese vacío político lo llenan torciéndole el pescuezo a la Constitución y a la ley. A eso obedecen los exabruptos jurídicos que aprobó el Congreso y validó la Corte Constitucional. Mediante la Ley 1745, cambiaron las normas estatutarias vigentes para la votación de los referendos, pero no para todos los que puedan convocarse, sino únicamente para el que decidiera si se aprobaba o no lo que se negociara en La Habana. Como poco tiempo después consideraron que el resultado que buscaban era más fácil de conseguir con un plebiscito, con la Ley 1806 alteraron las normas estatutarias que regían para los plebiscitos, aunque no para todos sino para el que cumpliera el propósito antes referido. En otras palabras, Gobierno y Congreso legislaron ad hoc, o sea con nombre propio. Esa misma ley, la 1806, autorizó por primera vez en la historia del país la intervención de los funcionarios públicos en política, porque se necesitaba que ministros, gerentes, alcaldes y gobernadores pidieran votos públicamente y convirtieran sus despachos en jefaturas de debate. También redujo el umbral exigido para la validez del citado plebiscito. Para estos efectos, tampoco se legisló con carácter general, sino para el plebiscito que, a pesar de todo lo anterior, perdió el Gobierno.
El Congreso, a solicitud del Ejecutivo y de los negociadores de La Habana, incluidos los de las Farc, decidió meterle la mano a la Constitución: aprobó el fast track y la ley habilitante. El primero hace más fácil reformar la Carta Política y expedir leyes que cambiar el reglamento de propiedad horizontal de un edificio. La segunda le permite al Presidente dictar los decretos con fuerza de ley que consideren necesarios para asegurar la implementación y ejecución del Acuerdo final. Lo anotado viola la separación de poderes y recorta las atribuciones de las Cámaras.
La Corte Constitucional, sin embargo, “se tragó los sapos”. Cambió conocida y reiterada jurisprudencia de Cortes anteriores y de la misma corporación que decidió lo anotado sin mayores consideraciones, porque lo que contaba era satisfacer los intereses políticos del poder de turno.
Con algo de pudor, y para no perder la vergüenza del todo, el Congreso dispuso que el fast track y la ley habilitante solo regirían a partir de la refrendación popular del Acuerdo final. No se necesita ser jurista ni estudioso de estos temas para entender y concluir que refrendación popular es la que hace el pueblo, de manera directa, cuando vota un plebiscito o un referendo. Pero el Gobierno, el Congreso y la Corte decidieron hacerle ‘conejo’ a la ciudadanía. Determinaron, en su sabiduría y de acuerdo con sus intereses, que la refrendación popular también era la que hacían y habían hecho las Cámaras mediante proposiciones de medianoche que ni siquiera estuvieron precedidas por un mínimo debate sobre el tema.
La politización de la rama judicial
Todo lo anterior crea la situación política, jurídica e institucional que marcará el año que comienza y que se suma a un clima de opinión tenso y complejo. En vastos sectores sociales hay falta de credibilidad e inconformidad ante un sistema político cada día más ilegítimo por su origen y su comportamiento. Básicamente porque el resultado de la mayoría de las elecciones es producto de la presión y la coacción que se ejercen de diversas maneras, el fraude y la compra de votos, lo cual se refleja en los actos de los gobiernos y las administraciones que los elegidos presiden. Esa es una de las razones por las que la corrupción superó hace rato la raya roja de sus justas proporciones.
Lo anotado es válido tanto para la Rama Legislativa como para la Ejecutiva en sus diferentes niveles. Últimamente, también para la Rama Judicial porque la administración de justicia se politizó: el Consejo de la Judicatura hace las veces de cordón umbilical entre la clase política y la justicia.
Lo que ocurra, desde el punto de vista fáctico, con el Proceso de Paz influirá positiva o negativamente en este resumido clima de opinión. La implementación normativa del Acuerdo celebrado con las Farc –reformas constitucionales y leyes que lo desarrollen– contará de manera decisiva porque el Gobierno pretende que “el espíritu, los principios, los compromisos y el texto” de dicho acuerdo rijan durante 14 años (los dos que restan de Santos y los próximos 3 gobiernos). Si el Congreso aprueba semejante despropósito puede estar creando las condiciones para que la oposición –si en el 2018 adquiere más poder del que hoy tiene– derogue o reforme parte al menos de la llamada implementación.
¿Cómo empezará a actuar la llamada justicia transicional que está provisto opere durante 15 años? ¿El Estado será efectivo en brindar la seguridad que merecen los líderes sociales y todos los activistas políticos? ¿Cómo será la desmovilización, el desarme y la reintegración a la vida civil de los miles de combatientes de las Farc? ¿Con qué recursos hará el Estado las cuantiosas inversiones a las que se comprometió, si es claro que la reforma tributaria solo servirá para cubrir el déficit y la economía en 2017 escasamente crecerá al 2%, cuando nos habían dicho que ese porcentaje era el incremento adicional y anual que tendríamos por el solo hecho de firmar el Acuerdo habanero?
Estos y muchos otros hechos e interrogantes, como la suerte de las revocatorias de alcaldes que ya empezaron a gestarse, harán parte del mundo político hasta mayo de 2018.
¿Cómo reciben nuestros principales actores de la vida pública esta novedosa “carga”?
En el caso de los actores del llamado establecimiento debe decirse que la reciben sin ninguna preparación ni capacidad porque a sus partidos, tradicionales y nuevos, solo interesan los puestos, los contratos y la mermelada. Ninguno propone nada ni dice dónde está la salida del túnel. Ese vacío político y falta de liderazgo no lo están llenando otras instituciones sociales: la academia, los centros de estudio, los sindicatos, los gremios, las Iglesias, la sociedad civil organizada.
En cambio, las Farc tienen proyecto político –que va más allá de la conquista de unas alcaldías y gobernaciones– y estrategia para lograrlo, de la que el proceso de paz es pieza maestra, según lo ha dicho su asesor Enrique Santiago: la negociación de La Habana y el acuerdo suscrito tienen razón de ser si sirven para que la izquierda organizada se tome el poder, como ha ocurrido en buen número de países del continente, pues Colombia no puede ser un vacío geográfico en el que no opere esa tendencia. Además, el Acuerdo final hace las veces de plataforma política y programática del partido que están creando las Farc, razón por la que sus 310 páginas, sin cambiarle ni una coma, deben hacer parte de la Constitución, tal como lo acepta el Gobierno que, igualmente, le ha concedido a ese partido ventajas de las que no gozan las nuevas organizaciones políticas. Lo anotado no quiere decir, en manera alguna, que dicho partido tenga asegurado el logro de sus objetivos, aunque asumen la competencia en mejores y más favorables condiciones que las que tendrán quienes les disputen el poder.
* Político, exministro de Estado, exalcalde de Bogotá.
Publicado en la edición impresa de enero de 2017.