CALDAS Y MARÍA MANUELA: UN CURIOSO MATRIMONIO Y SUS VICISITUDES
Un matrimonio por poder y sin conocer a la novia
Merced a su personalidad, las grandes decisiones de Francisco José de Caldas siempre fueron drásticas. Dejaba de lado actividades que le habían apasionado para emprender otras con inusitado fervor. Por ello, no resulta extraña la forma intempestiva en que decidió casarse, solo “para servir a Dios”1, y además haciéndolo por poder y sin conocer a su futura esposa, y con un leve temor de que sus amigos se avergonzasen de esta unión.
El itinerario de la boda se inició el 6 de febrero de 1810 cuando envió a María Manuela Barahona, junto con varios regalos, una primera carta indicándole que ya estaban hechas las diligencias necesarias para contraer matrimonio. La misiva iba acompañada de un poder con las certificaciones de soltería y las dispensas para que Antonio Arboleda le representase en la celebración. Previamente había hecho contacto con Agustín Barahona, tío de la novia, pariente lejano, amigo y autor de la iniciativa de casar a su sobrina. Fue él quien sugirió a Manuelita como la mujer que mejor convenía al carácter y situación de Caldas, a pesar de doblarla en edad. Agustín había exaltado las cualidades y prendas de la candidata, convenciendo a su extraño pariente con reiterados argumentos.
Caldas en esa primera carta fue bastante expresivo con su desconocida novia y fijó los parámetros de la futura unión. Le dice textualmente: “Todo está hecho, mi adorada señora. El amor es activo y vuela en sus acciones. Ahora todo está en sus manos; usted puede fijar el día dichoso, día memorable, día feliz en que Caldas pertenezca enteramente a usted. Sí, señora, ponga usted cuanto antes la cadena a nuestros corazones; únalos y fíjelos para siempre. A usted le dejo la libertad de elegir nuestros padrinos y el Ministro que debe Autorizar nuestro contrato. Si quiere que mi dulce y respetada madre fuese la madrina, y si usted lo aprueba, me habrá usted dado un placer que le sabré agradecer. Hoy mismo comienzo a purificar mi corazón delante de Dios, y a repasar los años de mi vida, para obtener su gracia a la celebración de nuestra unión santa y pura. Purifique usted también el suyo, y reunámonos en la inocencia y la virtud”2.
Como lo señalaba Caldas en carta del 20 de febrero, la Divina providencia obra por caminos inesperados, al punto que cinco meses antes ignoraba la existencia de María Manuela y las prendas que la adornaban; ahora estaba comprometido en matrimonio gracias a la intervención de Agustín quien “encendió por primera vez la llama pura, la llama casta del amor conyugal”3.Del texto se deduce que hasta entonces el tema del matrimonio le tenía sin cuidado. Ahora, la sola referencia de que la Manuelita ha prestado su consentimiento es suficiente para despertar un nuevo furor en el naturalista. Sorpresivamente se enamora a distancia, y en apariencia lo hace con locura; se enamora sin conocer al objeto de sus amores, y ese furor le arrebata como si se tratara de un adolescente que vibra en las frases de sus encendidas cartas, y que ahora pregunta a las flores y a las estrellas por la suerte de su amada.
Entonces tenía 41 años y, súbitamente, se convence, o se deja convencer, de que le falta formar un hogar y disfrutar de la felicidad de una esposa y de unos hijos. Esos débiles ojos acostumbrados otrora al telescopio del astrónomo o a la lupa del botánico y ciegos al amor, se abren ahora a una amante desconocida. Caldas se deja arrebatar por un furor casi angelical. Se enamora de una mujer que aún no conoce, ignorando que previamente debe existir un noviazgo y que se requieren una actitud generosa y una mínima preparación para ser un buen esposo. Su generosidad marcha por otra vía. El 14 de febrero indica en una carta que la niña que pretende es pobre y oscurecida en Popayán y que sus padres, para que recibiese educación cristiana, la entregaron a una tía que generosamente la ha criado. Según le han informado ya tiene 19 años y corre el riesgo de que, por su pobreza, por la abundancia de mujeres y falta de hombres que se advierte en Popayán, no pueda acomodarse en un matrimonio honesto como el que él le ofrece.
