LIBROS COLOMBIANOS DEL SIGLO XX: UNA APROXIMACIÓN
¿Los libros colombianos del siglo XX? Cualquier respuesta que se dé a esta pregunta será objeto de controversia, cuando no de franca impugnación. Si somos muy severos con la lista, estaremos siempre en peligro de ignorar obras de consideración, y si por el contrario somos muy generosos en número, estaremos en riesgo de incluir títulos de importancia pasajera o de discutible perennidad. Aquí la subjetividad tiene un peso considerable; los instrumentos de selección no son claros y siempre estarían sujetos a litigio según las miradas y los puntos de partida. ¿Su influencia en una disciplina particular? ¿Sus contribuciones al conocimiento? ¿Su impacto en la sociedad? ¿Sus méritos estéticos? ¿Su éxito en el gran público? Estos indicadores u otros que pudieran aducirse constituyen un asunto delicado y son igualmente huidizos al momento de definirlos.
A la izquierda "El cristo de espaldas". de Eduardo Caballero Calderón. Al centro "La vorágine" de Jose Eustasio Rivera. A la derecha "Morada al Sur" de Aurelio Arturo |
A pesar de estas incertidumbres, es evidente que el asunto no carece de importancia y que, por difícil que sea la elección, es siempre legítimo preguntarse por los libros que hicieron época en el siglo XX. El dos mil no partirá de cero y los logros y ausencias de la centuria anterior oprimirán la mente de los hombres y mujeres del siglo XXI comprometidos con el desarrollo de la cultura superior. Como en el pasado, el futuro desenvolvimiento de la literatura, las artes y las ciencias será el fruto de una relación de tensión y conflicto con una tradición que podemos calificar de rica, estrecha o agotada, pero que de una u otra forma mostró cómo se podían hacer las cosas.
En el campo de la narrativa hay dos ejemplos que no parecen tener discusión: La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera y Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez. La primera presentó a los latinoamericanos un personaje que devoraba todo lo que encontraba a su lado, la selva; y la segunda narró al mundo en un tono épico las tribulaciones de los colombianos desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del siglo XX; su estilo y exigencias literarias llegaron a tal altura, que el autor --galardonado con el Premio Nobel en 1982-- no logró jamás liberarse de los recursos estéticos que su propio molde terminó por codificar. En un tono menor y más local se encuentran La marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, El Cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón y los libros de desigual factura de Manuel Mejía Vallejo. A final de siglo han luchado por afirmarse en el corazón de los lectores La tejedora de coronas (1983) de Germán Espinosa y los relatos de Maqroll el Gaviero, un personaje que Alvaro Mutis ha liberado de sus estrofas para ampliar sus nostálgicos viajes transatlánticos. Las mujeres también han mostrado su destreza con Los amores de Afrodita (1983) de Fanny Buitrago y En diciembre llegan las brisas (1987) de Marvel Moreno, dos miradas sobre el rompimiento amoroso y la condición femenina en mundos patriarcales.
En la esfera poética, el país no logró las alturas de José Asunción Silva en el siglo anterior. Descuella sin embargo el discreto Aurelio Arturo, escritor que a lo largo de una vida dedicada a la reflexión, publicó un libro de no más de trece poemas --Morada al sur (1963)-- donde cada estanza es un pensamiento que exige el reposo. En contraste con esta extrema cautela, se encuentra el fecundo León de Greiff, un fabulador que extremó el idioma hasta exigir de sus lectores una dedicación ajena a los apuros y a los afanes de la mirada rápida. Ambos estuvieron precedidos por Guillermo Valencia, autor de Ritos, un volumen que si bien se conoció a finales del siglo XIX, fue la edición definitiva de 1914 la que afirmó su fama y multiplicó sus seguidores. Hay por supuesto más juglares, algunos de ellos de poco recibo entre los críticos más exigentes: el popular Julio Flórez, el sarcástico Luis C. López y el lacerante Porfirio Barba-Jacob. Sus poemarios no se editan con frecuencia, pero cuando se lo hace se agotan.
"Manual de Historia Colombiana" dirigido por Jaime Jaramillo Uribe |
El ensayo, "el centauro de los géneros, mitad ciencia, mitad literatura, donde hay de todo y cabe todo", está representado por tres nombres que se han ganado un puesto seguro en las letras y en el ámbito de la reflexión nacional: Carlos Arturo Torres, Baldomero Sanín Cano y Germán Arciniegas. El primero concentró lo mejor de sus esfuerzos en Idola fori (1910); al segundo y tercero no los representa texto particular alguno sino la totalidad de su dilatada obra escrita a lo largo de sendas vidas centenarias.
