Foto: cortesía Aysha Bilgrami
9 de Julio de 2024
Por:
Zamira Caro Grau

Según conquistan el mercado internacional, dos joyeras de nuestro país encarnan dos caras de un mismo fenómeno: el del diseño que parte, ante todo, de emociones y reflexiones constructivas. 

Colombia más allá de las esmeraldas

 

 

EN TIEMPOS PRECOLOMBINOS, las joyas representaban el entorno: animales, astros y creencias que se materializaban a partir de técnicas como la tumbaga —una aleación de oro y cobre— y la fundición a la cera perdida. Tal era la belleza de estos tesoros que, al día de hoy, aún se exhiben en museos y centros arqueológicos. Y las técnicas milenarias, por su parte, todavía se replican en algunas joyerías del país.

 

 

A su llegada, los europeos trajeron la filigrana, una técnica basada en “rizar”, a mano, hebras de oro y plata. Esta fue adoptada por artesanos en la depresión Momposina, quienes, a su vez, incorporaron en ello algunos saberes ancestrales nativos. Diálogos similares entre tradiciones locales y foráneas se dieron a lo largo y ancho de la geografía nacional. La consolidación de esas tradiciones le dio un reconocimiento importante a Colombia, pero también sus recursos naturales. Sus esmeraldas, por ejemplo, explota- das en minas boyacenses, son codiciadas por joyerías de lujo en diferentes partes del mundo. Tanto así que, según datos de la Agencia Nacional de Minería, Colombia es el principal exportador de esmeraldas del planeta.

En ese contexto y sobre esos pilares, la creatividad colombiana ha dado a luz a iniciativas más contemporáneas, en manos de un grupo de joyeras activas, que están cambiando la mirada internacional sobre nuestras propuestas. Eso no quiere decir que su trabajo se aleje demasiado del oficio; del componente artesanal que requiere la elaboración de cada pieza. Sino que su obra está fundamentada en lugares y vivencias distintas. Unas que resuenan con fuerza en la sensibilidad global.

DETRÁS DE JOYAS VOLUMINOSAS

La primera vez que Paula Mendoza transformó una joya tenía ocho años. Fue un rosario bendecido por el papa uno que su madre había traído del Vaticano y que ella decidió adaptar a su gusto. Muchos años han pasado desde ese momento y, ahora, su nombre —su sello, su sensibilidad— se exhibe con orgullo en los cuerpos de mujeres famosas en todo el mundo. Es el caso de las cantantes Beyoncé y Rosalía, y de las actrices Zendaya y Sarah Jessica Parker. Asimismo, sus piezas han engalanado portadas de revistas como Vogue, Bazaar y Elle.

Dicho nivel de éxito no es una sorpresa para quienes conocieron a Paula de niña. La bogotana siempre encontró una manera de expresarse y diferenciarse de los demás en la transformación de las prendas y los accesorios. Restauraba atuendos, collares y sombreros, y eventualmente comenzó a elaborar joyas para sus amigas. El salto de fe que implica emprender con seriedad lo tomó luego —hace 20 años—, cuando pidió un préstamo de 10 millones de pesos para lanzar su primera colección.

 

The New Point of View, la primera colección de gafas de Paula Mendoza, está disponible online y también en su tienda física en Bogotá. 

Desde ese entonces, una pieza de Paula Mendoza llama la atención en cualquier oreja, cuello o dedo: aretes, earcuffs, collares, pulseras y anillos dorados y plateados que enaltecen la presencia de quien los usa. Saltan a la vista las dimensiones de cada pieza, así como sus patrones circulares. “Cuando uno hace algo de mane- ra honesta y desde el corazón, el resultado es muy parecido a lo que uno es. Así que, como a mí me gusta el volumen, eso se volvió un trademark mío”, explica Paula.

Su éxito es innegable. Mendoza es la primera diseñadora colombiana en colaborar con la cadena de moda y accesorios estadounidense J. Crew. Ella señala que, entre todos sus logros, uno de los que más le genera orgullo es poder “hacer país”, pues todas sus piezas se fabrican en su taller en Bogotá, con manos colombianas.

