Los Muíscas se movían, todo el tiempo
Cuando pensamos en una aldea muisca, nos imaginamos un lugar donde habitaban personas, de manera más o menos permanente, en torno a un cacique que tenía mando sobre ellas. Esta noción tiene mucho que ver con la forma en la que nuestra sociedad ha pensado cómo son las sociedades indígenas más “avanzadas”. Por ejemplo, asumimos que entre los muiscas del siglo XVI había caciques muy poderosos, sostenidos por una población obligada a darles tributos. En esa misma línea, aceptamos también que los grandes y poderosos caciques vivían en enormes aldeas que eran el centro de su poder (como Bogotá o Tunja). Por definición, esto querría decir que el poder de los caciques se traducía en el férreo control sobre una población dedicada a producir no solo para cubrir sus propias necesidades, sino para beneficiar una élite que no trabajaba.
Todo lo anterior es equivocado. No solo no tiene sustento alguno, ni en la arqueología ni en el estudio de documentos coloniales, sino que se trata de una imagen que fue cuidadosamente elaborada por los propios conquistadores, la cual se ha perpetuado a lo largo de siglos y aún hoy nos acompaña.
Los arqueólogos han encontrado evidencias de grandes asentamientos muiscas. Entre todos sobresale el de Funza, identificado como la sede del cacique de Bogotá, personaje que nos han vendido como un déspota dedicado a conquistar pueblos más pequeños con el fin de extraer tributo, como cualquier monarca europeo de la Edad Media o el Renacimiento.
Una pregunta clave es si los sitios grandes son, como se asume, lugares donde la gente vivía de forma permanente o no. Existen evidencias de que ese no era el caso y una de las razones es que los muiscas, grupos de lengua chibcha, tenían un poblamiento móvil, al igual que todas las sociedades de la misma familia lingüística que poblaban zonas montañosas en el norte de Suramérica. Es decir, los asentamientos muiscas no eran lugares habitados por gente a lo largo de todo el año, al igual que en ningún otro grupo chibcha conocido. Bastan unos pocos ejemplos para ponerlo en evidencia. Los u´wa, que ocupan flancos de la Sierra Nevada del Cocuy y tierras bajas adyacentes, ocupan aldeas distintas en diferentes épocas y allí realizan ceremonias de acuerdo con cada estación. En este caso, son las comunidades enteras las que se mueven, con la particularidad de que ciertas celebraciones, principalmente las que corresponden a la principal cosecha de maíz, tienden a realizarse en lugares muy especiales y grandes en tierra fría.
En la Sierra Nevada de Santa Marta existe un patrón distinto. Los indígenas kogi e ika tienen aldeas donde se concentra un buen número de casas, pero no son poblaciones permanentes, sino más bien centros ceremoniales donde suelen vivir los manos, o especialistas religiosos, más importantes. Cada familia indígena tiene varias viviendas. Una de ellas puede ubicarse en los pueblos grandes o muy cerca, pero otras están bastante lejos. Típicamente, los kogi y los ika se aglomeran en las poblaciones solo cuando hay ceremonias colectivas. El resto del tiempo, suelen vivir al lado de sus cultivos, más o menos lejos de sus aldeas. Otro caso es el de los barí, también chibcha, que ocupan la Serranía de Perijá.
A diferencia de los kogi y de los ika, ellos no viven en casas separadas sino en casas comunales, habitadas por cerca de 50 personas. El caso es que no poseen una única vivienda, sino varias, que se ocupan por temporadas. En resumen, ninguno de los grupos chibchas que aún habitan los Andes orientales y la Sierra Nevada de Santa Marta es completamente sedentario.
