22 de octubre del 2024
Ilustración: iStock
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10 de Octubre de 2024
Por:
Paola Guevara*

En pocos días comienza la Feria Internacional del Libro de Cali. Para su directora, los libros fueron casi los hermanos que no tuvo en la niñez. Esta autobiografía como lectora es, también, un llamado a dejar de lado el celular para buscar esas páginas rezagadas en la mesa de noche. 

Leer nos indica qué desear

CUANDO ERA NIÑA, mi primer gran deseo fue aprender a leer para no depender del tiempo y la voluntad de ningún adulto. Es decir, para emanciparme de los grandes y sus agendas colmadas. También del aburrimiento, uno denso y espeso, pues en una casa llena de adultos mayores, criada por abuelos y sin ningún otro niño a la vista, el mundo giraba lento, muy lento: demasiado lento para la velocidad de la mente infantil.

 

Mi primer libro fue una Biblia infantil que trajo como regalo una tía muy religiosa: ella pretendía acercarme a lecturas virtuosas y salvíficas. No obstante, en la Biblia descubrí un universo repleto de personajes extremos con vidas interesantes, a diferencia de la mía. Gente a la que sí le pasaban cosas extraordinarias, como convertirse en estatua de sal por mirar atrás; niños que vencían a un gigante con ayuda de una honda y una roca; hermanos malvados y celosos que vendían como esclavo al favorito del padre, pero quien, a la vuelta de los años, regresaba convertido en mano derecha del faraón egipcio.

 

Qué aburrida era mi vida. Qué interesante la de los libros. La vida silenciosa, solitaria y absolutamente apacible de una casa sin juguetes, como la mía, contrastaba con la de seres que abrían el mar Rojo en dos con ayuda de un báculo y descargaban de la nube unas “tablets” con archivos de diez mandamientos capaces de cambiar la historia del mundo. ¡Qué poderosas eran las palabras!, pues hasta creaban mundos y daban nombre a lo que no tenía.

 

La Biblia, primero. Y los cuentos de Las mil y una noches, después. Ese Oriente mágico de alfombras voladoras y aventuras del desierto moldearon en mí una certeza que Albert Einstein condensa en una frase maravillosa: “Solo hay dos formas de vivir la vida, como si nada fuera milagro o como si todo lo fuera”. Esa segunda era yo.

 

De allí, en busca de más historias asombrosas, salté a la biblioteca de mi abuelo, no custodiada por nadie, y por tanto, libre de censura. Eran libros que había comprado por catálogo en el Círculo de Lectores, que en esos tiempos era una suerte de menú que combinaba clásicos y novedades literarias comerciales, bajo pedido domiciliario. Allí leí muy temprano sobre la crueldad de la esclavitud en Raíces, los planes del pérfido Mengele en Los niños del Brasil y acompañé, en sus ansias de libertad carcelaria, al inocentemente condenado Papillón. Hoy sospecho que quizá no eran lecturas para alguien menor de ocho años de edad, pero lo escrito, escrito está. Y lo leído, también.

 

Mi segundo gran deseo en la vida, ya lo dije, fueron los libros infantiles, aunque no me atrevía a pedirlos para no perturbar la economía doméstica. Mi abuelo era contador, y por tanto muy buen guardián del dinero, así que la austeridad era una máxima tácita en casa.

 

Cuando viajábamos de Bogotá a Cali, por vacaciones, íbamos a la Librería Nacional, que en esa época permitía acercar los libros a la mesa mientras uno comía. Yo pedía un helado que aún existe en la carta: se llama Parfait, y por eso los libros quedaron asociados —en mi mente— al sabor del fondo de caramelo untuoso bajo tres capas de helado de vainilla, chocolate y fresa, atravesados por salsas de mora y chantillí, con barquillo de galleta.

 

Cuando a los 30 años vine a vivir a Cali, decidí que a mi hijo Lucas le permitiría tener todos los libros infantiles que quisiera, siempre de acuerdo a sus intereses espontáneos y jamás bajo presión. Si le interesaba Tutankamón, leíamos sobre Egipto. Si le interesaba Saturno, aprendíamos sobre el universo. Si le interesaba Mongolia, aprendíamos geografía. Hace dos semanas este joven políglota se marchó a estudiar letras y humanidades en París, a la misma academia donde estudió Simone de Beauvoir.

 

La noche antes de subirse a un avión dijo que quería despedirse de la Librería Nacional, y en su restaurante pidió un Parfait. Dijo que eso extrañaría. Mi helado favorito de la infancia era y sería, también y para siempre, el suyo. En su anuario de grado escribió: “A mi madre, quien me recitó versos de Pizarnik y extractos de Proust, quien me enseñó a no temer ser, decir, vestir o pensar y de quien aprendí a buscar lo auténtico y singular. A quien me introdujo al objeto más maravilloso: el libro”. Contuve las lágrimas. Nunca se sabe dónde terminará lo que comienza con un libro. E incluso antes: con el deseo de tenerlo.

