19 de noviembre del 2024
 
Presidentes y prohombres del siglo XX educados por los jesuitas. Mural de Ignacio Castillo Cervantes (detalle), 1985. Colegio de San Bartolomé de La Merced, Bogotá.
Octubre de 2016
Por :
Fernán E. González, S.J.

LA IGLESIA EN EL SIGLO XX. LAS REFORMAS AL CONCORDATO

A pesar de las polémicas en torno a la educación y al matrimonio, el liberalismo había terminado por aceptar el Concordato de 1887, pero sin abandonar su aspiración a reformar al texto vigente, para adaptarlo a la realidad nacional, como proclamó en la Convención Liberal de 1935: allí aclara que no es de su esencia ser un partido de propaganda religiosa ni antirreligiosa, pero proclama la libertad de cultos y se muestra partidario de la escuela gratuita, única, laica y obligatoria. También considera que la vida civil debe ser regida por la ley civil: por ello, debe llevarse el divorcio vincular a la legislación nacional.

Por esto, esos años se vieron caracterizados por una intensa polarización en torno a la reforma constitucional de 1936, a la cual se opuso el episcopado en pleno y el directorio conservador: no se podía admitir como Constitución colombiana, afirmaban los obispos, "una cosa" que no interpretaba "los sentimientos y el alma religiosa de nuestro pueblo", pues se suprimía el nombre de Dios del encabezamiento del texto constitucional y la mención de la religión católica como elemento esencial del orden social. Además, se suprimía el reconocimiento explícito de los derechos de la Iglesia, su exención de impuestos para templos y seminarios, su dirección de la educación, etc. Se hablaba, afirman los obispos, de "libertad de cultos en vez de una razonable tolerancia", se sustituye la mención de "la moral cristiana" por la de "orden moral", que es "una frase vaga y ambigua". En resumen, sostienen los obispos, se cambiaba "la fisonomía de una Constitución netamente cristiana por la de una Constitución atea".

Además, se quejaba el episcopado, la reforma admitía el divorcio vincular prescindiendo del Concordato vigente, declaraba la beneficencia pública como función del Estado, al que otorgaba una intromisión inadmisible en las obras asistenciales de la Iglesia, a la que obligaba a recibir en sus colegios privados a "los hijos naturales", sin distinción de raza ni de religión. Consideraban los obispos que la reforma constitucional estaba "preñada de tempestades y luchas religiosas", pues los legisladores verían que no era fácil "imponer a un pueblo creyente instituciones contrarias a la religión que profesa". Pero, en realidad, la reforma sólo pretendía una normal secularización de la vida política y de la legislación colombianas, que chocaba lógicamente con la mentalidad sacralizada, de tipo constantiniano, de la mayoría de la jerarquía y clero del país.

Preámbulo y firma del papa Pablo VI en el Concordato de 1973. Ministerio de Relaciones Exteriores, Bogotá

 

Esta polémica se proyectaría en la discusión en torno al Concordato de 1942, que buscaba precisamente armonizar la situación de las relaciones Iglesia-Estado con el nuevo texto constitucional. Según algunos analistas, en el curso de las negociaciones el gobierno liberal había ido moderando sus exigencias inicialmente extremistas hasta contentarse con una negociación parcial sobre matrimonio, registro civil y administración de cementerios. Por esta "actitud tan conciliadora", el Vaticano aceptó la negociación y quiso aprovechar la ocasión para desterrar los vestigios del patronato español, ocultos en el Concordato de 1887. Como resultado de cinco años de estudio y negociación, el 12 de abril de 1942 se llegó a un acuerdo entre Darío Echandía y el cardenal Luis Maglione, en nombre de Pío XII. La Santa Sede estaba interesada en excluir el privilegio presidencial de recomendación de obispos, pero el acuerdo terminó reafirmando el derecho de veto presidencial a los candidatos al episcopado, que se extendía ahora a los obispos coadjutores con derecho a sucesión, aunque se hacía constar el principio de que el nombramiento pertenecía a la Santa Sede y se suprimía el derecho de presentación de candidatos. Todos los obispos deberían ser colombianos y jurar obediencia a las leyes nacionales, lo mismo que no participar ni dejar participar al respectivo clero en "ningún acuerdo que pueda perjudicar el orden público o a los intereses nacionales". Se reiteraba la obligación de la presencia de un funcionario civil en los matrimonios católicos, las causas de separación matrimonial pasaban a la justicia civil y la administración civil se hacía cargo de los cementerios.

Sin embargo, algunos sectores de la Iglesia y del partido conservador no estaban de acuerdo con el arreglo conciliatorio, sino que consideraban que el nuevo texto concordatario era fruto de un complot masónico, que no tenía en cuenta a la mayoría del clero y la jerarquía, ni la realidad católica de la nación. Este ambiente polarizado explica por qué el concordato de 1942 nunca entró en vigencia, a pesar de haber sido aprobado por el Congreso, ya que el presidente se abstuvo de realizar el canje de ratificaciones, requerido para su vigencia.

