30 de diciembre del 2024

OBRAS Y ARTISTAS DEL SIGLO XX EN COLOMBIA (PARA LLENAR UN MUSEO VACÍO)

Destacar solamente diez obras de miles y miles que se han producido en un siglo es una tarea arriesgada que a muchos debe incomodar.

¿Por qué diez y no noventa o cien? Me permito explicar que diez es la cifra que prefiere el periodista por lo breve y que noventa o cien corresponde a la meta que se fijaría el curador que quisiera aproximarse al perfil de la centuria que nos ha visto nacer. Al escribir este artículo, me acojo a esta segunda opción por ser la perdurable, advirtiendo que meto la mano en la candela hasta la generación intermedia (la de los mayores de 36 años), seguro de que como van las cosas a algunos de sus miembros les ocurrirá lo mismo que al uruguayo Joaquín Torres García, o sea que no llegarán a su verdadera plenitud sino después de cumplidos los cincuenta años de edad, razón por la cual omito por ahora sus nombres.

Hay obras han marcado época, factor imposible de ignorar aunque nos llene de vacilaciones o dudas el hecho de no haberla vivido. Pienso en Horizontes (1914) y Paisaje de Pacho (1921) de Francisco A. Caro, en los paisajes característicos de Jesús María Zamora y en las pequeñas pero inmensas vistas que de Bogotá y sus alrededores nos dejó Roberto Páramo, pero también en Bachué (1925) y Bochica (1927) de Rómulo Rozo, en Homenaje al estudiante muerto (1957) y Violencia (1962) de Alejandro Obregón, en la serie Aparatos mágicos (1957), Escaleras (1973) y Sol (1986) de Edgar Negret, en la serie Madres superioras (1958-1959), Mona Lisa a los 12 años (1959), Arzodiablomaquias (1959), Obispos muertos (1965) y La familia Pinzón (1965) de Fernando Botero, en toda la serie de Amarraperros (1975-1976) de Antonio Roda, en Hombre corriendo en su tierra (1970) y la serie Retrato de un guerrero (1972) de Pedro Alcántara, en los últimos tableros de Santiago Cárdenas, en ciertos desnudos de Luis Caballero, en ciertos tapices de Olga Amaral y en el Bart Simpson precolombinizado de Nadín Ospina (1993-1994).
Si el lector hace cuentas, la lista anterior revela una escogencia que habría que medir por decenas y no por unidades. Nada raro. Una exposición museística de ochenta obras se considera pequeña. Que el museo de Arte Moderno de Nueva York resuma una tendencia o un movimiento con centenar y medio de ejemplos es apenas normal, luego un siglo completo acepta doscientas obras cómodamente. No obstante, no voy a llegar a tanto, sólo que una vez definidos los artistas del párrafo anterior, toca pensar en los que han producido muchísimas obras de gran mérito, apenas conocidas por fuera del círculo de los entendidos, que cito a continuación.

Andrés de Santamaría : Autorretrato (1910), La lectura (1919), La ola (1921), las dos versiones de Las santas mujeres (1923), La Naturaleza muerta (1927) del Museo Nacional, Niño sobre fondo verde (929) y el Autorretrato como Cristo (1944). Alejandro Obregón: Masacre 10 de abril (1948), el Toro (hacia 1958) del Centro Artístico de Barranquilla, el Amanecer de los Andes (1959), Aves cayendo al mar (1962), Homenaje a Gaitán Durán (1962) y El caballero Mateo (1964). Edgar Negret: Kachina (1957), La luna amarilla (1986), la serie Quipu (1986), Eclipse sobre el Cuzco No 2 (1991) y la serie Serpiente emplumada (1991-1993). Eduardo Ramírez Villamizar: el mural de la antigua sede principal del Banco de Bogotá titulado El Dorado (1958), Acueducto de Machu Picchu (1984), Deidad agustiniana (1986) y Barca muisca (1997). Antonio Roda: la seri completa de Retrato de un desconocido (1971). Beatriz daza: Crisol para Prometeo (1963) y los relieves de fragmentos cerámicos como el titulado Hace mucho tiempo (1965). Santiago Cárdenas: Pizarra con cable, brocha y cabuya (1985), Martillo con figura negra (1986) y jarrón chino (1990). Beatriz González: Apocalipsis camuflada (1989), Contra-Paeces (1996) y sobre todo Autorretrato llorando 2 (1997). Juan Cárdenas: Trois personnages dans l'atelier (1988), Cristo de Boyacá (1989) y El parque de Santander en 1885 (1991). Luis Caballero: la casi totalidad de la obra contemporánea de Pintura anecdótica (1972), algunos de sus autorretratos y la totalidad de los cuadros negros (1990), últimos que pintó. Olga Amaral: los tapices de la serie Sol cuadrado (1993). Luis Fernando Zapata: las series Escudos (1985-89) y Sarcófagos (1992-94). Carlos Salas: abcd y Doce cuadros a partir de la afirmación de Degas: pintar un cuadro es como cometer un asesinato, hay que tener previstas todas las coartadas (1993).