El amor crece alrededor de un retrato
Tres meses después de la primera carta, y fijada la fecha de la boda para el 13 de mayo, conoció el retrato de la novia. Quedó cautivo por sus facciones; la consideró a la medida de su gusto y le confesó apasionadamente: todas las mujeres me son indiferentes, y solo Manuelita roba, toca, conmueve y reina en mi corazón. Sin embargo, su personalidad de adulto solitario va a ser refractaria a las novedades que conllevaba la nueva vida que le esperaba.
Caldas envió a la novia un sombrero de paja y un pañuelo grande de muselina para que se protegiera durante el viaje y varios pañuelos pequeños, así como un par de guantes de seda, tres pares de forros de seda para los zapatos y tres anillos, uno de esmeraldas, los otros dos de las mismas piedras, pero rodeando a un rubí y a un diamante. Acucioso le pidió las plantillas de sus pies para mandarle elaborar calzado elegante, apropiado para presentarla al virrey y a la virreina, a quienes ya había informado de su boda.
Acucioso le pidió las plantillas de sus pies para mandarle elaborar calzado elegante, apropiado para presentarla al virrey y a la virreina, a quienes ya había informado de su boda.
En carta del 6 de junio se mostró menos frío, cuando ya casado la esperaba en Santafé, en apariencia con muchos deseos de conocerla y de iniciar la vida conyugal. Entonces le dijo: “Mi esposa, mi Manuelita: ya puedo decir esposa sin temores. Lo eres, perdona a tu esposo que trate ya sin señorías, ni ustedes. ¡Eres mía, Gran Dios! ¡Que conquista! Yo quiero desde hoy tratarte con la igualdad de esposo, y quiero gustoso renunciar a esos tratamientos que no inspira el amor puro, casto, noble, espiritual, santo que te profeso. Manuelita, dulce Manuelita, trátame del mismo modo. Permite que te corrija un error que lo has recibido de mis P.P. y de todo Popayán. Mi nombre es Francisco y por devoción José. Yo quiero que desde hoy me llames mi Franco, que me trates de tú, que tengas conmigo la misma confianza que yo tengo con mi Manuelita”4.
Temporalmente se dejó llevar por un arrebato afectivo y a los pocos días le anunció que iba a recibirla hasta La Plata, ocasión en la que renovó sus sentimientos de devoción, pero esta vez cargados de virtud, cualidad que les debía acompañar el resto de la vida para santificarse mutuamente: “Que en nuestros corazones reine Jesucristo, la pureza y la santidad [Sus frases más parecían expresiones místicas que amores carnales]: ¡Cuando enlazando nuestras manos, las levantaremos al cielo para bendecir sus bondades! Nuestros corazones deben estar siempre nadando en amor de Jesucristo, y en el mutuo que nos debemos profesar”5.
La política prima sobre el amor y aplaza el conocimiento de la novia
Ocurren los sucesos del 20 de julio de 1810 y los intereses políticos primaron sobre las inquietudes científicas y familiares. Desaparecieron el Caldas astrónomo y botánico y surgió el Caldas político; desapareció el cronista científico y apareció con furor el escritor político y el militar activo. Despareció también el devoto enamorado, que ya no iría a La Plata a recibir y conocer a su esposa; tan solo iría a recibirla a La Mesa en la segunda quincena de septiembre. Habían pasado cien días después de la boda y habían primado sus intereses personales sobre sus afectos o sobre la simple curiosidad de conocer personalmente a la novia que antes le exaltaba.
Caldas había contado con la confianza del virrey, pero bajo esa imagen apacible y taciturna se ocultaba un activo complotador, que no solo colaboraba como ideólogo del movimiento político sino que facilitaba las instalaciones del Observatorio Astronómico para realizar las reuniones clandestinas que precedieron a la revuelta. Caldas guardó una discreta imagen a pesar de haber sido testigo directo de los hechos, y no pudo ocultar su papel protagónico, así hubiese sido desde la sombra. En apariencia su posición y sus ingresos, necesarios ahora para responder por ese hogar recién formado, le inquietaban más que las ansias libertarias, como se deduce de la carta fechada el 6 de agosto y en la que tras indicar a su esposa que no podía viajar a LaPlata, a reconocerla y recibirla, le señalaba con preocupación que se había producido la revolución y que él, gracias a Dios había salido ileso y solo la deseaba para resolver sobre su suerte. Le suplicó: “Ven breve, pues estoy muy arriesgado a que la Junta Suprema nos mande en comisión”6. Las reformas podían elevarlo o dejarlo en la calle.