En el terreno de las ciencias sociales las contribuciones abundan en medio de los más diversos énfasis. En historia, la disciplina de mayor tradición en el país, los "clásicos" han comenzado a hacer carrera. Luis E. Nieto Arteta abrió el camino para la historia económica y social con su difundida Economía y cultura en la historia de Colombia (1941), que fue seguida por la erudita Industria y protección en Colombia (1955) de Luis Ospina Vázquez y por los documentados Ensayos sobre historia social colombiana (1969 y 1989) de Jaime Jaramillo Uribe. Estas obras prepararon el terreno para lo que se ha dado en llamar la "Nueva Historia", el intento de renovación temática del pasado a la luz de las contribuciones teóricas y metodológicas más recientes de las ciencias sociales, grupo que se expresó colectivamente en el Manual de historia de Colombia (1968-70) y en los variados tomos de la Nueva historia de Colombia (1989 y 1998). De esta renovación surgieron libros como Historia económica y social de Colombia: 1537-1719 (1973) de Germán Colmenares, El café en Colombia: 1850-1970 (1979) de Marco Palacios y Colombia y la economía mundial: 1830-1910 (1984) de José Antonio Ocampo. Resultado de estos avances fue la drástica expulsión del escenario universitario de la festejada Historia de Colombia (1910) de los académicos Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, manual que en adelante fue citado sólo como ejemplo de lo que no debía hacerse. Pero en secreto los investigadores lo conservan lo más cerca posible de su mesa de trabajo para la consulta de fechas, el control de personajes y el obligado repaso de sucesos nada fáciles de memorizar. Un solitario en la guilda historiográfica, que apenas encaja en uno u otro nicho, es el maestro de la narrativa política Indalecio Liévano Aguirre, autor de un ambicioso libro que nunca llevó a feliz término: Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia (1960).
La antropología y la sociología han crecido parejas y en permanente intercambio de teoría y método. La ciencia de la cultura se afirmó durante los años cuarenta y cincuenta y al momento mostró sus mejores productos. El austríaco de nacimiento y colombiano por adopción, temática y corazón, Gerardo Reichel-Dolmatoff, adelantó en compañía de su esposa Alicia Dussán observaciones sobre las comunidades de la Sierra Nevada de Santa Marta, de las cuales surgieron dos libros innovadores: The People of Aritama (1961) y Los Kogi (1965). Por los mismos años, Virginia Gutiérrez de Pineda impulsaba el tema de su vida --la familia--, que alcanzó la mejor síntesis en el volumen de gran tamaño Familia y cultura en Colombia (1968).
Los sociólogos hallaron su primera afirmación moderna en el Estudio sobre las condiciones del desarrollo de Colombia, de 1958, más conocido como Informe Lebret, tratado que objetivó el país ante los observadores nacionales y extranjeros. Sus resultados fueron confirmados por dos monografías académicas del joven Orlando Fals Borda, Campesinos de los Andes (1955) y El hombre y la tierra en Boyacá (1957), ejemplos de una feliz combinación de destreza empírica y rigor analítico, que tienden a repetirse en algunos capítulos. A estos estudios los habían precedido las reflexiones de varios ensayistas de intuición controlada, como las de Alejandro López en Problemas colombianos (1927) y las de Luis López de Mesa en De cómo se ha formado la nación colombiana (1934).
Muy cerca de la sociología se encuentra la geografía, una ciencia que tiene muchos docentes, pero pocos investigadores. La olvidada Nueva geografía de Colombia (1945) de Pablo Vila trajo a nuestro medio las innovaciones de la escuela francesa, y Colombia: bosquejo de su geografía tropical (1975) de Ernesto Guhl --un amigo de Vila--, continúa siendo a pesar del caos de algunos de sus capítulos la presentación más completa del medio físico por el cual se mueven los colombianos.
