TESTIMONIOS
La declaración de Lubín Bonilla. “Si me siguen fregando, los delato”
Jefe de Investigadores de la Policía, el general Lubín Bonilla fue encargado por el Director de la Policía, general Salomón Correal, para instruir el sumario del asesinato del jefe del liberalismo, general Rafael Uribe Uribe. Dos días después de haber iniciado su tarea, Lubín Bonilla fue destituido bajo la acusación de “propalar por lo bajo especies insidiosas contra el gobierno”. Bonilla, por su parte, afirmó: “Cuando empezaba a brillar luz, quitáronme investigación”, y declaró que el general Correal lo había destituido por la sospecha que Bonilla tenía sobre la participación de su Superior en el crimen que se investigaba. Interrogado para que expresara en que fundaba esas sospechas contra Correal, expuso:
“… indicaré los hechos que han hecho nacer en mí sospechas respecto del señor Correal: el día en que se cometió el delito que se investiga, el señor Correal, sin que tuviera ningún asunto pendiente en la oficina, se hizo llevar allí el almuerzo, y esto pueden declararlo Eustorgio Gutiérrez, que fue quien me hizo caer en la cuenta de eso; los testigos que este cita, tal vez Pantaleón Garzón, ambos agentes de policía entonces; en la cuadra en donde se cometió el delito, y a la hora en que este tuvo lugar, no se encontraban agentes de vigilancia, ni en las inmediaciones tampoco, pues aun cuando el señor Correal dijo por la prensa, respaldando su dicho por el de uno de sus subalternos, que sí había vigilancia ese día y a esa hora en esos sitios, es lo cierto que ninguno apareció por allí, que fueron particulares los que capturaron
a Galarza y Carvajal, y que el policía más próximo al lugar del delito fue el que prestaba servicio entre la carrera 8a y la calle 9a; respecto a la ausencia de agentes de policía en ese día y a esa hora en esos sitios, me refiero a lo que dijeron los testigos del sumario y a lo que sobre el particular afirmó la prensa. Casi en los momentos en que el delito se consumaba, estaban a poca distancia de allí, en la esquina, cruzamiento de la carrera 7a con la calle 10, los señores Francisco Quijano y Ángel María Ángel, agentes de policía secreta, ordenanzas, guardaespaldas del señor Correal, observando lo que ocurría, cuando llegaron al mismo sitio los señores Eustorgio Gutiérrez y Uriel Díaz, si mal no recuerdo, quienes bajaban por la Plaza de Bolívar, por la calle 10, y viendo el tumulto que empezaba a formarse, interrogaron a Ángel y a Quijano sobre lo que allí ocurría, mas estos se negaron a informar, por lo que Gutiérrez y su compañero se acercaron al lugar del delito, lo que dio ocasión a Gutiérrez para ayudar a colocar en el coche al general Uribe, pues cuando Gutiérrez me informó de lo ocurrido, me mostró manchado de sangre uno de los puños de la camisa; además, y para completar la relación de estos hechos, debe tenerse en cuenta que cuando Gutiérrez bajó a la Policía para informar lo que acababa de ocurrir, ya Ángel y Quijano estaba conversando con el señor Correal. Los señores Víctor y Julio Hernández Santamaría eran amigos inseparables de Galarza y Carvajal; uno de ellos estuvo en el teatro de los acontecimientos y se apersonó de su amigo Chucho (así llamaba a Jesús Carvajal), para conducirlo a la policía. Estos señores Hernández fueron agraciados por el señor Correal a raíz del delito que se está investigando, con puestos bien remunerados en el cuerpo de policía, pues al uno lo mandaron para Cartagena y al otro para Santa Rosa de Viterbo…
En las primeras declaraciones se dijo, por testigos vecinos a la carpintería de Galarza, que allí concurrían cachacos embozados, y que en alguna o algunas de las últimas reuniones hacía servicio un agente de policía uniformado, en la puerta de la carpintería, y que era este quien daba el pase a las personas que podían entrar. Yo juzgué de vital importancia averiguar quien era el agente que había servido de portero, y gasté el mayor interés en ello, y al efecto, le exigí al señor Correal que autorizara al Inspector General para que hiciera concurrir a mi despacho a los agentes que hubieran prestado el servicio de vigilancia en la cuadra de la carpintería en las noches indicadas por los testigos, para averiguar el nombre de ese policía portero, pero no solamente no pude conseguir el dato, sino que atribuyo a esa exigencia mi separación del conocimiento del sumario, porque cuando el Juez me comisionó para que personal y directamente hiciera la investigación adelantada por el señor Correal, volví a exigir verbalmente lo relacionado con el agente portero de la carpintería de Galarza, y esa exigencia que hice por la tarde dio por resultado la remoción brusca que, al día siguiente, por la mañana, me hizo el señor Correal, del empleo que desempeñaba…
