CURAS RURALES PAYANESES EN LA NACIENTE REPÚBLICA
Casi siempre que se quiere hablar de los hombres del clero colombiano, sea para la época colonial o sea para la republicana, se acude a la descripción de los sentimientos, los pensamientos y las actitudes de los miembros del estado eclesiástico ubicados en los principales centros urbanos. Por lo común, dichos espacios adquieren importancia para el investigador de la iglesia porque en el pasado lejano o reciente se constituyeron en la cabeza de una diócesis. Como tal, muchas decisiones importantes que impactaban la vida religiosa local en el pasado brotaban de la sede episcopal, lugar de residencia permanente del prelado, la curia diocesana y el cabildo eclesiástico, instancias centrales de gobierno de un obispado.
Sin embargo, siempre ha existido un numeroso e interesante contingente de hombres de iglesia realizando ingentes esfuerzos personales por llevar, para bien o para mal, la doctrina cristiana a zonas de difícil acceso, de bajos ingresos y con feligresía de escasos recursos, pocas oportunidades sociales y poco reconocimiento cultural. Los viajeros del siglo XIX que recorrieron las más importantes calles de las principales ciudades decimonónicas, a la par que con peligro de sus vidas trasegaron por ríos, caminos, trochas, selvas y páramos, nos dan interesantes noticias de esos curas que han quedado olvidados en los relatos de los investigadores. El conocimiento de los hechos que protagonizaron, tenidos por menores en el sentido de no ser muy vistosos al hacer una mirada retrospectiva general, nos permite ver más a ras de piso cómo era la vida religiosa en pequeños ambientes aldeanos y cómo se daban las relaciones entre el cura y sus fieles en una época de profundos cambios políticos como lo fue la primera parte del siglo XIX.
Finalizando la década de los 20, por ejemplo, en la que aún a duras penas se mantenía oficialmente como la Gran Colombia, un viajero francés registraba con admiración que el padre Bonafonte tuviera una biblioteca de más de 60 volúmenes. Sobresalía “el Teatro Crítico del Padre Feijó, un jesuita creo, decía J. B. Boussingault, que tenía una buena reputación en España”. Hablaba el galo, obviamente, del Teatro Crítico Universal publicado entre 1726 y 1749. Su autor, el monje benedictino –no jesuita- fray Benito Jerónimo Feijoo vivió fundamentalmente durante la primera mitad del siglo XVIII y, como pensador ilustrado, uno de sus propósitos fue el de combatir las “falsas” creencias que andaban tan difundidas entre el “pueblo supersticioso”. Significativo era el hecho de que semejante obra estuviera en manos de un hombre de iglesia que atendía un distante y pobre pueblo de indios del suroccidente de la nueva república en lo que aún era el vasto Obispado de Popayán fundado en 1547.
A la izquierda Edición en español del célebre viaje de Boussingault. Al centro Procesión del domingo de Pascua en Popayán. Grabado en La America Equinoxial, de Edouard André, 1875-1876. Tomado de Fabulous Colombias Geography: The New Grenade as seen by two french traveles of the XIX century. Litografía Arco, 1980. |
No obstante el conocimiento de un autor ilustrado español, en las anotaciones realizadas por el viajero se puede apreciar que Bonafonte, aunque estaba oficiando ya en una etapa republicana que se hallaba relativamente lejos de las duras luchas de emancipación, no era completamente adepto a todo ese movimiento intelectual que había impulsado importantes reformas políticas en aquellos países que lo adoptaron. Esa actitud fue evidente para el extranjero cuando el cura, en uno de los sermones que dirigió a la desinteresada feligresía indígena que atendía en Río Sucio, discurrió contra Voltaire y Rousseau tratando de dilucidar cuál de los dos era el peor. El mensaje, pese a todo, era claro: Ilustración sí pero no la de origen francés sino la de corte cultural de ascendencia hispánica que promulgaba la apoliticidad explícita de los curas y su lucha contra la irreligiosidad practicada por los filósofos, los gobernantes republicanos y los temidos masones. También se debían atacar los errores doctrinarios del pueblo. Para la prensa católica de la Gran Colombia que defendía ideas similares, el cura se asimilaba a un profeta cuya misión era hacer conocer a sus ovejas “las verdades luminosas de nuestra santa religión”.
