Lectores pensados a mediados del siglo XIX
Varios lectores del siglo XIX son de recordación. Aquellos modelos individuales como Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander, Tomás Cipriano de Mosquera; lectores personajes como Efrain leyendo Chateaubriand a la enamorada María, o don Demóstenes leyendo en el cementerio, a la descreída Manuela, El diablo en París y José Fernández recordando lecturas a sus amigos en De Sobremesa. A la vez, es recurrente la presencia de lectores, escritores y políticos como los del Olimpo Radical y sus oponentes en la próxima Regeneración; lectores viajeros como Soledad Acosta, José María Samper, Aníbal Galindo y D’Espagnat; lectores de prensa, niños lectores y quizá los de no mucha, ni muy grata recordación, los lectores censores de lectores.
Si bien la Inquisición y las normas españolas se encargaron durante mucho tiempo de delimitar lo que según la institución eclesiástica debía o no debía ser leído, fue también en el siglo XIX y quizá como parte de esta tradición, donde se concretaron por medio de determinados discursos, los peligros a los que estaba expuesto el lector. Allí se señaló, de manera reiterada, qué era bueno y qué era malo, lo permitido y lo prohibido, lo que se debía y no se debía leer, en últimas cómo debía ser o hacer un lector. Aún así no deja de sorprender un hecho que para cualquiera debía ser objeto de una anécdota contada en el siglo XVII y no el 24 de octubre de 1873, en un periódico. En carta fi rmada, el presbítero Rafael Zeledón afirmó:
En la plaza que no diré pública, de esta ciudad, porque es el lugar menos público de ella a consecuencia del incendio de 1867, y en frente de las dos únicas casas de ella, que es la de mi habitación, comencé por mi mismo la referida quema, ayudado de tres niños a quienes no encomendé la operación porque temí sustrajeran algún libro de la hoguera.
Presentáronse uno en pos de otro, dos sujetos de aquellos en que el corazón no va de acuerdo con la cabeza; es decir que con buenos sentimientos claudican o cojean a uno y otro lado en cuanto a ideas, que ni son católicos decididos, ni libres-pensadores, y que quisieran que fuera posible un avenimiento entre el error y la verdad. Meneaba yo mi hoguera y volteaba los volúmenes, (aunque es mala la comparación) como los civilizados romanos al martir San Lorenzo, cuando el más joven de los dos sujetos, detrás de una sonrisa, me dirigió esta pregunta doble: ¿Qué libros quema usted, y de quién eran? Aticé mi hoguera, y luego volviéndome le dije: “Quemo los libros de dos grandes enemigos de dos cosas grandes: de la Patria y del Pudor.1
El presbítero cuenta su versión de los hechos, frente a la queja impuesta por el señor L.A.R., nunca identifi cado directamente en el texto. Ha quemado ciento veinte volúmenes de la obras de Voltaire y de Rousseau, que le han sido entregadas por un católico que “lo hizo espontáneamente y en cumplimiento de un mandato de la Iglesia, y que como católico quiso obedecer”, en otras palabras un lector redimido. Por otra parte, presenta el fuego como elemento purificador, desplazado al espacio civil de la plaza pública, y el peligro y la tentación que para los niños representan los libros. La justificación está en el contexto de una particular concepción de la historia, en la necesidad de reivindicar, con la quema de los escritores franceses del presente, el sufrimiento de los mártires del pasado propiciado por los herejes.El sacerdote iguala con su acto y con su discurso, el carácter de dos voces que cumplen misiones completamente opuestas: el libro que se opone a la Iglesia y el del mártir, San Lorenzo, considerado uno de los primeros archivistas y tesoreros de la institución y recordado como el patrón de los bibliotecarios. Mártir recordado Felipe II, monarca de la conquista de América, que lo eligió como símbolo de sus victorias en la construcción arquitectónica de San Lorenzo del Escorial.