Cuando la investigación estaba a mi cargo por primera vez, el señor Correal entraba a mi despacho y presenciaba las indagatorias que yo recibía a Galarza y Carvajal; en la de éste exigió que se hiciera constar su presencia, no obstante haberle indicado que eso no era correcto, porque en el sumario no debe intervenir sino el funcionario instructor y su secretario; pero el insistió y recuerdo que firmó la diligencia. Cuando recibía, como dije, la indagatoria de Carvajal, observé que él miraba mucho al señor Correal, antes de contestar la pregunta que se le hacía, y en alguna vez que miré al señor Correal vi que tenía un dedo sobre los labios, en la forma que ordinariamente se hace para imponer silencio. Esa misma noche, suspendida la indagatoria de Carvajal, y cuando se le conducía al calabozo, oí que en el momento en que salía de la oficina, dijo Carvajal, más o menos, estas palabras: “Si me siguen fregando, los delato”; me supuse también que quería referirse a otras personas que no pude suponer ni calcular quiénes fueran. Tan pronto como el señor Correal me quitó la investigación, sacó a Galarza y a Carvajal de los calabozos en donde yo los tenía a distancia, y los colocó en otros distintos, con un tabique delgado de por medio, y en donde podían comunicarse con facilidad. Alguno de los agentes me informó que para los sumariados Galarza y Carvajal hubo en esos días muy buena alimentación, cerveza, cigarrillos, etc., por orden del señor Correal”. (Fragmentos)
La declaración de Adela Garavito “No vayas a decir nada porque pueden hasta envenenarnos”
Sobre los hechos que se me preguntan, y como cuenta que tengo que dar a Dios de mis actos, garantizo haber presenciado los hechos siguientes: Como a las nueve de la mañana del quince de octubre de 1914, fecha en que por ser la consagrada a Santa Teresa de Jesús fui a misa a la capilla del Sagrario de esta ciudad, y al regresar para mi casa donde vivía con mi familia, en ese entonces, o sea a la vuelta de la casa que habitaba el general Uribe Uribe, vi que un poquito más abajo del zaguán de la casa de este, estaba el general Salomón Correal, director de la Policía nacional, a quien conocía de antemano, acompañado de un oficial de la Policía nacional, que vestía pantalón con franja, chaqueta y espada, y a quien el general Correal hizo entrar al zaguán de la casa contigua a la del general Uribe Uribe; y en ese momento vi claramente que el señor Correal mirando a dos hombres, vestidos de artesanos, que se encontraban en la esquina de la propia casa del general Uribe, les hizo una seña con la mano, como para que entraran al zaguán de la casa del general Uribe, seña que por lo significativa me hizo reflexionar y demorar un momento fijándome por esta razón. En las fisonomías de los dos hombres a quienes Correal llamaba la atención, había verdadera preocupación y un sello que denotaba lo anormal de la situación en que se encontraban, cosa que pude precisar porque un instante después pasé por junto de ellos, notando entonces que ocultaban algo debajo de las ruanas. Crucé la esquina y al seguir para mi casa, preocupada con lo que acababa de ver, pensé en la coincidencia de que cuando pasaba yo por enfrente del lugar donde estaba Correal, pasó cerca de mí, muy afanada y en dirección a Correal, con quien se detuvo a conversar, una señora llamada Etelvina de Posse, casada con un señor Posse, y a quien conozco porque precisamente en ese tiempo vivíamos en la misma casa y por alguna circunstancia alguna persona me había significado que dicha señora era policía secreto. Al llegar a mi casa le conté a mi padre, el señor general Elías Garavito, en estos términos: “¿Qué le parece, padrecito, lo que acabo de ver?”, y le referí lo que dejo dicho. Por la tarde, cuando supe la noticia del asesinato del general Uribe, le recordé a mi padre lo que le había contado por la mañana, y el me dijo más o menos estas palabras: “No vayas a decir nada porque pueden hasta envenenarnos”, y recuerdo que a él, emocionado, se le saltaron las lágrimas, porque él lo quería muchísimo. En uno de los días siguientes llegó la señora Etelvina de Posse trayendo un periódico con los retratos de los asesinos del general Uribe, periódico que me mostró, y reconocí en el acto a los mismos individuos a quienes había visto en la esquina de la casa del general Uribe Uribe el día del crimen, y a quienes hacía señas el general Correal. Mas como tenía al antecedente de que la señora de Posse se decía que era policía de seguridad, me limité simplemente a decirle que se fijara que esos retratos eran los de los hombres que el día del crimen habíamos visto en la esquina de la casa del General Uribe Uribe cuando ella bajaba y yo subía. Ella se quedó callada, me entregó el periódico y se retiró”.
