EL LEVANTAMIENTO DEL CACIQUE DE TURMEQUÉ: ¿UN CONFLICTO POR EL CONTROL POLÍTICO DEL NUEVO REINO DE GRANADA O UNA INTRIGA DE CELOS Y ADULTERIOS EN EL SIGLO XVI?
Las ideas que las personas tienen acerca de las causas de los conflictos que se presentan en la vida en comunidad son bastante cambiantes. Cuando sucede algo que conmociona a la sociedad se buscan explicaciones que ayuden a comprenderlo, dentro de los marcos de creencias que tenga cada cual. Las explicaciones pueden ir desde lo sobrenatural, como un castigo divino, o la intervención de fuerzas demoniacas, hasta las razones puramente mundanas, como los intereses políticos y económicos. También podemos interpretar los hechos como el fruto de las acciones de individuos con talentos especiales, ya sea para hacer el bien o hacer el mal, o pensar que se trata de grandes procesos colectivos en los que los protagonistas son los grupos humanos. Las explicaciones de corte sobrenatural e individualistas son las que han predominado a lo largo de nuestra historia y siguen siendo populares entre los ciudadanos del común. Pero con el surgimiento de las ciencias sociales y en particular de la disciplina histórica, el tipo de explicación que predomina entre los especialistas es el que concibe a la sociedad humana como un terreno en el que se enfrentan intereses de toda índole, sin la intervención de fuerzas sobrenaturales, y en el que los protagonistas que generan los cambios son más los grupos sociales que los individuos. Este es el viejo debate sobre el papel del individuo y sus sentimientos en la historia.
Un episodio transcurrido a finales del siglo XVI en el Nuevo Reino de Granada, cuando aún se estaba consolidando la sociedad surgida del proceso de la conquista, puede servirnos para analizar la forma en que se pensaba por aquel entonces que ciertas pasiones personales desbordadas podían explicar los conflictos que se daban en las altas esferas de la política. Se trata del caso del cacique de Turmequé don Diego de Torre, un personaje fascinante que terminó involucrado en una lucha de poder que le costó su cacicazgo, el destierro y casi la vida, por su compromiso en ejercer con justicia el cargo que heredó de sus antepasados a partir de 1571. Su historia ha sido contada varias veces y veremos cómo este caso, que fue un asunto en el que claramente se enfrentaron intereses políticos locales e imperiales, terminó siendo convertido por los cronistas y literatos posteriores en una historia de amoríos adúlteros, celos y pasiones desbordadas. Así se podrá ver que en la mentalidad de la época una explicación muy frecuente a los males que aquejaban a la sociedad era la intervención del demonio a través de las mujeres, que solían ser fuente de tentación para los hombres, llevándolos a su perdición y la del conjunto de la sociedad.
Don Diego de Torre era hijo del conquistador Juan de Torre y de una hermana del cacique de Turmequé, llamada Catalina. En 1571, al morir su tío, heredó el cacicazgo, según las costumbres de su pueblo. No tuvo problemas hasta que en 1574 puso una queja contra el encomendero del lugar, que curiosamente era su medio hermano Pedro de Torre. Era una situación un poco rara, ya que un hermano era encomendero, hijo legítimo del conquistador y el otro era el cacique, su hijo natural y mestizo. Diego se quejaba ante las autoridades coloniales por los continuos maltratos de que era víctima su gente para que trabajara en exceso y pagara tributos más allá de lo permitido. Otro cacique mestizo del pueblo de Tibasosa, don Alonso de Silva, lo acompañó en la demanda y ambos terminaron siendo encarcelados y despojados de sus cacicazgos, con la excusa de que eran mestizos.
A partir de ese momento don Diego se dedicó a luchar por recuperar su cacicazgo y para que la corona atendiera sus reclamaciones. Como pudo, logró embarcarse hacia España para presentar sus quejas personalmente en la corte, pero su viaje no fue afortunado. Zarpó de Cartagena en 1575, pero una tormenta lo hizo detener en la isla de Santo Domingo, donde se demoró casi tres años, hasta que pudo reanudar su viaje. Aprovechó ese tiempo para estudiar y leer las obras de Bartolomé de las Casas, que le sirvieron para luego presentarse ante Felipe II. Se sabe que tuvo varias audiencias con el rey y que sus quejas fueron escuchadas por el Consejo de Indias. De hecho, las noticias que llegaban del Nuevo Reino no eran alentadoras. Fueron tantas las irregularidades, que la corona determinó enviar un visitador con plenos poderes para destituir a las máximas autoridades, los miembros de la Real Audiencia de Santafé, y hacer los cambios necesarios. No solo fueron las quejas de don Diego sobre los abusos contra los indígenas, sino una gran cantidad de desmanes y hechos de corrupción los que se denunciaron. En el fondo, todo esto reflejaba la debilidad del Estado colonial metropolitano para controlar a uno de sus reinos, que prácticamente se gobernaba de forma autónoma, siguiendo los intereses de las elites locales y no los de la monarquía hispana.
