30 de diciembre del 2024
 
Juan Friede, Eliécer Silva, Luis Eduardo Unda y Carlos Margain. Alto de los Ídolos, 1946. Archivo fotográfico de Gregorio Hernández de Alba.
Noviembre de 2017
Por :
Juan Pablo Duque Cañas Arquitecto, Magíster en Filosofía, Doctor en Historia. Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia.

SAN AGUSTÍN

LO QUE LLAMAMOS arquitectura colombiana no corresponde solo a las manifestaciones constructivas que se referencian frente a lo extranjero. Por el contrario, debemos extendernos muchos siglos hacia el pasado para vislumbrar las condiciones socioculturales de los habitantes originarios de lo que pasó luego a configurarse como la nación colombiana, en una historia que tiene aún muchas cosas por contar.

Estatua zoomorfa (ave con serpiente), en Mesita B.

 

El descubrimiento paulatino de los lugares arqueológicos en nuestro país motivó la reconsideración del valor de ese pasado dentro de una historia nacional que también debía involucrarlo como sostén a partir del cual se ha configurado la República de Colombia.

Así, el proyecto ilustrado de una nación independiente contempló incluir las sociedades prehispánicas, pero desconoció su vínculo con los indígenas sometidos y optó por apropiarse de la grandiosidad de su pasado sin reconocer nada de su presente1. Infortunadamente, cuando se hace referencia a lo precolombino, de inmediato se piensa en la gloria pretérita de sociedades que habitaron estas regiones antes de la llegada de la que se autoasume como verdadera civilización. Una de las principales manifestaciones de ese pasado es la cultura San Agustín, que se localizó en lo que ahora es el departamento del Huila, en el macizo colombiano del que derivan las tres lenguas montañosas en las que culmina la cordillera de los Andes. Allí, en el Alto Magdalena, distribuida entre los municipios de San Agustín –de ahí su nombre–, San José de Isnos y Salado Blanco, fue descubierta una profusa variedad y cantidad de elemen-tos pétreos de carácter ritual y arquitectónico que pronto adquirió notoriedad incluso en los tiempos de conquista. En la búsqueda de las tierras de El Dorado, adelantados al mando de Francisco García Tovar reportaban ya el avistamiento de magníficas figuras de piedra, las mismas acerca de las que luego escribiría

Fray Juan de Santa Gertrudis Serra en la segunda mitad del siglo xviii, considerada la primera documentación escrita al respecto. Buscadores y aventureros acudieron allí buscando riquezas en oro, pero abandonaron pronto sus intentos porque lo que proliferaba era roca volcánica.

Estatua antropomorfa (hombre o deidad con niño).

 

No obstante, las características de estas figuras no dejaron de asombrar a quienes allí llegaban. Francisco José de Caldas visitó el sitio en 1779, y pocos años después también lo hizo José María Espinosa, dibujante, quien redactó sus impresiones en su libro Memorias de un adelantado. En 1857, en el marco de la Expedición Corográfica, arribaron Agustín Codazzi y el dibujante y cartógrafo José María Paz, cuyas imágenes sirvieron para incentivar el interés sobre este sitio. A principios del siglo XX, entre 1913 y 1914, acudió, como investigador, el alemán Konrad Theodor Preuss, quien plasmó sus consideraciones en el libro Arte monumental prehistórico, donde enfatizó el valor artístico y cultural de lo allí preservado e inauguró un proceso de investigación académica que fue seguido por Gregorio Hernández de Alba, José Pérez de Barradas, Juan Friede, Ernesto Guhl, Gerardo Reichel-Dolmatoff, Luis Duque Gómez y muchos más en épocas recientes2.

Lajas que configuran el sitio funerario.

 

Aunque desaparecido incluso de la memoria de los pobladores cercanos a la región en general, en tiempos de la conquista algunas personas del lugar conocían la existencia de restos monolíticos y monumentos construidos por alguna cultura previa, pero ya habían olvidado quiénes habían sido y por qué elaboraron lo que yacía en el lugar. Cuando empezaron las primeras exploraciones científicas, como las de Preuss en 1913, el deterioro de lo encontrado no se debía solamente al paso del tiempo, dada la antigüedad de los restos, sino al saqueo destructivo provocado por los que habían llegado antes sin otro objetivo que escarbar esperando encontrar riquezas diferentes a las culturales; actividad que no cesó aun siendo considerado un sitio de trascendencia para la investigación de la historia colombiana. Por esta situación, el

San Agustín, Huila. Reconstrucción temprana de un monumento funerario con figuras míticas que soportantan las lajas de piedra en un espacio semicircular bordeado por piedras verticales.

