03 de octubre del 2024
Los juegos tradicionales también almacenan sabiduría y cultura. Foto: Freepik
Los juegos tradicionales también almacenan sabiduría y cultura. Foto: Freepik
3 de Septiembre de 2022
Por:
Pablo de Narváez

Pese a la desmemoria y a la avalancha tecnológica, en Colombia hay quienes intentan rescatar la riqueza de los juegos tradicionales. Su magia y pervivencia penden de un hilo, pero el trompo, la golosa y las canicas se resisten a desaparecer.

A jugar contra el olvido

*Artículo publicado originalmente en la edición impresa de mayo/2021

Un cuarto contiguo a la caseta de la portería de la Institución Educativa San Vicente Ferrer, en Antioquia, conserva el encanto de una juguetería que huele a madera y a nostalgia. Rodrigo Arbeláez, de 62 años y celador de esa entidad desde hace 44, nutre de pirinolas, cocas, ajedreces, cuerdas, trompos, baleros, carros de balineras y yoyos, entre otros juguetes, a los alumnos que se acercan a pasar un rato.

Al desempolvarlos, los juguetes adquieren vida propia. En cada uno late la niñez del propio Arbeláez. Se plasman en sus formas los rostros de sus antepasados. Como en la película de Pinocho, en las noches de luna esperan la nueva mañana para volver a rodar, a saltar o a bailar al compás del zapateo infantil. Además de cuidar las fronteras del recinto, don Rodrigo es docente sin carné. Puñados de niños, niñas y adolescentes visitan su improvisado taller durante los recreos, imantados por la novedad de lo antiguo, por la posibilidad de conectarse con el alma de las cosas y navegar en barcos de papel.

Para él, “los juegos son importantes en la vida y especialmente en la juventud. Despiertan emociones, permiten conocerse y reconocerse en el otro. Son sanos e incluyentes. El juego es la esencia de la niñez y el secreto de la adultez. El que sabe más le enseña al otro. Eso es educación”.

Con la responsabilidad de salvaguardar esa importante tradición, Rodrigo creó el grupo Estrellas del futuro, cuya fuerza de convocatoria desbordó las aulas hasta el punto de agrupar no solo a jóvenes, sino también a adultos de todo el pueblo de San Vicente. Hombres y mujeres, algunos pensionados, de edades, profesiones y quehaceres variopintos; pero todos niños, al fin y al cabo.

En ese grupo participó Martha Cecilia Gallo, una joven que competía contra los hombres y que despuntó mundialmente en el juego del trompo. En 2013 estrenó su pasaporte, y su primer viaje en avión la llevó a Orlando, Estados Unidos, para participar en el Campeonato Mundial de la disciplina. En ese entonces era la campeona nacional, título obtenido en los Juegos de la Calle en Caldas, Antioquia.

“Fue una experiencia muy linda. En ese momento me preguntaba cómo un juego tradicional lo iba a llevar a uno tan lejos. Quería pasear, conocer, disfrutar de jugar con el trompo, mi juguete favorito”, cuenta con añoranza. Por su talento y su constancia, el trompo la catapultó a la fama. Conquistó el sexto lugar del mundo en esa competencia, lo que le valió un trofeo y, además, un contrato en Brasil para trabajar en una empresa como embajadora del hermoso artefacto en colegios y escuelas. Pasados los años, ese juguete de madera, cuyos orígenes se remontarían a la cultura egipcia y que ha calado hondo en la cultura lúdica de nuestro país, nunca dejó de ser la fuente de sus sonrisas y de su alegría, como actúan en el alma los juegos en verdad.

Baúl de vida

Decenas de trompos vuelan por los aires y, a la sazón misma de una revolución, rompen el viento, así como la odiosa idea de la extinción. Golosas, aros, jackses, cauchos, vara de premio, lazos, tapas, canicas, zancos y cien pies colorean el paisaje. Los Juegos de la Calle de Caldas, Antioquia, son un tesoro nacional desde el que se intenta, con mucho amor y propósito, conservar una tradición y dejar un legado. Desde 1981 motivan a educadores y estudiantes, y son luz y oasis en el mundo de hoy.

Cada año, cerca de 2.000 personas se reúnen, entre febrero y junio, en las calles y el parque principal de Caldas, ubicado en el Valle de Aburrá. El pueblo se paraliza. Y la ciudadanía, activa, se empodera del espacio público. El festival incluye a todos, locales o no, en torno a un mismo sentir. En el parque, hay que fijarse bien en donde se ponen los pies.