Esta actitud oportunista se contradice con la asumida, días más tarde como redactor del Diario Político, donde no solo debió velar por la correcta y oportuna edición del periódico sino por el contenido ideológico de los editoriales. Esta ambigüedad solo tiene explicación en la compleja mentalidad de Caldas, que cambiaba sorprendentemente, en cualquier momento. Caldas en escritos posteriores se envaneció de la posición adoptada como codirector del Diario, posición de verdad comprometida. ¿Trataba de no inquietar a su esposa, quien podía asustarse y retornar de La Plata a Popayán en vez de proseguir el viaje a Santafé? ¿Pretendía presentar una disculpa por no haber ido oportunamente a conocerla y recibirla en esa población? ¿Temía acaso que el movimiento político independentista no afianzase y pudiesen retornar las autoridades españolas en plan de reconquista, como a la postre sucedió?
Caldas de niño había sido estudioso, caviloso y reconcentrado, y hecho hombre optó por la ciencia, dejando de lado el mundo con sus dichas de mujer, de fortuna y de poder. Ese mundo no existía para él y su corazón permanecía olvidado y deslumbrado por lo desconocido. Él mismo se autocalificó de ser taciturno, lento en sus observaciones, austero en sus costumbres, amante del retiro, rara vez risueño, ajeno a actividades que hoy denominaríamos deportivas o artísticas e interesado solo por la ciencia. Un joven prematuramente viejo, indiferente a las pasiones y al vino, y que se conservó virgen por más de cuatro décadas, cambiando tal condición solo al contraer el vínculo matrimonial; y ¿por qué?, porque no sentía gusto por el amor. Con seguridad Caldas poseía tendencias homosexuales que jamás dejó aflorar, dadas su férrea educación y sus sólidos principios morales y religiosos. Allí está la base del conflicto vivido con Humboldt, y allí es donde encontramos una explicación a esa inesperada decisión de contraer un tardío matrimonio. Aparte de las interesadas sugerencias del tío de la novia y de algunos amigos, quizás le estimuló a ello el hecho de que su buen y fiel amigo Santiago Arroyo hubiese contraído segundas nupcias y quizás pudo pensar en recrear un ambiente familiar similar al vivido en el hogar paterno.
Caldas se enamoró de las cualidades que presumía en Manuelita, en la certeza de que los ancestros y el origen de la cuna, aunados con la virtud, garantizarían el éxito del futuro hogar, pero olvidando que ya era un cuarentón con fama de excéntrico e ignorando que la candidata que le aceptó sin conocerle bien, o desconociéndolo totalmente, no debía ser la más idónea de las jóvenes casaderas de Popayán. Manuelita cumplía con las condiciones de cuna y de virtud, pero, o era un ser frío e indiferente, excesivamente dócil, o era exageradamente comprensiva para aceptar unir su vida con la de tan excéntrico candidato. Al momento de concertarse el matrimonio Manuelita contaba veinte años, edad que para la época significaba el estar “quedada”; ignoramos si era o no agraciada, pero su retrato gustó ampliamente al novio; igualmente ignoramos si entre sus atributos estaba el de pasar de tonta, o quizás el de pasarse de viva, tal vez por haber sufrido un previo despecho y no querer perseverar en una mal vista soltería. Por la pobreza de sus padres no podía ofrecer una dote y su temperamento podía ser difícil al haber sido criada por una tía y lejos de su hogar. También la pudo impulsar a aceptar la propuesta el deseo de alejarse de la casa paterna y buscar en la capital una posición social propia al lado de un presunto e influyente sabio, motivo por el cual se bautizó como la astrónoma de Bogotá, ocurrencia que igualmente satisfizo al novio, o quizás la impulsó el reto de vencer esa conocida indiferencia de su prometido. Parece que Manuelita era retraída y abnegada y aceptó sin reticencias la propuesta de boda, no sabemos si con ilusión o con resignación. En el secreto queda la respuesta a estos interrogantes e ignoramos si en el tálamo nupcial sufrió una nueva desilusión. Lo que si es verificable es que Caldas cumplió con cristiana responsabilidad los deberes de esposo, y que en un lapso de seis años enriqueció el hogar con cuatro hijos a pesar de las frecuentes ausencias motivadas por sus actividades militares y políticas y de la aparente indiferencia o frialdad con que se ocupaba de las labores del sexo. Como él lo había señalado en
una de sus primeras cartas, su amor bendecido por la religión y por la virtud no correspondía a esos que, cual llama devoradora, son crueles, ciegan y embrutecen, sino que correspondía a un fuego sagrado y luminoso que obra con tranquilidad, pureza y castidad, dilatando el corazón en lugar de oprimirlo.
