LA PROPIEDAD TERRITORIAL EN COLOMBIA
Las tierras comunales, la colonización y la cuestión agraria
La posibilidad de la Corona española de desarrollar en América un sistema de adjudicación de tierras derivó, para algunos autores, de la incorporación de las Indias en calidad de "reinos" a la Corona de Castilla. En tal sentido, y aunque desde época temprana el Estado español reconoció a los indígenas la calidad de vasallos libres de la Corona en igualdad de condiciones con los españoles recién llegados, amparándolos mediante una tutela protectora en virtud de su asimilación a la categoría de los "rústicos" del derecho común, también otorgó tierras a los peninsulares mediante la figura de la concesión, las más de las veces gratuita, pero llena de las cargas que a tal institución había venido imponiendo el derecho bajomedioeval.
A lo largo del período colonial la Corona no varió (ni podía haber variado) el criterio de reconocer el derecho a la propiedad territorial de los pueblos autóctonos aunque, en función de la tutela, las tierras comunales fueron declaradas inalienables y prohibido su arrendamiento. Esta uniformidad no impidió, sin embargo, que se produjesen variantes dignas de ser consideradas, sobre todo en el momento del surgimiento del paradigma iluminista que, además de endiosar la condición de "utilidad", basó la riqueza de los estados en las novedosas teorías fisiocráticas que implicaban una revalorización de la tierra como base de la actividad agrícola. Este cambio profundo, en coincidencia con necesidades económicas crecientes de la Corona española y la modificación estructural de la población campesina del Nuevo Reino, impulsó una política que, si bien no anuló las leyes vigentes, las matizó en beneficio del real erario.
De esta forma, a la conducta que exhibieron los funcionarios de los siglos XVI y XVII, quienes no dudaron en preferir a los pueblos originarios en materia de asignación de tierras y los protegieron --en función de la política de segregación racial-- de la intromisión de blancos, negros, mestizos, mulatos y otras mezclas en el globo de tierras comunales que se les tenía asignado, se sucede otra política, propia del último cuarto del siglo XVIII que, sin dejar de velar -–al menos en teoría-– para que los grupos se mantuvieran en "quieta y pacífica" posesión de las tierras que necesitaban para su subsistencia, no dudó en trasladar o en agregar unos pueblos a otros en caso de considerar que la cantidad de tierra concentrada en manos de los naturales superaba las necesidades comunitarias.
Una finca en tierra fría. Grabado de Algusman sobre dibujo de Alphonse-Marie de Neuville. Charles Saffray, "Voyage à Nouvelle Grénade", París, 1872. Biblioteca Luis Angel Arango, Bogotá |
El agresivo plan del criollo Francisco Antonio Moreno y Escandón no contempló los resguardos como unidades destinadas a salvaguardar la identidad de los pueblos originarios, sino, únicamente, como parte de una tierra que pretendía convertir en altamente rentable. Pese a que implicó la agregación de una buena cantidad de pueblos, algunos resguardos lograron sobrevivir incluso hasta nuestros días, a pesar de que la Independencia trajo consigo el quiebre definitivo de la política de protección. En aras del sueño de una identidad homogénea y, consecuentemente, de una supuesta igualdad más aparente que real del indio con el resto de los ciudadanos de la República, el nuevo ciudadano de los resguardos que se fueron liquidando, que como ya se señaló no fueron todos los existentes en nuestro territorio, accedió a la posibilidad de comerciar libremente con la tierra que le correspondió a título individual en la liquidación de los resguardos. El proceso de liquidación de resguardos va a continuar durante el siglo XIX y el siglo XX, hasta el momento en que las voces de los profesionales de las ciencias sociales y la presión de los grupos indígenas obligaron a plantear de nuevo la situación, como consecuencia de lo cual se suspendió la liquidación de los resguardos existentes en ese momento (mediados del siglo XX) y se impulsó la creación de nuevos resguardos, la cual continúa hasta nuestros días.
Respecto de los grupos africanos llegados en calidad de esclavos, se sabe que en la provincia de Cartagena los negros dedicados a las labores rurales vivían en las estancias de sus amos agrupando sus chozas de paja en las denominadas "rancherías". Los domésticos ocupaban habitaciones especialmente dispuestas para ellos anexas a las casas de sus señores, tanto en Cartagena como en las villas de Mompox y de Tolú. La legislación colonial prohibió bajo severas penas en 1554 y en 1590 que los esclavos pudieran ser propietarios de sus viviendas. Los libres, en cambio, parecen haber logrado agruparse en determinadas zonas: la independencia de Cartagena sorprende a negros, mulatos, zambos y cuarterones libertos habitando el barrio de Getsemaní y algunos sectores del casco amurallado.
