Déjala morir, la Niña Emilia
Déjala morir, la Niña Emilia es una pequeña telenovela, y también es un conjunto de sketches cómicos y actos musicales, y es también un experimento sofisticado con distintos grados de distanciamiento dramático. Relata la vida de Emilia Herrera (1932-1993), cantante caribeña de bullerengue (y de vallenato y otros ritmos), pero más que una obra biográfica es una secuencia de homenajes que construye una amistad entre el personaje y sus autores, sus intérpretes y sus espectadores.
La serie, que se transmitió en Telecaribe en 2017 —y volverá a transmitirse en 2018, tras su éxito entre el público y su triunfo múltiple en los premios India Catalina— consta de diez episodios de aproximadamente veinte minutos. Es una pequeña telenovela no solo por su brevedad, sino por ser menuda y liviana. Logra que su estética, que es consciente y ambiciosa, resulte a la vez fresca y cómoda para el espectador. Como telenovela, evade el acartonamiento del melodrama y las convenciones que la versión latinoamericana de ese género ha establecido para representar lo rural, lo económicamente precario y las relaciones entre hombres y mujeres. Celebra el deseo femenino y, alejándose de la victimización y el juicio, habla del dolor de las mujeres. Como comedia, evita la caricatura regional al explorar, con tanta profundidad como ternura, la riqueza no pintoresca del vernáculo. Se permite usar la procacidad y representar la sexualidad sin el morbo y la solemnidad usuales en la televisión nacional. Consigue poner en escena un auténtico desenfado que se transforma en una lección sobre la elegancia.
La fotografía es notablemente poética; no solo porque los colores y las texturas son exaltantes, sino porque descubre una fórmula efectiva en la reiteración enfática de composiciones escuetas y en la precisión del punto de vista: los fantasmas engalanados de dos mujeres se mecen largamente —y en varias escenas— en sendas mecedoras, filmadas de lejos frente a la fachada de una vieja casa deslucida que muestra, como si fueran dones, las capas de su deterioro; dentro de otra ruina —que parece un calabozo, un pozo, un baño, una tumba, un jardín y un escenario teatral—, un hombre arruinado y revivido canta una canción sobre los ancestros, visto desde arriba. Con el mínimo efectismo, las imágenes son intensamente significantes.
La serie presenta su contenido dramático sin esconder las preguntas que ese contenido le suscita. Entreveradas con las escenas que mueven la trama, hay monólogos, testimonios de la hija de Emilia, recreaciones de entrevistas y escenas de detrás de cámaras. Entre segmento y segmento, hay coplas en off que ofrecen otra lectura de lo que el espectador ha visto y verá. Al comienzo de la serie hay una invocación, como en las grandes épicas, y al final se presentan los actores en una fiesta que celebra el trabajo concluido, como en Inland Empire de David Lynch.
La actriz principal, Aída Bossa, logró crear una fenomenal fiera, concentrada y salvaje. Los actores secundarios son impecables. La dirección, de Alessandro Basile y Ramsés Ramos, es inteligente e ingeniosa. De manera desconcertante, el guión —o la edición— omite los actos que convencionalmente serían considerados principales o climáticos. Obedeciendo a una música más rítmica que melódica, esquiva lúcidamente las explicaciones e incluso los desenlaces. La narración es oblicua y saltarina. El espectador recibirá una invitación sin condescendencia; no sabrá exactamente qué pasó, ni cuándo, ni por qué: lo intuirá y lo inventará. No encontrará una serie de causas y consecuencias, sino una viva experiencia en esta obra sin finales —en este juego, en esta canción— que explora, a través de sucesivos desdoblamientos, la fama como juntura entre la vida y la muerte.
*Publicado en la edición impresa de abril de 2018.