LA IGLESIA DURANTE EL FRENTE NACIONAL

Este ambiente de polarización en torno a las reformas modernizantes y secularizantes de la república liberal de los años treinta prepara el contexto de la llamada Violencia de los años cuarenta y cincuenta, cuyos desbordamientos obligaron a los partidos tradicionales al acuerdo del Frente Nacional en 1957, que fue apoyado casi unánimemente por el episcopado y clero católicos (con la excepción de monseñor Miguel Angel Builes) como un regreso a la concordia. El texto del plebiscito, que tenía carácter de reforma constitucional, representaba un cierto retorno a la confesionalidad del Estado, pues estaba encabezado en nombre de Dios como fuente suprema de toda autoridad y reconocía que una de las bases de la unidad nacional era el reconocimiento que los partidos hacían de la religión católica como la de la nación: como tal, los poderes públicos deberían hacerla respetar como elemento esencial del orden social. Además, la Comisión Política del liberalismo dio por canceladas las pugnas de origen o pretexto religioso mientras un grupo de notables liberales dirigió al cardenal primado Crisanto Luque una carta en la que se declaraban "hijos sumisos de la Iglesia", manifestando que su vinculación al liberalismo era de carácter exclusivamente político y rechazando los errores del liberalismo filosófico.

Así, el plebiscito retrotraía las relaciones Iglesia-Estado a las fórmulas conservadoras de 1886, con una diferencia importante: el plebiscito era obra de los dos partidos tradicionales. Por eso, el Frente Nacional significó una ruptura de la dependencia abierta de la Iglesia católica con respeto al partido conservador y el fin de sus conflictos tradicionales con el partido liberal, al hacerla parte del régimen bipartidista. Para algunos, esta estrecha identificación de la Iglesia católica con el régimen condujo a la disminución de su capacidad crítica, especialmente en los problemas socioeconómicos, y terminó siendo contraproducente.

Firmas del nuncio Angelo Palmas y el canciller Alfredo Vázquez Carrizosa en el Concordato de 1973.Ministerio de Relaciones Exteriores, Bogotá.

 

Los inconvenientes de esta situación se harían evidentes en la coyuntura de los años sesenta y setenta, cuando la jerarquía se muestra incapaz de manejar creativamente el fenómeno de los curas "rebeldes" o contestatarios, que mostraban una ruptura del consenso interno de la Iglesia. Esta incapacidad era tal vez resultado del modelo con el cual estaba acostumbrada a funcionar dentro de la sociedad colombiana: el control desde arriba de las instituciones civiles consideradas como iguales o subordinadas a las eclesiásticas suponía, como condición esencial, sostener una imagen monolítica de Iglesia, sin fisuras, para negociar de igual a igual con el Estado, sin permitirse el lujo de aparecer dividida hacia afuera. El problema es que ese modelo deja de funcionar cuando desaparece el consenso sobre la legitimidad de las instituciones, que es precisamente lo que ocurre entonces en la sociedad colombiana, cuyos rápidos y profundos cambios en menos de una generación desconcertaron a observadores nacionales y extranjeros: la rápida secularización de las capas medias y altas, la acelerada urbanización y metropolización del país, la consolidación de nuevas clases medias, los cambios en la estructura familiar por la transformación del papel de la mujer en la sociedad, la mayor apertura del país frente a las corrientes mundiales de pensamiento, hicieron obsoletos los marcos institucionales y culturales que los expresaban, sin que se consolidaran nuevos mecanismos para la expresión de una sociedad rápidamente cambiante y cada vez más pluralista y multifacética.

Por su parte, la propia Iglesia católica experimentaba entonces cambios profundos, que tomaron por sorpresa a buena parte de sus jerarcas y clérigos: el Concilio Vaticano II significó un importante intento de diálogo con el mundo moderno surgido de la Ilustración, al subrayar la dimensión histórica de la Iglesia como pueblo de Dios en marcha a través de los avatares de la historia, al lado de otros pueblos con otras creencias, lo mismo que la concepción de libertad religiosa. La inmensa mayoría de los jerarcas y del clero colombianos habían sido educados en la lucha contra esa idea, por lo que algunos llegaron a confesar que les habían desencuadernado sus manuales de teología. Por eso, estas contradicciones latentes se hicieron manifiestas cuando los obispos regresaron a sus sedes y empezaron a ser confrontados por sus cleros en nombre de las doctrinas que ellos habían aprobado y se vieron sobrepasados por el dinamismo que los documentos conciliares produjeron entre curas y laicos, sobre todo en la juventud. Esta desigual asimilación de los nuevos enfoques se manifestaba en diferentes posiciones, sobre todo en materias sociales, económicas y políticas: el entusiasmo de muchos clérigos y laicos por llevar hasta sus últimas consecuencias el llamado aggiornamento o puesta al día de la Iglesia frente al mundo moderno contrastaba con los intentos tímidos y desconfiados de la mayoría de los jerarcas.