La reflexión política y la crítica de la sociedad --especialmente aquella que se nutre de la tradición socialista-- también cuentan con sus representantes. Proceso y destino de la libertad de Gerardo Molina es quizá el texto más representativo en esta dirección, al cual hay que sumar su tríptico Las ideas liberales en Colombia (1971-80). Su compañero de generación, Antonio García, incursionó en la literatura y en los más diversos campos de las ciencias sociales --en la geografía, la economía, la historia, la sociología y la crítica política--, pero es difícil señalar con alguna seguridad cuál de sus múltiples y repetidos libros es el más representativo, quizá ninguno. Un texto que hizo época y que alcanzó no menos de diez ediciones fue Estudios sobre el subdesarrollo colombiano (1969) de Mario Arrubla, un volumen dedicado al Che Guevara donde se analizaban por primera vez y con buen instrumental teórico las relaciones de dependencia. Su compañero de ruta por algunos años fue el versátil Estanislao Zuleta, muy influyente entre los jóvenes, quien escribió poco y publicó demasiado. Fue un gran conferencista y animador intelectual. Un juvenil y piadoso auditorio se encargó de grabar sus fluidas charlas sobre historia, literatura, filosofía, marxismo y psicoanálisis, y aún hoy --a varios años de su muerte--, siguen saliendo textos que él nunca redactó ni tuvo la oportunidad de examinar.
La ciencia política es a finales de siglo una de las disciplinas más cultivadas y que cuenta con mayores recursos institucionales. Dado el énfasis de su temática, sus miembros han recibido el mote de "violentólogos", asunto que cobró un primer impulso académico en La violencia en Colombia, un libro colectivo de 1962 y 1964 cuya mejor parte --a cargo de monseñor Germán Guzmán-- examinaba la carnicería rural de los años cuarenta y cincuenta. Pero todavía no es posible señalar el texto seminal de los estudios políticos, a pesar del ejército de investigadores que moran sus predios y del volumen de publicaciones que animan sus desvelos, fundidos inicialmente en un libro colectivo, Colombia: violencia y democracia (1988) y en una serie de penetrantes testimonios de Alfredo Molano, Siguiendo el corte (1989). Algo similar ocurre con disciplinas como la economía y la psicología. En economía, la producción ha sido infinita a lo largo del siglo, pero la mayoría de los esfuerzos han estado encadenados a la consultoría o a los análisis de coyuntura, y cuando ha mostrado sus mayores logros académicos su suerte ha estado unida a la investigación histórica. Incluso un economista de primer rango, como el canadiense de origen Lauchlin Currie --después ciudadano colombiano--, nunca se comprometió con una investigación sistemática sobre la economía nacional, a pesar de que en 1949 coordinó un informe internacional sobre el país y en 1961 esbozó un programa de desarrollo, la Operación Colombia, que luego usó en su libro general y de mayores ambiciones teóricas y aplicadas, el Desarrollo económico acelerado (1966). Y la psicología, no obstante la magnitud de sus egresados universitarios, ha sido entre nosotros más una profesión que una disciplina dedicada a la investigación.
Las humanidades también tienen su legado. La reflexión filosófica encuentra en Filosofía sin supuestos (1970) de Danilo Cruz Vélez --una investigación sobre los fundamentos del saber en Husserl y Heidegger-- un ejemplo de claridad, rigor analítico y elegancia en la exposición. Los estudios literarios tienen en la "Breve reseña de la literatura Colombiana" de 1918 y en la inacabada Historia de la literatura colombiana (1957) de Antonio Gómez Restrepo, los intentos más logrados de cubrir toda la experiencia de las letras nacionales, a pesar de la aproximación beata y moralizante de su crítica. Esta huella fue seguida por el magisterio de Rafael Maya, que alcanzó en Los orígenes del modernismo en Colombia (1961) sus resultados más sobresalientes. Todos estos esfuerzos fueron continuados con mejor criterio y mayores destrezas analíticas por Eduardo Camacho Guizado en su colección de ensayos Sobre literatura colombiana e hispanoamericana de 1978. En el campo de los estudios filológicos y del lenguaje hay que resaltar la labor del Instituto Caro y Cuervo por sus notables ediciones de los humanistas colombianos. En la década del ochenta difundió, además, el orientador Atlas lingüístico de Colombia, y en los noventa, el monumental Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, una obra que había comenzado Rufino José Cuervo a finales del siglo XIX, pero que después abandonó por considerarla inútil.
¿Son estos los libros del siglo XX? Es evidente que lo anterior no agota la centuria. Hay sin duda más libros y quizá sobren algunos. Se han dejado por fuera campos y disciplinas donde la elección es más difícil y exigen la mirada del especialista. Los ámbitos del teatro, del periodismo y de las ciencias naturales son buenos ejemplos. Además, los contemporáneos no siempre son los mejores jueces de su entorno. La evaluación final, si es que ella puede hacerse, sólo tendrá lugar cuando el dos mil afirme su rumbo. Cada generación "descubre" en el pasado un clásico encubierto, pues como generalmente se tiende a olvidar, la historia intelectual la escriben los vivos en estrecha relación con los problemas de su tiempo.