La movilidad en el trópico
Antes de analizar el caso muisca es importante entender qué hay detrás de esas prácticas de movilidad. La primera consideración es de orden medioambiental. En el trópico, como el lector sabe, la diversidad es enorme. Hay una cantidad absolutamente descomunal de especies de plantas y animales, la mayor parte de ellas, sin embargo, con muy pocos individuos. Además, las condiciones climáticas son menos predecibles en comparación con otras latitudes. En muchos casos, los suelos son pobres debido a la alta radiación solar y, en diversas áreas, a una alta pluviosidad. Todas estas consideraciones favorecen una estrategia obvia: lo que conocemos coloquialmente como “no poner todos los huevos en la misma canasta”. Esto se traduce en sembrar la más amplia variedad de plantas sin descuidar el cultivo de las más productivas y, si es posible, moverse, sobre todo en regiones montañosas donde existen abruptos cambios climáticos determinados por la altitud sobre el nivel del mar.
La mayor parte de los autores que estudiaron por primera vez el tema de la movilidad entre los chibchas sostuvieron que los movimientos fueron una estrategia de adaptación ecológica. A medida que la investigación avanzó se hizo evidente que también la ideología era importante. La cosa llegó a tal extremo que algunos propusieron que los aspectos económicos y ecológicos no explicaban nada y que todo se reducía a conceptos culturales sobre el territorio y los festejos rituales. La forma como la gente pensaba el territorio explicaba los patrones de movilidad y punto. Por supuesto, la verdad no reside ni en un extremo ni en el otro. Los pueblos chibchas se mueven y aducen que esto se relaciona con su cosmología, pero al mismo tiempo lo hacen porque les permite llevar a cabo ciertas actividades económicas.
En el mundo indígena, economía e ideología no son fáciles de separar. Ambas van de la mano. En esa medida, vale la pena señalar que el movimiento de gente es una opción para vivir adecuadamente en el trópico, pero no siempre de la misma forma. Existen sociedades amazónicas relativamente adversas a moverse. Consideran que el lugar que habitan es perfectamente adecuado para permanecer en él por años, sin movimientos significativos. Una maloca puede durar en uso unos treinta años y cuando es necesario construir otra tratan de hacerlo no muy lejos.
En este caso, los indígenas prefieren favorecer la diversidad en sus cultivos sobre el movimiento, así como jornadas de cacería y recolección no tan alejadas del lugar donde viven. Esto es clave: en el trópico es necesario moverse y diversificar, pero el abanico de posibilidades oscila entre esas dos estrategias. A lo anterior, se debe añadir que, aunque los kogi, ika, u´wa y bari se mueven, lo hacen de forma distinta.
El caso muisca
Lo anterior obliga a volver al caso de los muiscas porque seguramente este tenía sus propias características. Una lectura somera de las crónicas y los documentos españoles demuestra que vivían en aldeas que estaban al mando de un líder político, a veces un cacique, a veces un personaje de menor importancia llamado capitán. No obstante, también había viviendas o refugios alejados, al lado de los cultivos.
Los testimonios sobre movilidad son bastante elocuentes. Un indio de Guatavita les contó a los españoles que tenía dos casas, una en Guatavita y otra en un lugar llamado Tuaquira. En Simijaca, que estaba ubicada en tierra fría, los indios tenían tierras “donde labran y cultivos en y sobre la laguna y sierras, faldas […] ansí en la redondez de este pueblo como en tierra caliente”. En Subachoque, la población disponía de cultivos de coca y algodón lejos del pueblo. En Tota, los muiscas admitieron tener “labranzas de algodón en tierra caliente”, mientras que, en Tinjacá, sostuvieron que iban a cosechar a una legua del pueblo, lugar donde tenían bohíos y labranzas donde no vivían permanentemente. Los indios de Bogotá, y de otras comunidades de la Sabana, poseían tierras en el Valle de Tena donde sembraban un maíz que crecía más rápido que en su tierra, además de otras plantas propias de tierra caliente. Estos son apenas unos casos: en los archivos hay decenas e incluso cientos de referencias similares.
Algunos han propuesto que estos patrones de movilidad se debieron a la conquista. Es decir que cuando llegaron los españoles, los indígenas decidieron poner cierta distancia entre ellos y los recién llegados y se fueron lo más lejos posible de los pueblos. Es poco probable que eso fuera así, aunque sí hay evidencia de que los muiscas optaron por pasar más tiempo alejados de los pueblos donde el control español era más fácil y más aún, cuando las autoridades decidieron crear nuevas fundaciones en las que los representantes de la Corona y de la Iglesia eran los principales elementos de control político.