El general Elías Garavito, padre de la señorita Adela Garavito, advierte en su declaración de junio 27 de 1917: “Es así mismo evidente que las razones dadas por mi hija para no haber dado a conocer tales hechos, ni del público ni de las autoridades, son las mismas que me obligaron a mí a guardar el secreto de ello, pues debo recordar, y hacerlo constar aquí, que cuando se instruía el proceso “Uribe Uribe”, toda persona que se decía sabedora de algo relacionado con ese crimen era conducida a la cárcel o ultrajada por los funcionarios de instrucción cuando menos”.
La declaración de Mercedes Grau “¿Qué hubo, lo mataste?” “Sí, lo maté”
En el dibujo que publicamos en la portada del número anterior de Credencial Historia, se ve a una mujer que presencia horrorizada el ataque a Rafael Uribe Uribe. Esa mujer es la señorita Mercedes Grau, quien aportó al sumario la siguiente declaración: “Que [el 15 de octubre de 1914 a la una de la tarde] salió por la cuadra de la calle 9a hasta la esquina de La Torre de Londres, y ahí se detuvo a esperar un tranvía. En el mismo andén en que ella estaba de pie vio a un hombre que vestía ruana gris clara, pantalón de fantasía negro con listas blancas, botines de charol, sombrero jipa nuevo, y de regular estatura, de bigote, recién afeitado, por lo cual se veía blanco, de frente ancha, de buena presencia, a quien después la misma declarante ha visto de cubilete y saco-levita entre el cortejo que acompañaba el cadáver del general Uribe; que recuerda haber visto a esa misma persona en la Iglesia de Santo Domingo a la hora de misa; en el Salón Olympia y en la calle 13, punto en donde él pretendió hablarle de algo importante; y, por último, en el lugar del crimen el día en que colocaron la placa conmemorativa.
También vio la señorita Grau a Jesús Carvajal –cuya filiación exacta dio—parado en la esquina diagonal a la en que ella estaba, o sea, en la que forma el edificio de San Bartolomé, y allí pudo escuchar que dirigiéndose el de botines de charol a Carvajal, le dijo: “Allá viene el general Uribe”. Entonces ambos miraron hacia arriba y no apartaron la vista del general hasta que este pasó por cerca de Carvajal, quien le dio la acera. La señorita Grau siguió por la misma vía del general Uribe, éste atravesó la calle tomando la acera oriental del Capitolio, y ella vio que Carvajal siguió en la misma dirección por la acera de enfrente o sea la del edificio de San Bartolomé. De pronto notó que un hombre de ruana que estaba tras de la pared que formaba rincón con el antiguo muro del capitolio salió al andén y siguió detrás del general Uribe. Luego relata que uno de quienes lo atacaron se volvió hacia donde estaba ella, la cual se detuvo sorprendida de lo que había visto. Da las señas de Galarza y afirma que al pasar éste, ella exclamó: “¡Ay, cómo matan a la gente en Bogotá”, y que Galarza le respondió: “Así se hace”. Y como el asesino se dirigiera a donde estaba el señor de ruana clara y botín de charol, el cual se encontraba todavía en el mismo sitio, la declarante se regresó y estando cerca de ellos oyó que aquel le preguntaba a Galarza: “¿Qué hubo, lo mataste?” y Galarza le respondió: “Sí, lo maté”, e inmediatamente siguió por la calle novena abajo y el señor de ruana clara y botón de charol atravesó la carrera y siguió por la misma calle 9a arriba, y a pocos pasos se encontró con otro señor de regular cuerpo, más bajo que él, de sombrero de fieltro, vestido de negro, y ambos subieron”. La señorita Mercedes Grau identificó al general Pedro León Acosta como el hombre que le preguntó a Galarza “¿Qué hubo, lo mataste”, pero no le recibieron la declaración en el sumario por haber “demostrado” el general Acosta, con una cortada muy inconsistente, que el Fiscal aceptó como óptima, que ese día del 15 de octubre de 1914 no estaba en Bogotá.