Pero el museo que no ofreciera sino los artistas y las obras hasta aquí mencionados, sería un museo incompleto y tendencioso. Si estos artistas son grandes, su grandeza se debe a que contaronm con un contexto rico y estimulante. A lo largo del siglo XX hubo artistas de talento que en algunos casos han sido olvidados o son mal considerados. Como los museos están hechos para contrarrestar el olvido, no para seguir la moda como a veces se cree, he hecho mi escogencia.

Es necesario incluir entonces al Fidolo Antonio González Camargo de La poda (1910), La lectura (1919) y Arrabales de Bogotá (hacia 1917-1918), al José Domingo Rodríguez de Desmagrador (1931), al Pedro Nel Gómez de Retrato de León de Greiff (1938), Retrato de Fernando González (1940), Combate mítico entre mineros y Patasolas (1946) y Recuerdos de la Violencia (Dos mujeres en Vigilancia nocturnas) (1962), al Gonzalo Ariza de las xilografías de mediados de los años treinta, al Ramón Barba de Comunero del Socorro (1943), al Caldas Correa de Anunciación (1941), los dos fragmentos de Carnaval (1948) y Diosa Baché (1949), a un Arenas Betancur que yo limitaría únicamente a Prometeo (1949) y Bólivar desnudo (1956), a la Débero Arango de La procesión (1944), al Marco Ospina de Flor (1946), Díptico de la violencia (1955) y Trópico del Cauca (1962), al Guillermo Wiedemann figurativo de los años cuarenta y primera mitad de los cincuenta, al Luis Angel Rengifo de Pie al sol (1963), al Enrique Grau de La niña del sobrero (1972), In memoriam (1990) y Ponqué de novia (1987), al Alfredo Guerrero de Autorretrato tapado con una hoja ( 1972), al Augusto Rendón grabador de 1976-1977, al Bernardo Salcedo de Casa por cárcel (1997), al Oscar Muñoz de Narcisos (1994-1996), al Antonio Caro de 10 pesos (1997), al Germán Botero de Sitio y lugar (1995) y Mina de oro (1996), al Rodrigo Facundo de En la puerta de la lengua (1997), al Rolf Abderhalden de Camino (1997-1998) y Dormitorio (1998), al Germán Londoño de Cazadores contemplando una escultura (1995) y Monet navegando en Giverny (1997), a la Marta Combariza de la instalación Sueño de tierra (1994) y Piedras de vuelo (1998) y al José Alejandro Restrepo de El cocodrilo de Humbolt no es el cocodrilo de Hegel (1994) y Musa paradisíaca (1996).

Po último, paso a considerar la fotografía, que en Colombia ha dado figuras de gran talla aunque escasas en número. Piénsese si no en las fotos de estudio que a principios de siglo firmaron Melitón Rodríguez, Benjamín de la Calle y J. N.Gómez, en las largas panorámicas que Jorge C. Obando tomó en Medellín en los años veinte y treinta con la Cirkut de Kodak, en los humildes pero muy fuertes personajes que Luis B. Ramos solía retratar en calles y ferias hacia 1937, en Dos culturas (1939) y Pavo real del mar (La red) (1939) de Leo Matiz, en el alzamiento popular que registro Sady González en los días del bogotazo (1948), en los retratos de Hernán Díaz como ese -verdaderamente extraordinario- de Fernando Botero dando un puñetazo en una mesa (1959), y en el dramatismo de las gráficas que en el lugar de la noticia captó el reportero Carlos Caicedo entre 1955 y 1990. Muy a mi pesar, aquí concluye la lista de fotógrafos porque entre las últimas generaciones, con excepción del relativo despertar que hemos presenciado en esta última década del siglo, la fotografía ha sido practicada por la mayoría con la curiosa técnica del coitus interruptus.
A algunos parecerá amañada la presencia de algunos nombres y discutible la ausencia de otros. Doy una explicación del criterio que guía mi selección: tengo la muy occidental y muy maniática inclinación de preferir lo nuevo, auténtico y distinto a la repetido, copiado o parecido. El mexicanismo en el vacío, el abtraccionismo del montón, el pop art tardío y sin tuétano, el hard edge sin razonamientos propios, el minimalismo de receta y la instalación sin orden ni concierto pertenecen al género de las manifestaciones que no son dignas de conservar, ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo. Un museo es memoria viva. Como tal, rechaza el arte yerto.

Si reconsideramos ahora los primeros artistas que traigo a cuento en este artículo, tenemos que en 1900 Andrés de Santa María tenía 40 años y Roberto Páramo, 41. Aunque iniciados en el siglo XIX, sus lenguajes y temas corresponden a la Colombia del siglo XX. La aclaración es pertinente para saber por qué no he mencionado a los más jóvenes. Bien, de ellos puedo asegurar que están destinados a ser reconocidos como artistas del siglo XXI se desde ya son capaces de romper con las contradicciones y confusiones tanto conceptuales como técnicas de un fin de siglo que -en nuestro país al menos- tiene la particularidad de ser teóricamente prepotente y lisiado. Remember Torres García, s'il vous plait.