Un marido casi siempre ausente
Finalmente, Manuelita se estableció en la capital y Caldas asumió su papel de cabeza de familia; en 1811 nació el primogénito, Liborio María. Apenas transcurrido el primer trimestre de 1812 Caldas viajó a Tunja con la expedición comandada por Antonio Baraya. En medio de la guerra se pasó al bando federalista. Con esto surgen los temores en relación con su suerte y, en particular, con la de su familia. En una carta dice a Manuelita que “su felicidad no está en los decretos del presidente sino en el testimonio de su conciencia, y en cumplir con sus deberes de cristiano, de ciudadano de Cundinamarca, de esposo, de padre y de cosmógrafo que es la última de sus obligaciones”. En junio escribe a su esposa: “si es preciso esconderte, escóndete, lo mismo que mis papeles y mis libros. No des la llave del Observatorio y di que yo la tengo”7. El advenimiento de su segundo hijo coincidió con las angustias generadas por el embargo de sus bienes; por ello sugirió a Manuelita que vendiera prontamente los muebles, sillas y demás enseres, y rescatara los papeles e instrumentos que dejó depositados en el Observatorio, los cuales debía esconder con esmero. Cumplida esta tarea, lo más prudente, por su seguridad, era el tratar de reunirse con él en Tunja.
Entonces le dice: “Cuidado con Liborito y con el que tienes en el vientre; cuídate mucho y has ejercicio desde que te sientas en los siete meses, para tener un parto fácil y no como el pasado. Cuida mucho de la familia, que todo esté arreglado y cristiano, pues tenemos que dar cuenta a Dios de la conducta”8. Por hallarse permanentemente alejado del hogar, Caldas ganó el desdén y el desamor de su esposa. No bastaba pedirle paciencia, serenidad y resignación y enviarle dinero esporádicamente. Al ser condenado a muerte y al serle expropiados sus bienes, a ella y a sus hijos tan solo les pudo dejar como herencia la gloria de sus ejecutorias. Años más tarde, y ya consolidada la independencia, el Congreso les concedió a la viuda, a los dos hijos supérstites y a otro, llegado a María Manuela después de la muerte de su esposo, una pensión vitalicia.
Fue este un curioso matrimonio, concertado a distancia, celebrado por poder, consumado meses más tarde y que tal vez nunca debió de celebrarse. El marido no fue un modelo de esposo y la esposa tampoco lo fue. No podemos culpar a ninguno de los dos. Simplemente sufrieron, por circunstancias de tiempo y de lugar, las consecuencias de una unión, atípica e inconveniente.
Bibliografía
- Caldas, F. J. Cartas de Caldas. Bogotá, Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, 1978.
- Díaz Piedrahíta, S. Nueva aproximación a Francisco José de Caldas, Santafé de Bogotá, Academia Colombiana de Historia, Biblioteca de Historia Nacional, No. 169, 1997.
Referencias
- Carta al provisor gobernador de Popayán. Cartas de Caldas, Bogotá, Academia Colombiana de Ciencias, 1978, p. 303.
- Carta del 6 de febrero de 1810. Ibíd., p. 301.
- Carta del 6 de febrero de 1810. Ibíd., p. 301
- Carta del 27 de febrero de 1810. Ibíd., p. 303.
- Carta del 20 de junio de 1810. Ibíd., pp. 313-314.
- Carta de 6 de agosto de 1810. Ibíd., pp. 314-315.
- Carta del 3 de junio de 1812. Ibíd., p. 332.
- Carta sin fecha. Ibíd., p. 333.