Relato de un testigo. “Ese individuo que está leyendo avisos acaba de asesinar al general Uribe”
El doctor Santiago Uribe fue testigo presencial del ataque contra el general Rafael Uribe Uribe y lo consignó en el siguiente relato:
“El jueves último estaba yo en la esquina de San Bartolomé, frente a la del Capitolio, en el cruzamiento de la carrera 7a. con la calle 10, esperando un tranvía. Vi venir al General Uribe, en dirección a la Plaza de Bolívar, por la acera oriental del Capitolio. Entre a El Oso Blanco, situado a pocos pasos de la esquina, a comprar una cajetilla. Cuando salí, liando un cigarrillo, oí un grito. Volví a mirar y vi a un hombre que huía lentamente. Por mi cerebro cruzó, rápida, la imagen del General Uribe, que en ese instante había desaparecido para mí, pero cuyo cuerpo vi un segundo después en el suelo. Llamé en mi auxilio al senador Jorge Vélez, a quien dije: “Han matado a Uribe”. Cuando traté de correr hacia el General, caído y mancornado, otro hombre se precipitó sobre él, como diciéndome con terrible mirada: “Si usted se interpone, lo mato”. El asesino descargó dos golpes sobre la víctima. Le grité entonces con toda la fuerza mis pulmones: “¡cobarde, bandido!”.
La gente comenzó a agruparse y lo capturaron allí mismo. Entonces yo, en vertiginosa reflexión, me dije: “Ya hay quien le preste auxilio al General Uribe, voy a seguir al asesino que primero le descargó el golpe”.
Era un hombre moreno, de baja estatura. Iba tranquilo, a paso mesurado, sin correr, como han dicho varias personas. El asesino llegó a la esquina de la Torre de Londres y con pasmosa tranquilidad volvió a mirar hacia el sitio del crimen. Dobló la esquina de la calle 9a. hacia su derecha. A pocos pasos se detuvo en la puerta ancha por donde entran los trabajadores de la obra del capitolio. Habló breves momentos con un individuo que debe ser obrero del mismo Capitolio. Después siguió bajando la cuadra, lentamente, seguido por mí a regular distancia. La calle estaba sola. El asesino llegó a la esquina de la calle de Santa Clara y se detuvo a leer los avisos fijados en el muro, situado frente a la Iglesia.
Mi desesperación por capturarlo llegó al colmo. Sólo, sin policía, sin nadie en mi auxilio, llegué a pensar que el asesino entraría al templo a esconder el arma. En ese momento pasaron el capitán Agustín Mercado y el señor Leonidas Posada Gaviria. Los llamé y les dije: “Me encuentro en un conflicto. Ese individuo que está leyendo avisos acaba de asesinar al general Uribe. Ayúdenme a capturarlo”. Cuando yo decía estas palabras se presentó un agente de policía, a quien se le puso en autos, y le intimó prisión al prófugo. El asesino no opuso resistencia alguna, pero sí me dijo a mí estas palabras: “Presente usted una prueba de lo que acaba de decirle al policía de que yo maté al general Uribe”. Yo le respondí en el acto: “En el bolsillo izquierdo del pantalón lleva usted el arma con que yo vi que usted mató al General Uribe”. El policía lo registró y efectivamente le encontró una hachuela tinta en sangre.