A Bonafonte, además, el viajero lo había observado “leyendo su Breviario [Romano] en su casa” a puertas abiertas, es decir, a vista de todos. Era este, junto con el Catecismo Romano y el Misal Romano, uno de los libros de obligada consulta para un cura. Todos ellos fueron aprobados bajo el pontificado de san Pío V que fue Papa entre 1566 y 1572. Con tales textos se pretendía, según el Concilio de Trento, combatir aquellas ideas sospechosas o perniciosas que atacaban los dogmas cristianos. Si en el siglo XVI la amenaza al catolicismo procedía del protestantismo, ahora, en las primeras décadas del XIX, la amenaza se focalizaba en el liberalismo ilustrado que aspiraba poner por encima al Estado republicano sobre el clero.
En tiempos en que las relaciones con Roma aún no estaban del todo bien definidas (el reconocimiento oficial de Colombia como nación soberana solo vino a realizarlo la Santa Sede a mediados de los años 30 bajo el papado de Gregorio XVI), era aconsejable para muchos curas tratar de no dejarse percibir tan “jacobino”. Esa forma de pensar, dentro de una institución cuyos jerarcas mayores seguían manteniéndose promonarquistas, podía tener efectos adversos sobre los deseos de promoción a una mejor parroquia. Sermonear en público contra destacados filósofos franceses o dejarse ver por los feligreses leyendo uno de los libros más tradicionales de la iglesia católica, eran buenas estrategias para acallar cualquier sospecha que pudiese bloquear la carrera profesional en el estado eclesiástico.
Mas no todos los curas de las apartadas parroquias adoptaban semejantes precauciones. Estaban también aquellos que, sin ambages, exhibían sus sentimientos revolucionarios. Eso ocurría con el padre Cañarte en Nóvita (Chocó), un poblado donde, al decir de otro viajero francés, todos “los europeos enferman” a causa del clima por ser “uno de los más insalubres” y en el que, por añadidura, las casas de madera levantadas sobre pilotes en terrenos anegadizos, afirmaba Gaspard-Théodore Mollien con desdén, “no son más que cloacas inmundas”. En dicha parroquia de negros y mulatos, Cañarte hizo pintar en las paredes de su habitación los acontecimientos más destacados de la Época del Terror durante la Revolución Francesa, entre los cuales se contaba la ejecución del rey Luis XVI.
A Boussingault, quien fue el que observó las imágenes de Cañarte en 1829, le provocaron gran asombro porque “francamente yo no esperaba ver pinturas de ese estilo en medio de una selva del Nuevo Mundo”. El liberalismo político radical había penetrado, pese a los esfuerzos en su contra por parte de Roma, con efectividad en la conciencia de muchos curas. Se habla, dentro de la historiografía eclesiástica, incluso de una suerte de edad dorada de los “curas ilustrados” que abarcaría desde las luchas emancipadoras, en las cuales muchos de ellos se comprometieron en forma directa, hasta las reformas liberales de mediados de siglo XIX.
Como una buena parte del obispado payanés fue famosa a lo largo de toda la Colonia y a comienzos de la República por sus “muy frecuentes tempestades de rayos y terribles truenos” que, a juicio de un viajero español de mediados del siglo XVIII, causaban verdadero espanto, se hizo menester, decía un misionero franciscano, continuamente “estar haciendo rogativas”. Esa condición, al parecer, estuvo entre las razones que condujeron a que más de un siglo y medio antes de la Independencia se instituyera a Santa Bárbara como la patrona de la diócesis. La invocación de sus poderes era común entre los fieles para protegerse del mal clima. En la leyenda de la antigua mártir nacida en territorio hoy turco se cuenta que, por haberse convertido al cristianismo contra la voluntad de su padre, fue decapitada por éste quien, a su vez, murió ipso facto por un rayo que cayó sobre su humanidad. Los feligreses le pedían a Santa Bárbara también la salvación del alma en caso de morir en medio de tempestades sin la extrema unción.
Mas no era Santa Bárbara la única imagen con la cual se hacían rogativas para contener las iras del clima regional. En la mismísima capital de la diócesis el viajero inglés John Potter Hamilton, en noviembre de 1824, comenta cómo las monjas de la Encarnación tenían una “estatuita del Divino Salvador que se sacaba en procesión para implorar del cielo cambio de tiempo en épocas de lluvia o de sequía muy prolongadas”. El obispo Salvador Jiménez, continúa el coronel-diplomático Hamilton, en un chiste imposible de manifestar en público décadas atrás, se burlaba del asunto diciendo que “siempre cuando en la procesión se pide lluvia, empieza a calentar el sol y si se ruega porque venga el verano se desata tormenta de rayos y centellas”.
En 1829 el ya mentado padre de Río Sucio se enfrentaba a un gran dilema que no acertaba a solucionar sin ayuda de su amigo viajero. Le contaba a Boussingault que los indios de su parroquia lo presionaban para que hiciera plegarias y procesiones con la imagen de San Sebastián. La sequía que reinaba en la zona había sido bastante perjudicial para los cultivos; el hambre y la enfermedad acechaban. El dilema estaba en que el cura temía porque las rogativas con el santo a bordo no surtieran ningún efecto práctico.