Ahora bien, esas viviendas al lado de los cultivos no agotan la forma móvil como los muiscas ocupaban el espacio. Lo más interesante es que la gente que vivía en las aldeas, o por lo menos buena parte de ella, tenía otros movimientos en parte relacionados con unas estructuras que llamaron la atención de los conquistadores: los llamados cercados que, por lo general, estaban ubicados en una parte central de las poblaciones y tenían enorme importancia política y espiritual. Se trataba de palizadas ricamente decoradas y algunas de ellas dispuestas en forma de complejos laberintos, cuyo tamaño daba una idea de la importancia del lugar. Cuando los españoles entraron a Bogotá no se sorprendieron por la cantidad de gente que vivía allí, algo realmente asombroso puesto que era un asentamiento enorme, sino por la cantidad y suntuosidad de los cercados, aunque admitieran que estaban rodeados muchas veces de bohíos desocupados.
Lo clave aquí era que el liderazgo no se concentraba en un cercado, por más majestuoso que fuera. En Bogotá había cercados que no pertenecían al cacique principal sino a jefes menos importantes e, incluso, a personas de otros lugares. Por otra parte, los caciques, o al menos los más importantes, tenían cercados en más de un lugar. Por ejemplo, se decía que el cacique de Guatavita tenía un cercado principal y otros lejos, en Guachetá. El cacique principal de Bogotá tenía varios cercados y se movía de uno a otro, lo cual también fue probablemente cierto para otros caciques y capitanes menos importantes. Junto a ellos es posible que se moviera también mucha otra gente.
Vale la pena volver al tema de los cercados, ya que son clave para entender la movilidad. Allí ocurrían los festejos y los sacrificios, se conmemoraban los antepasados y se hacían ferias de mercado. Hay evidencias de que los muiscas realizaban ceremonias para mantener o construir cercados justo en el momento en que celebraban la cosecha más grande de maíz, entre finales de un año y comienzo del otro. Es decir, los cercados simbolizaban las ideas de renovación, muerte y nacimiento, que eran precisamente los temas centrales de los festejos más importantes. Además, los cercados contenían los principales santuarios, lo cual era fundamental porque una de las principales preocupaciones de los muiscas consistía en mantener el equilibrio del universo a través de ofrendas. Los cercados mismos se asociaban al concepto de ofrenda. Hay algunos datos que permiten afirmar que cuando los caciques morían, eran enterrados en sus santuarios y estos seguían funcionando, es decir, seguían siendo lugares de festejos y de ofrendas. En otras palabras, cuando un nuevo cacique entraba al cargo, lo hacía sin heredar cercado y, por lo tanto, debía ganarse el derecho a tener uno nuevo y, ojalá, reluciente de acuerdo con sus ambiciones y el entusiasmo de sus seguidores. Entre tanto, los viejos cercados seguían funcionando.
Para los muiscas los cercados eran el símbolo del poder en el sentido más amplio de la palabra, pero no para servir a unos mezquinos caciques dispuestos a tomar tributos de la gente, sino a las fuerzas cósmicas en las cuales ese poder terrenal estaba inmerso. En últimas, la movilidad impedía que el poder se asociara a un lugar específico, a una “capital” religiosa o política incuestionable. Además de las consideraciones ambientales, sin duda importantes, y de los aspectos ideológicos relacionados con las deidades, la movilidad era uno de los factores que explican por qué los muiscas no se dejaron imponer ninguna autoridad arbitraria, ni controlar un territorio, ni mucho menos una población a su antojo. Tener la posibilidad de alejarse de los poderosos que quisieran propasarse fue siempre una opción disponible.
* Antropólogo y arqueólogo de la Universidad de los Andes. Doctor en Antropología de la Universidad de Pittsburgh. Profesor titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.