El visitador enviado a retomar el control de la Real Audiencia y de todo el territorio fue el licenciado Juan Bautista de Monzón. Don Diego viajó con él de regreso al Nuevo Reino y desde ese entonces entablaron una gran amistad. Al llegar destituyó a la mayoría de los oidores y dejó solo a uno y al fiscal. Pero los oidores no se quedaron quietos. Inmediatamente acusaron al visitador y a don Diego de estar tramando una revuelta contra la corona. El segundo de ellos fue apresado y condenado a muerte, pero logró escapar y se escondió en las montañas. El visitador fue encarcelado y estuvo a punto de ser asesinado. El reino quedó entonces de nuevo en manos de la Audiencia, desconociendo la autoridad real de facto. Al enterarse de semejante desacato, la corona envió un nuevo visitador en 1581, Juan Prieto de Orellana, y un nuevo grupo de oidores y presidente de la Audiencia. Al llegar Orellana, destituyó a todos los anteriores, instaló una nueva Audiencia, liberó al visitador Monzón y mandó presos a los culpables a Castilla para que fueran juzgados. Don Diego, al saber de su llegada, se entregó a la justicia y fue remitido a España, donde se dedicó a defender su inocencia y a seguir luchando por los indígenas de su tierra. Al final fue declarado inocente de los cargos de traición, pero no se le devolvió el cacicazgo y se quedó en España, donde se casó y murió en 1590.
Lo curioso es que casi medio siglo después, en 1636, el cronista Juan Rodríguez Freile, en su conocida obra El Carnero, contó esta historia de otra manera. Aseguró que todo el problema se había originado en que el fiscal de la Audiencia tenía amoríos con una mujer casada. Entonces su esposa fue a quejarse ante el visitador, quien fue a hablar con la dama, pero a ella le causó tal disgusto que le pidió a su amante que le llevara su cabeza, como una nueva Salomé. El fiscal inventó que el visitador y el cacique de Turmequé estaban organizando una revuelta y se dedicó a perseguirlos, todo por culpa de las intrigas de la adúltera. Para Rodríguez Freile, todo el conflicto, que se dio a finales de la década de 1570, se explicaba a partir de los celos de la esposa del fiscal y las intrigas de su amante, que lo llevaron a la perdición. Y el asunto no se detuvo ahí. En 1869 la escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda leyó la primera edición de la obra de Rodríguez Freile, que se publicó en 1859, y reelaboró el relato. En su versión, el fiscal se puso celoso porque la dama casada de la que estaba encaprichado se había enamorado del mestizo don Diego.
Así, enriqueció el relato del cronista granadino, en el que don Diego simplemente terminó involucrado por ser amigo del visitador Monzón, y lo situó como uno de los protagonistas del drama de celos y adulterios. Remató su versión narrando que el marido de la dama quiso vengarse al final del fiscal y de Diego, pero el primero enloqueció y el segundo le dio lástima al ver que terminó trabajando “por una peseta diaria” en las caballerizas reales.
Para Gómez de Avellaneda, así como para Rodríguez Freile, al final la culpable de todo era la lujuria que una mala mujer había encendido en el corazón de los hombres, llevándolos a su perdición. Don Diego pasó de defensor de la justica a ser un simple galán enamorado. Así, una serie de acontecimientos que en realidad reflejaban la forma en que la corona española luchaba para imponer su autoridad en tierras americanas, frente al peligro que representaban los colonos que solo velaban por sus intereses sin importarles los sufrimientos de la población nativa, terminó convertida por un cronista del siglo XVII y una novelista del XIX en poco más que un culebrón.
Bibliografía
- Gómez de Avellaneda, Gertrudis. “El cacique de Turmequé: leyenda americana”. Obras literarias, vol. 5. Madrid, Rivadeneira, 1869, pp. 227-282.
- Rodríguez Fresle [Freile], Juan. Conquista i descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano, i fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogota […]. 1636; Bogotá, Imprenta de Pizano y Pérez, 1859.
- Rodríguez Freile, Juan. El carnero, según el otro manuscrito de Yerbabuena. [1636-1638]; Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1997.
- Rojas, Ulises. El cacique de Turmequé y su época. Tunja, Imprenta Departamental, 1965.