Los logros son también reflejo de haberle sido siempre fiel al ADN de su marca, y de una maestría que lleva años perfeccionando. Asimismo, de un trabajo concienzudo por entregar, a sus clientes, joyas enraizadas en sentimientos como el respeto y la felicidad.

Los días en el taller se ven así: Paula imagina un proyecto, lo dibuja en tamaño real, lo recorta y evalúa si realmente funciona. En caso de que sí, la pieza repite el proceso de gestarse, ahora en manos de los artesanos de su taller y con una lámina de bronce. Es allí donde aparece un prototipo de lo que podría ser el próximo best seller de la marca.

Para Paula, sus joyas son una “armadura para la vida”: aquello que tiene la posibilidad de “alegrar el día y transmitir seguridad”. El mismo manifiesto se extiende para su primera línea de gafas, que presentó recientemente con 12 modelos hechos en Italia. Esto confirma lo que el país ya intuía: el mundo joyero de Paula Mendoza está en expansión.

LOS TESOROS DE UNA PAKILOMBIAN

Cuando Tiziana, una de las profesoras de diseño de modas del Istituto Marangoni, en Italia, le decía que su camino eran los accesorios, Aysha no le creía. “Uno joven es muy terco y yo en ese momento estaba enfocada en otras cosas”, recuerda entre risas. Sin embargo, “cada persona tiene su camino”, y ella lo encontró muy pronto. La diseñadora celebra, por estos días, los primeros 10 años de su marca en el mercado.

Aysha Bilgrami, hija de padre pakistaní y madre colombiana, se ha encargado de que sus joyas cuenten su historia: la de una mujer que cree en la luna, en la numerología y en la astrología. Quizás por eso es que ninguna de sus piezas se libra de cargar un significado profundo. En su más reciente colección llamada Ensō, por ejemplo, hizo un esfuerzo consciente por hacer realidad lo etéreo: su ser cambiante y sus dos culturas se reflejan en la mezcla de diferentes materiales en esa serie, como las piedras semipreciosas, la plata, el vidrio soplado y el metal, entre otros. “Me gusta cuando una persona ve la pieza y nota que hay algo diferente, pero no sabe muy bien de dónde viene porque todo está mezclado. Lo mismo ocurre con los seres humanos”, explica.

 

Aysha cuenta con un flagship store en Casa Creciente, en Bogotá. FOTOS: EMILIJA MILUŠAUSKAITĖ

Dada la conexión entre lo que profesa y su propia marca, es fácil entender por qué su producción de joyas está atravesada por la sostenibilidad. Todas las piezas son elaboradas en plata de ley 925 reciclada y recuperada de radiografías. Además, utiliza la técnica precolombina tradicional de fundición a la cera perdida, para permitirle llevar la bandera de “preservar la belleza de las imperfecciones”. Esto se refiere a mantener vivos los procesos que dejan como resultado piezas con pequeñas diferencias entre sí y que, a su vez, reflejan el trabajo de las manos humanas responsables de su creación.

“Yo no quiero trabajar con impresoras 3D, me gusta tener romance con lo ancestral”, afirma. Quizás este amor a lo tradicional viene de su primer maestro en la joyería fuera de su familia: Alfonso Tinjacá. El ahora jefe de taller de la empresa fue, años atrás, su primer compañero en este proyecto. “Su curiosidad y la mía se han llevado muy bien, porque él conoce la maestría y yo, que soy diseñadora, llego con retos para ambos”, explica.

Sus piezas son reflejo de su fascinación por la multiculturalidad, la diversidad y las raíces culturales. Al ser imperfectas a la medida humana, invitan a la reflexión sobre el valor de lo orgánico en la era de la automatización y la inteligencia artificial. Y son, también, una apuesta por mezclar la joyería tradicional colombiana con los nuevos saberes del gran mundo de la moda.