Los juegos tradicionales sobreviven en la memoria y en el corazón de adultos mayores, de abuelos y abuelas, alfiles del patrimonio. Uno de ellos es Humberto Gómez, el impulsor de los Juegos de la Calle y abanderado de la causa. Licenciado en educación física, sociólogo y especialista en recreación, tiene 70 años y tres hijos. Todo comenzó en las comunas de Medellín, en una labor social que lideraba llevando alegría, entretenimiento y sana diversión a poblaciones vulnerables. Luego, en Caldas, la poderosa iniciativa desplegó sus tentáculos y el sueño de su institucionalización se convirtió, como el conejo en el sombrero, en realidad.


 Los carros de balineras también se conocen como carros esferados. Generalmente, están hechos con materiales reciclados.  Foto: Javier Velásquez.  

“El niño es el potencial de los juegos de la calle. El juego es sentimiento, es parte de la vida, de la familia, de la comunidad. Este festival consiste en revivir el pasado, despertarla consciencia y enriquecer la cultura. Nos hace muy felices. En Colombia deberíamos tener una política pública que los blinde, los impulse y desarrolle. Organizar una versión oficial que convoque a toda nuestra diversidad”, cuenta Humberto. Luisa, de 12 años, es una ferviente participante en ese evento que parece sacado de un cuento. Le encanta jugar al hula-hula, carga un canguro lleno de canicas y siente tocar el cielo cuando camina en sus zancos. “Me gusta ver a tantas personas reunirse solo para jugar –afirma–. Es un momento en el año diferente a todos. Nos divertimos mucho. Los juguetes son los mismos con los que jugaban mis abuelos y mis papás cuando niños”.

Debido a su poder pedagógico, diferentes instituciones educativas locales han incorporado los juegos tradicionales en sus currículos académicos en la asignatura de educación física. Se enseña su historia, sus orígenes, sus reglas, la técnica de juego y las modalidades. En 2004, por acuerdo municipal, se declararon Patrimonio cultural inmaterial de la comunidad caldeña.


En Colombia, el trompo es el rey de la lúdica. En cada región se juega de una manera diferente. Foto: Javier Velásquez. 

Aquella Escuela

Históricamente, el juego ha florecido hasta su máxima expresión en las plazas, en las calles o en los parques: en el espacio público, apropiado por la comunidad. Sin embargo, la inseguridad y las nuevas lógicas sociales le han dado un vuelco a esa realidad. Las restricciones y el aislamiento social de la pandemia han encendido una llama lúdica que había estado apagada –la de los juegos de mesa como el parqués, que han sido desempolvados– y al mismo tiempo, han fortalecido el sedentarismo y el avance virtual del entretenimiento.

“Es una satisfacción haber pertenecido a una generación criada en la calle”, cuenta Martha, de 28 años y tecnóloga en manejo de gestión ambiental. De niña, pasaba sus ratos libres jugando yermis, trompo, carros de rodillo y baloncesto, que le encanta. El auge tecnológico no había comenzado. Ahora, ve con lástima que los niños se reúnan, más que todo, a jugar videojuegos dentro de las casas. Para ella, la responsabilidad del abandono está repartida en tres ejes: la escuela, los padres y el Estado. “Yo quiero tener hijos, y créame que el primer juguete que les voy a dar va a ser un yoyo o un trompo”, asegura, convencida del poder de interacción en ese recurso. Porque la magia del juego tradicional subyace en el espíritu comunitario: mientras el niño juega, el joven cuenta lo que vivió cuando lo jugaba en su niñez. Igual el papá, igual el abuelo. Estimula las relaciones sociales, nos enseña a resolver conflictos y a consensuar, a establecer reglas, roles y liderazgos.

Coincide con ella María de la Paz Serpa, madre bogotana, quien recuerda con melancolía sus épocas de infancia. “Jugábamos jacks, golosa, guerra de papeles, la lleva, se quemó la olla, el corazón de la piña, materile, escondidas, trompo –relata–. Muchos nos los enseñaron mi mamá y mi abuela. La mayoría en la calle, al frente de casa, con vecinos y amigos. Eran tiempos de alegría, de retos sencillos, de competencia simple y divertida”.

Para Javier Velásquez, médico deportólogo y socio fundador de la Sociedad Colombiana del Juego Tradicional, “la riqueza está en la transmisión de saberes y en los procesos de socialización que, por naturaleza, facilitan estas actividades”. Y añade: “El núcleo de la sociedad es la familia, que se fortalece en el encuentro de diferentes grupos en el barrio”. En Colombia, con nuestros retos de convivencia y necesidad de reconciliación, de empatía y de comprensión, revivir estas maneras de entretenerse y promover su práctica sería un paso firme hacia dichas metas.