 

Estado colombiano debió iniciar en 1938 la adquisición de algunos de los predios donde se hallaban las más prominentes esculturas megalíticas y tumbas, y mediante el Decreto 904 de 1941 se estableció, en consecuencia, una reserva arqueológica que en la actualidad está compuesta por los parques arqueológicos de San Agustín y Alto de los Ídolos y de las Piedras, inscritos ambos en la lista del patri-monio mundial de la Unesco en 19953 como reconocimiento al mayor conjunto de monumentos religiosos y esculturas megalíticas de América del Sur. Las investigaciones arqueológicas han establecido que la cultura agustiniana tuvo dos grandes períodos de desarrollo. El primero, denominado Formativo, va del año 1000 a.C. al siglo i d.C., y el segundo, el Clásico Regional o período de la monumentalidad, del siglo i d.C. hasta el año 900 d.C. Así se estableció una cronología de las culturas del Alto Magdalena que permite comprender mejor sus condiciones sociales y culturales.

Fuente Lavapatas.

 

Durante el período Formativo los habitantes enterraban a los muertos en pozos y tumbas de cámara lateral, en lugares cercanos a sus viviendas. En este sentido, se encuentra una correlación directa entre el hábitat doméstico y el lugar que se establece como umbral a la siguiente fase de la existencia. La organización política de este período se basó en los cacicazgos independientes, cada uno conformado por unas 200 familias que se localizaban en las zonas periféricas alrededor de un centro en el que se ubicaban, menos dispersas, una treintena de familias, aunque no se trataba de aldeas propiamente dichas.

En el período Clásico Regional se empezaron a establecer los centros ceremoniales. Los dólmenes funerarios se ubicaron en lu-gares cuya jerarquía era señalada en la superficie mediante la ubicación de esculturas de seres fantásticos relacionados con sus mitos ancestrales.

Diagrama de ubicación de los principales yacimientos en San Agustín. Luis Duque Gómez, Reseña arqueológica de San Agustín. Bogotá: Voluntad, 1971.

 

En un área de 300 kilómetros cuadrados en los que se encuentran las evidencias de la cultura de San Agustín, se han encontrado más de 3.000 sitios arqueológicos. En Mesitas, por ejemplo, se encuentra una alta concentración de las más antiguas tumbas, estatuas talladas y lugares de residencia, y es allí donde se ubica, en un sitio conocido como La Estación, la más importante estructura arquitectónica que, con espacio concéntrico cuyo diámetro es de 9 metros, parece haber sido el lugar donde se ubicó un importante templo o casa ceremonial.

Adicionalmente, el conocimiento de los astros ha quedado evidenciado en la implantación de las necrópolis en relación con los recorridos del sol en los solsticios y los equinoccios4.

En el sitio conocido como Mesita A se encuentran los dos montículos funerarios de mayores proporciones, con 30 metros de diámetro y 4 de altura. Su importancia se resaltaba con unas 15 estatuas a lo largo de los corredores, con la presencia adicional de múltiples tumbas de lajas en las que posiblemente se depositaron los restos de sus familias. Otro sitio, Mesita B, fue un espacio de residencia importante desde el período Formativo que cumplió un papel trascendental en la confi-guración de la comunidad. Se destaca el monumento llamado Lavapatas, elaboración de canales tallados en piedra en el lecho natural de la quebrada del mismo nombre, con estanques y figuras antropomorfas y zoomorfas, especialmente anfibios y reptiles. Se trataba de un lugar especialmente importante donde se realizaban baños rituales y ceremonias especiales de purificación.

Hoy su conservación es un asunto que a todos nos atañe por ser un territorio al que acuden miles de turistas anualmente, persuadidos por la valoración establecida por la Unesco. Además del deterioro inevitable, detonado por la erosión y su propio biodeterioro, muchos aspectos aceleran los riesgos que atentan contra su preservación. Muy a pesar de los intentos estatales para desincentivar su saqueo mediante su declaratoria como monumento nacional en 1993, el gran dilema de esta muestra de las riquezas culturales que prefiguran la nacionalidad colombiana es su reconocimiento como elemento esencial de esa historia recorrida, y muy poco comprendida, de las realidades de los habitantes de estos territorios antes de la llegada de los europeos hace 500 años. Pero la sociedad en general desconoce su existencia, y ni siquiera en los espacios académicos se le da la relevancia debida. Se acusa la ausencia de su estudio en los ámbitos de enseñanza de la arquitectura, donde prevalece el interés por las arquitecturas influenciadas desde el exterior, buenas o malas, y se desconoce la importancia del ejercicio profesional para aportar al reconocimiento y protección de estas otras arquitecturas. Pero aún estamos a tiempo de reconocerlo y actuar si lo que buscamos es recomponer lo que denominamos historia de la arquitectura colombiana.

Referencias

1 Langebaek, Carl H., 2003. Arqueología colombiana. Ciencia, pasado y exclusión. Bogotá, Colciencias, pp. 71, 79.

2 Barney-Cabrera, Eugenio, 1977. “San Agustín, centro religioso y artístico”. En: Historia del arte colombiano, tomo 1. Navarra, Salvat, pp. 95-120.

3 Zanabria, Fabián, 2014. “San Agustín, materia y memoria viva hoy”. En: Hernández de Alba, Gregorio, La cultura arqueológica de San Agustín. Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, pp. IX-XIII.

4 Betancur Montoya, José Rodrigo, 2006. “Marcadores solares en la cultura San Agustín”. En: Boletín de Antropología Universidad de Antioquia, vol. 20, No. 37, pp. 184-205.