En vista de que Boussingault contaba con diversos instrumentos de medición modernos como barómetros, termómetros y el higrómetro de cabello, el cura vio allí una buena oportunidad para decidir, sin comprometer la reputación del santo, cuándo realizar la rogativa que con tanto ahínco le pedían los indios de su parroquia. Uno de esos días de consulta del higrómetro (invención de la primera Revolución Industrial cuya utilidad principal era determinar la cantidad de humedad contenida en el aire, información con la cual se podía predecir la lluvia), la respuesta del viajero no podía alegrar más a Bonafonte. Boussingault, tras leer el aparato inventado por el geólogo suizo Horacio de Saussure, exclamó emocionado “¡Suelten al Santo!” y, de inmediato, se organizó una concurrida procesión. Poco después un trueno anunciaba la ansiada tempestad. Tiempos modernos y tiempos antiguos, como se ve, podían convivir sin reñir en una coyuntura donde el “progreso moderno” constituía un nuevo credo para muchos, inclusive para no pocos hombres del estado eclesiástico. Los avances científicos, en la práctica, no se oponían a las viejas creencias religiosas. Un cura como el de Río Sucio había hecho, con los símbolos materiales de una nueva etapa histórica, una apropiada mediación que permitía fortalecer las creencias religiosas populares del rebaño a su cargo.
Otro ámbito no político en el cual los nuevos tiempos se evidenciaban en las relaciones entre curas y feligreses tiene que ver con las fiestas y bailes no religiosos. Isaac Holton, químico viajero norteamericano, relataba a mediados del siglo XIX que al norte del actual Valle del Cauca, en el vecindario de Uña de Gato, encontró en una choza campesina bailando al padre Durán “con la muchacha más bonita que he visto en los alrededores”. En medio de la diversión, alguien gritó “¡Viva la pareja del cura!”; el entusiasmo, entonces, se prendió entre los asistentes. Durán se encontraba en el sitio acompañando a su feligresía en la celebración de las tradicionales fiestas de San Pedro y San Pablo. Su presencia parecía importante por el nivel de involucramiento que mostraba. A su voz, por ejemplo, se había dado inicio al viejo y cruel juego del gallo que consistía en enterrar al animal para, con un machete y con los ojos vendados, intentar cortarle la cabeza.
Similar capacidad de diversión en medio de la comunidad de feligreses mostraba otro cura del mismo valle. El sacerdote que oficiaba en San Vicente, luego de realizar sus labores dominicales en una hacienda, la pasó de lo lindo por la noche. En el jolgorio que se celebraba, Holton vio “al buen cura con la sotana remangada bailando con gracia inusitada un bambuco con una de las ninfas de la llanura”.
Lejanos estaban los días en que los curas desestimulaban las fiestas y bailes por considerarlos provocadores y sensuales. En Toro, cerca de donde Holton observó a los sacerdotes danzar felices, el padre Prieto medio siglo antes atacó las fiestas de la patrona de la localidad calificándolas de abominables y ofensivas. Años atrás, el obispo prohibía la celebración de comedias y bailes que conducían a “torpezas” e “indecencias”. El cura colonial parecía, en estos menesteres, ver la necesidad de apartarse de sus ovejas para aproximarse más al Señor en tanto que el republicano, por el contrario, inmiscuyéndose en los juegos y bailes populares parecía querer enviar el mensaje de que, desde el cielo, Dios acompañaba a los corazones alegres. En fin, corrían otros tiempos.
Bibliografía:
J. B. Boussingault, Memorias 1824-1830, Tomo 4, Bogotá, Banco de la República, 1985.
John Potter Hamilton, Viajes por el interior de las provincias de Colombia, Biblioteca V Centenario Colcultura, Bogotá, 1993.
Isaac Holton, La Nueva Granada: veinte meses en los Andes, Bogotá, Banco de la República, 1981.
Gaspard-Théodore Mollien, Viaje por la república de Colombia en 1823, Bogotá, Colcultura, 1992.
David J. Robinson, Mil leguas por América. De Lima a Caracas, 1740-1741. Diario de don Miguel de Santisteban, Bogotá, Banco de la República, 1992.
Fray Juan de Santa Gertrudis, Maravillas de la Naturaleza, Bogotá, Biblioteca Schering Corporation, 1966.
Juan de Bustamante, Tratado del Breviario Romano, Madrid, Imprenta Real, 1649.