Palos en la rueda

A mediados de la década de los 90, como una piedra en el zapato, emergió con mayor intensidad la mayor de sus barricadas: la tecnología. Por la manera en que están pensados desde fábrica, los juguetes modernos cortan, en alguna medida, el vuelo imaginativo y creativo del niño. Se trata de piezas perfectas con funcionalidades delimitadas, de detalles en cada detalle sin mayor campo a la transformación, todo con instrucciones a las que no les falta un punto ni una coma. El videojuego, por ejemplo, viene estructurado para descubrir comandos y claves. Una vez se encuentran, se acabó el encanto. En cambio, los juegos autóctonos y su gracia hacen que todos los días, al usarlos, se conozca algo nuevo, se les dé nuevos usos, se resignifiquen.

Antonio Abadía es un artesano de vieja guardia que fabrica yoyos, baleros, zancos, trompos, cien pies y carros de balineras. Vive en Bello, Antioquia, y tiene 75 años. Su taller es una joya. Posee la misma atmósfera que el de don Rodrigo. La madera –sea nazareno, pino, o abarco– es la materia prima preferida en la que modela, desde hace más de 35 años, las piezas de colección que vende en ferias, bazares o por encargo. Usa un torno artesanal de casi 100 años de antigüedad. “Fue una idea muy buena para seguir luchando por esta pasión. Me interesa hacer algo por mantenerlos vivos. Son juegos de sana convivencia, de compartir, de unión”, dice y sentencia: “La tecnología es muy buena, pero lo artesanal y lo tradicional va en otro camino”.

Cada juego cuenta una historia. Y cada uno de nosotros tiene una historia que contar a través de un juego. Los tradicionales, rústicos, sencillos y de acceso democrático, marcaron la infancia y la juventud de varias generaciones de colombianos. Son el lenguaje de una época; ritos que han construido nuestra identidad cultural y están enclavados en nuestro patrimonio.

El bogotano Richard Alexander Moreno, de 42 años, ha sido múltiple campeón nacional de yoyo y top 10 en el campeonato mundial en Shanghái, China, en 2018. Hoy es un eximio jugador amateur. El ascensor, el perrito o el dormilón son algunas de sus expresiones más auténticas. “Los juegos son un disfrute. Más que competir, el yoyo me ha dado muchas alegrías. Debemos pensar y preocuparnos por que la gente los conozca y no se pierda la tradición. Hay algunas generaciones que no los han retomado, por eso existen infinitas posibilidades de crecimiento”, dice.

No se puede evitar sentir nostalgia y saudade por aquello que quisimos y que se encuentra perdido, como un tesoro en el fondo del mar. Pero, paradójicamente, puede que los encierros y el distanciamiento obligatorio, tan demandantes y dolorosos, nos inspiren a rescatar estas formas de entretenimiento, que se pueden desarrollar con bioseguridad y que invitan a interactuar de manera sana.


Foto: Cortesía Guillermo Betancur Hernández/ Grupo de investigación Universidad de Antioquia. 

Al cielo en una Pata

Los juegos tradicionales se expresan diferente en cada región de Colombia. La diversidad cultural hace mella en la forma de recrearnos y de aprovechar el tiempo libre. En la ruralidad las cosas suceden de forma diferente de lo que pasa en los centros urbanos, por ejemplo.

Laura Chingaté es licenciada en deportes de la Universidad Pedagógica e investigadora de los juegos tradicionales campesinos: rana, bocholo, jurrión, tejo, cucunubá, cinco huecos, quemados, coca y trompo. Según ella, “los procesos de enseñanza y preservación de las costumbres y de su riqueza cultural tienden a desaparecer. La razón: una ruptura social, socioeconómica, educativa. Lo que estamos perdiendo es la identidad campesina y los valores culturales y ancestrales”.

“Mi deporte favorito era la golosa”, recuerda la señora Cecilia, de 82 años y labradora de la tierra en Chicaque, Cundinamarca. “Lo pintábamos con tizas y lo jugábamos con piedritas. En patasola, el objetivo era salir del infierno y llegar al cielo. Cada vez veo menos niños jugándolo. Me da tristeza”. No es para menos, pues las lógicas de la vida en el campo están cambiando desde hace décadas y el abandono de lo rural también es el olvido de una mentalidad.

Por su parte, en los ámbitos indígenas algunos juegos hacen parte de rituales espirituales, y por esa razón, la transmisión no se encuentra tan fracturada como la del caso campesino.