Hacienda de la Sabana. Óleo sobre cartón de Roberto Páramo, ca. 1900, 9.2 x 13.7 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá |
Durante el siglo XIX continuó el proceso de colonización iniciado en los siglos anteriores, y se ocuparon tierras que hasta ese momento no habían ingresado en el sistema legal occidental, mediante la concesión que el Estado hizo de enormes zonas consideradas baldías, bien por pago de servicios militares, bien a cambio de la construcción de obras públicas, bien para el ensanche de las nuevas poblaciones que se fueron fundando. De este empuje dan fe las numerosas poblaciones que a finales del siglo XIX se fundaron en lo que hoy se conoce con el nombre de eje cafetero.
A mediados de esa centuria se produjo la abolición de la esclavitud, lo que condujo a que numerosos afrocolombianos buscaran su ubicación en espacios propicios para el desarrollo de sus formas culturales, cercanos a los territorios donde habían venido trabajando de manera forzada en las explotaciones mineras: fue de esta forma como se ocupó, en algunos casos de acuerdo con, y en otros en contraposición a los grupos indígenas habitantes de la zona, el litoral pacífico colombiano.
El siglo XX vio aparecer el nacimiento de los conflictos que generó la llamada cuestión agraria, que cobraron particular vigencia en Cundinamarca y en el Tolima, en casos como los de la hacienda El Chocho y la hacienda Tolima. La controversia se generó por el enfrentamiento de los propietarios, que alegaban su título de propiedad inscrita para obtener la defensa del Estado, y los colonos que, aunque no tenían documento legal alguno, invocaban la posesión que habían mantenido en un determinado espacio geográfico como factor de la defensa de su derecho. Una vez asumió el poder, el presidente Alfonso López Pumarejo reunió un comité de expertos, entre los cuales figuraron los abogados rosaristas Eduardo Zuleta y Antonio Rocha, para que prepararan el proyecto que andando el tiempo se convirtió en la ley 200 de 1936, conocida con el nombre de Ley de Tierras. En ese estatuto se daba prioridad a la posesión material sobre la posesión escrita. Sin embargo, la ley 200 no tuvo los resultados que se esperaban, en parte por la falta de voluntad política de gobiernos posteriores para darle a la institución de la propiedad el sentido que la reforma constitucional de 1936 le había otorgado, en clara contraposición con las viejas normas del Código Civil decimonónico entonces, como hoy, vigente.
Hacia mediados del siglo XX, antropólogos y etnólogos cuestionaron, como ya se dijo, la liquidación de los resguardos que aún subsistían y presionaron para la constitución de nuevos. Conscientemente o no, tanto en el ámbito de la propiedad territorial como en el de la evangelización, se volvía a las formas protectoras hispánicas: reducción con resguardos y misión, esta última, consecuencia de las normas concordatarias adoptadas bajo el amparo del texto constitucional de 1886.
La ley 135 de 1961, que se conoce con el nombre de Ley de Reforma Agraria, tampoco implicó la solución del problema agrario. Si bien es cierto que bajo el amparo de sus normas se constituyeron nuevos resguardos indígenas, se concedieron miles de títulos de adjudicación de baldíos y se expropiaron algunas propiedades indebidamente explotadas, el Instituto no tuvo la visión de conjunto de la problemática agraria colombiana que le permitiera formular las directrices necesarias para abordar este tema, que hoy continúa pendiente.
El nuevo texto constitucional de 1991, y en contra de lo que muchos piensan, no constituye ninguna novedad en lo que hace a las formas territoriales indígenas y negras: lo que hace es el obvio reconocimiento de una situación de hecho, histórica, que es el reconocimiento de que en Colombia coexisten, no sin dificultades, tres etnias diferentes, cada una de ellas con sus propias formas culturales. Este reconocimiento, en lo que hace a las comunidades afrocolombianas, se concretó en la ley 70 del 27 de agosto de 1993, que tuvo por objeto reconocer para las comunidades negras el derecho a la propiedad colectiva de las tierras baldías que venían ocupando, sobre todo en las zonas ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción. A pesar de las dificultades que ha implicado la aplicación de esta ley, con ella empieza a llegar a la sociedad colombiana la necesidad de borrar la odiosa discriminación que hasta ahora ha imperado de manera inconsciente en nuestro ser colectivo.