Esta diversidad de posiciones, que mostraba una desigual asimilación del Vaticano II y de los documentos de Medellín, se hizo patente en la discusión en torno al nuevo Concordato de 1973, aprobado por los dos partidos tradicionales, a pesar de la oposición teórica de bastantes liberales y de algunos miembros del clero denominado "progresista". El nuevo Concordato, aunque suprimía algunas disposiciones aberrantes, estaba lejos de concordar con las posiciones teóricas del nuevo espíritu conciliar. En la discusión, se hizo todo lo posible para que no aparecieran posiciones divergentes dentro de la Iglesia católica, ya que la imagen de monolitismo era esencial para la negociación en que se enfrenta al Estado como sociedad perfecta frente a sociedad perfecta. A pesar de algunas propuestas para denunciar el Concordato vigente, esta situación aparece reeditada en 1985, cuando el país fue sorprendido por una ratificación, por tiempo indefinido, del tratado con sólo unas modificaciones mínimas: los casos de separación de cuerpos serían conocidos por los jueces de circuito (antes sólo lo hacían los tribunales superiores y la Corte Suprema) y eran suprimidos los llamados privilegios paulino y petrino, reconocidos hasta entonces por la ley colombiana.

EL CONCORDATO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA

Sin embargo, el país había venido cambiando: en ese sentido, fue muy diciente que en 1986 tanto el candidato conservador, Alvaro Gómez Hurtado, como el entonces candidato liberal, Virgilio Barco, se mostraran abiertamente partidarios de modificar la legislación matrimonial en el sentido de devolver al Estado la jurisdicción plena sobre los efectos civiles de todo matrimonio, incluido el católico. En esa misma línea, el presidente Barco propuso en 1987 modificar el Concordato para regular sobre el derecho de familia y la libertad de enseñanza.

Sin embargo, los cambios de la sociedad colombiana en materia de mayor pluralismo religioso y pérdida de la posición monopólica de la Iglesia católica se hacían cada vez más obvias, como aparece en la nueva Constitución de 1991 y en el consiguiente fallo de la Corte Constitucional sobre el Concordato en 1993. Ante la nueva Constitución, la jerarquía adopta una posición muy defensiva: se recogen firmas para mantener el nombre de Dios en el encabezamiento de ella; se insiste en la necesidad de explicitar los principios éticos, naturales o cristianos, que deberían inspirarla; se condena el permisivismo con su falso concepto de libertad, lo mismo que la pérdida del sentido de una moral objetiva, basada en la naturaleza, de la cual deberían deducirse los derechos fundamentales. Por eso, los obispos se manifiestan críticos del relativismo ético, propio de una sociedad secularista, que niega la universalidad de las normas morales e intenta imponer "una hipotética ética civil", basada en valores cambiantes. Y, en nombre del "hecho social católico", defienden la regulación religiosa de la Constitución de 1886 como consagración institucional de la necesaria cooperación del Estado y de la Iglesia, que no constituía una desigualdad ante la ley sino el reconocimiento de una realidad histórica y social. Sin embargo, los jerarcas católicos admiten que esta consagración pueda extenderse, en el futuro, a otras confesiones religiosas, pero con una salvedad: estos acuerdos sólo tendrían valor intraestatal, en contraste con el carácter de tratado internacional del Concordato. Según los obispos, estas diferencias no significan ningún privilegio a favor de la Iglesia católica, ni discriminación alguna en contra de otras confesiones, ya que todavía persisten las razones para el reconocimiento especial que hacía la Constitución de 1886, pues permanece vigente el hecho social católico, "a pesar de la mentalidad subjetivista y permisivista que ha debilitado la fe entre cristianos e incluso católicos ".

Esta mentalidad se expresa en la reacción de la mayoría de los jerarcas y clérigos católicos, lo mismo que de los juristas e internacionalistas, frente a la sentencia de la Corte Constitucional, en 1993, que declaraba inconstitucional buena parte de los artículos del Concordato de 1993. La mayor parte de las críticas eran de corte jurídico, que negaban la competencia de la Corte para decidir sobre la exequibilidad de los tratados públicos internacionales, ya que el orden jurídico internacional se basa en la santidad de los tratados, expresada en el aforismo latino pacta sunt servanda. Sin embargo, la mirada meramente jurídica no hace sino aplazar el problema, pues la Santa Sede siempre ha terminado por adecuar sus concordatos a los cambios de circunstancias de las dos partes. En el fondo, estas discusiones jurídicas no hacen sino oscurecer el problema fundamental: ¿cuál es el papel que la Iglesia católica debe desempeñar en la sociedad colombiana de comienzos del XXI, que ha experimentado un rápido proceso de secularización y una erosión de su situación de monopolio, causada por el avance de otras creencias? ¿Cómo establecer una relación positiva entre la Iglesia y el Estado dentro de una sociedad cada vez más pluralista, desacralizada y heterogénea en materia religiosa?