El General Carlos Soto Ortega llegó en ese momento y me dijo: “¿Es contigo la cosa, Santiago?” “No, Carlos, le contesté, es que este hombre acaba de asesinar al general Uribe”.
El General Soto Ortega, que, como es sabido, tiene por el General Uribe el más acendrado cariño, no pudo contenerse y le tiró una bofetada al asesino. Este trató de enfrentársele, pero el capitán Mercado sacó el sable para impedirlo.
El policía y varios otros particulares lo llevaron preso a la Central.
Recuerdo la mirada que [tras el ataque] lanzó sobre el cuerpo caído del general Uribe el asesino que hice capturar en Santa Clara, y que fue el primero que lo atacó: lo miró de soslayo y al convencerse de que lo había asegurado, siguió despacio su camino.
Falta un cuarto para las doce del día, concluyó el doctor Uribe, mirando el reloj, y hasta hoy no se me ha tomado declaración ninguna, a pesar de que van corridos cuatro días de cometido el crimen”. (Gil Blas).
El asesinato del general Uribe
Por Enrique Olaya Herrera
Hasta ahora habíamos guardado silencio acerca de las impresiones generales que nos han causado las audiencias públicas en que se indagan las responsabilidades provenientes del asesinato del general Uribe Uribe. También habíamos callado lo que serenamente pensamos en relación con la actitud inicial de diarios muy respetables de la prensa bogotana. Mas en vista de la gravedad excepcional del proceso, del interés creciente que surge de los debates judiciales, parécenos oportuno y justo romper aquel mutismo…
El señor Anzola Samper, según parece, apoyado por un grupo de admiradores del general, y sostenido en sus deducciones por parientes de éste, publicó un libro bastante conocido, con el cual quiere comprobar que la responsabilidad proveniente de la trágica y brutal ultimación perpetrada al pie del Capitolio, va más allá, mucho más allá de Galarza y Carvajal. Tal libro, bueno o malo, acertado o no, justo o injusto, contiene trabajos de investigaciones pacientes, datos que pueden servir en lo que valgan a la administración de justicia. Luego era preciso no desautorizarlo previamente y de manera absoluta; luego convenía no considerarlo –según parecer de algunos escritores bogotanos—como mera novela criminalista, hecha por un detective desorbitado, digno de que la opinión pública y los tribunales le volviesen la espalda. En materias penales nada puede rechazarse a priori, aun cuando a primera vista tenga la apariencia de insignificante o absurdo. Del hallazgo de un simple detalle bien puede resultar el descubrimiento de un delito o de un delincuente.
Probablemente aquellos conceptos tendientes a desautorizar al autor y al libro en referencia, produjeron una situación bastante anómala en las primeras audiencias. El señor Anzola Samper fue recibido en ellas con marcada hostilidad, cual si compareciese ante el Pretorio, no un testigo denunciante, sino un adversario de la administración de justicia, un enemigo personal de la verdad y de los hechos; y de ahí resultó que quienes por la naturaleza de las cosas y por la misión que en el proceso desempeñan debían considerar a Anzola Samper como un aliado de facto, más o menos autorizado, más o menos imparcial, pero a quien era conveniente escuchar a todo trance sin hacerle mala cara, asumieron contra él una actitud de injustificable agresividad. Esta oposición coartaba la libertad de Anzola Samper, producía un ambiente cargado de prejuicios, cosa incompatible con los elevados intereses de la administración de justicia.
Esta causa criminal, levantada sobre la tumba ensangrentada del general Uribe Uribe, cada día aparece más complicada, más extensa, más digna de meditación. Si las cosas siguen como van, no sería raro que la responsabilidad criminal salve los límites vulgares donde sombríamente se yerguen las figuras de Galarza y Carvajal; no sería imposible que el proceso sea algo más que un sainete sin trascendencia.
Si a los hechos que han ido poniéndose de presente en el curso de las audiencias se agrega la presión que se quiere hacer en la Policía Nacional sobre algún testigo, es más que natural el sentimiento de inquietud y de alarma que está dominando a la sociedad entera. (El Diario Nacional, mayo 23, 1918. Fragmentos columna editorial)