 

EN EL HORIZONTE DE LAS CIUDADES


Una vez, un alcalde me preguntó por qué era importante tener una Feria del Libro en el espacio público, cuando llevamos la Feria Internacional del Libro de Cali al Bulevar del Río por primera vez. Y la respuesta, le dije, está en un libro gordo llamado El Hambre, del cronista argentino Martín Caparrós, quien viaja por el mundo para intentar comprender por qué sigue habiendo hambre en un mundo tan rico en recursos.

 

El autor cita el caso de una mujer africana, sumida en la pobreza absoluta y el hambre, a quien el periodista pregunta: “Si pudieras pedirle un deseo al genio de una lámpara mágica, ¿qué le pedirías?”. Ella responde: “Una vaca”. Caparrós, desconcertado por la respuesta, se da a la tarea de replantear la pregunta en otros términos: “Si pudieras pedirle a la lámpara de los deseos lo que sea, sea lo que sea sin límite, ¿qué pedirías?” Y ella responde: “Ah, en ese caso, pediría dos vacas”. Concluye Caparrós que quizá lo más cruel de la pobreza no es el hambre, sino que acorta el horizonte del deseo. Esta es la verdadera gran tragedia.

 

Pobreza es la sospecha de que merecemos poco, conformarse con mendrugos, aceptar que nuestros políticos repartan migajas y celebrarlas como manjares, cambiar oro por espejos y trabajo digno por mendicidad estatal. Pobreza no es no poder comprar un libro, es ni siquiera desearlo.

 

Recuerdo una anécdota que cuenta la escritora caleña Melba Escobar, de cuando llevaron escritoras a conocer las bibliotecas públicas de algunos barrios marginales, y los niños se aterraban porque pensaban que los escritores eran todos hombres viejos y muertos. En Cali hay una red con más de 60 bibliotecas públicas; iniciativas locales como Biblioguetto han logrado borrar fronteras invisibles entre bandas delincuenciales con espacios de paz o paredes donde los niños recogen y dejan libros.

 

Otro caleño, Lucas Bravo, no se interesó en los altísimos cargos que le ofrecía la industria y creó Educambio, que dota las bibliotecas del Pacífico colombiano con libros donados. Ha conocido lugares remotos de la Colombia profunda, donde los niños de una escuelita nunca habían visto un libro infantil, excepto el hijo de la profesora. Por Lucas conocimos la historia de una niña en cuya escuela leyó un libro con un dibujo de la torre Eiffel y otros lugares de París. La publicación abrió un boquete en su mente y se dedicó a construir el plan que la llevaría a estudiar a Francia. Una vez lo logró, una vez tuvo todas las posibilidades del conocimiento en sus manos, su cora- zón la impulsó a volver a Colombia, donde trabaja para que a más niños de las escue- las remotas y excluidas les pase lo mismo que a ella le pasó: enamorarse de un libro.

 

Las ferias del libro amplían el horizonte del deseo de sus habitantes. El libro nos saca de la inmediatez autómata de TikTok y las redes sociales, y como dice Juan Gabriel Vásquez, ejercita “la atención sostenida” que nos hace verdaderamente humanos. También nos saca de los vericuetos del ‘yo’, para entrar a la vida de otros, a la perspectiva de los otros, al tiempo de otros, y nos da herramientas para tramitar —por la vía de las palabras y los argumentos— los desacuerdos, de tal suerte que no hagan falta armas ni violencia.

 

Leer (y el ejercicio de escribir, que cada vez más abrazan) nos hace mejores ciudadanos, sin duda, pues como dice la filósofa Martha Nussbaum, un buen ciudadano tiene conciencia sobre sus emociones y conoce los detonantes que activan su envidia, sus celos, su ira, su asco, su resentimiento, su amor, su frustración, su odio, de tal suerte que nadie desde afuera pueda manipular esas aguas interiores.

 

Eso, justamente, permiten los libros: crear puntos de referencia y marcadores, dar espejos a las emociones y palabras a las pulsiones, de tal suerte que sepamos nombrar nuestro mundo interior y, por lo tanto, gobernarlo mejor. Las ferias del libro, las grandes, las medianas, las pequeñas, las nacientes, son un vehículo para ampliar nuestro horizonte del deseo, como nación. Para que deseando mejor, quizá, nos conduzcamos a un destino mejor.

 

*Directora de la Feria Internacional del Libro de Cali. Periodista, editora, columnista de opinión y novelista. Ha publicado con Editorial Planeta las novelas Mi padre y otros accidentes y Horóscopo. Más recientemente, dirige la Cinemateca y área cultural del Museo La Tertulia.