Es difícil señalar el caso del presbítero Zeledón como una excepción, puesto que los relatos sobre estos hechos son escasos. Su carácter anecdótico está mas bien marcado por lo insospechado, por lo curioso y poco conocido que puede ser un acto como el relatado, y justificado por su propio actor, como ilustración de una actitud moral y ejemplo del valor de una acción a seguir de un grupo de poder en un momento determinado.Esta anécdota lo es para nosotros como lectores o para aquel que en su momento la cuenta como tal y la relata como historia vivida. Hace parte de un sinnúmero de expresiones por medio de las cuales el discurso moralizante del cristianismo ubica al lector de mediados del siglo XIX en sus funciones y señala elementos centrales de las formas de control de la lectura. Dicho control está legitimado por la autoridad de la Iglesia Católica, su participación de las ideas políticas y su intención de consolidar el vínculo entre la nación y la moral
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Leer fue en el siglo XIX colombiano una forma de participación social. Los niveles de alfabetización fueron bastante reducidos y fracasaron los diversos proyectos de los grupos radicales de mediados de siglo frente al carácter obligatorio y universal de la educación, y los avances de los grupos de artesanos para igualar su educación con la de la elite.
Ser lector hacía parte de la defi nición de una posición social privilegiada. La lectura, ubicada generalmente distante de los mundos campesinos, tuvo su eje en las ciudades que hicieron alarde del poder que les asignaba su carácter letrado, generando así un nuevo elemento de diferenciación.
Posterior a la Independencia, la escritura,promovida mayoritariamente desde la prensa y la publicación de novelas, jugó un papel fundamental en la manera como los neogranadinos querían asumir su nación y consolidarla como proyecto hacia el futuro. Artículos, cuadros, memorias, poemas y novelas nacionales y extranjeras se conjugaron en consolidar un discurso distinto que a la vez propuso sus propias diferencias al interior de la sociedad letrada.Atraer lectores fue uno de los objetivos, por medio de los cuales, liberales y conservadores, vieron la manera de consolidar su poder. En esta acción, como se ha visto, la Iglesia jugó una función central, como apoyo de los últimos.
No obstante, los partidos políticos asumieron actitudes opuestas sobre el desarrollo de los procesos lectores. Por ejemplo, frente a la aceptación o negación de la libertad de imprenta o de educación. Los argumentos estuvieron mediados generalmente por la necesidad de proteger a aquellos que eran vulnerables a los peligros y que por la debilidad de su carácter podían ser propensos al engaño: los niños y las mujeres.
En las Memorias de un colegial (1882) Luciano Rivera y Garrido, relata la experiencia que vive en el Colegio de Pérez Hermanos, en donde eran educadores buena parte de los políticos y escritores más activos del momento. En un espacio que podría señalarse de tendencia liberal, el propio alumno recuerda como sus maestros a Manuel Ancízar, a don Ramón Gómez, a Lorenzo María Lleras, a José Manuel Marroquín, a José María Vergara y Vergara, a Cerbeleón Pinzón, al presbítero don Benigno Perilla, a Juan Padilla, y por supuesto a los Pérez: Felipe, Rafael y Santiago. Si bien no aparece allí la máxima conocida por la mayoría de sus contemporáneos, “La letra con sangre entra y la lección con dolor”, si reitera las difi cultades que para un joven estudiante implicaban frente a la autoridad y sus compañeros la elección de la lectura. En sus recuerdos ya había señalado la necesidad imperiosa que tenía de leer Robinson Crusoe a escondidas. A continuación presenta algunas de las limitaciones de quien desde joven quiere ser lector:
dócil a las sugestiones de mi temperamento quimérico, y consecuente con mis aficiones de antaño, no desperdiciaba la ocasión de habérmelas con algún librejo a menos para atenuar la melancolía que agobiaba mi alma de muchacho triste. Algunos sinsabores me proporcionaba la satisfacción de ese anhelo de lectura entretenida o sentimental, pues a tal respecto, los pasantes y los profesores habían recibido órdenes terminantes del director del colegio: al niño al que se le sorprendía entretenido con libros que no fueran los textos de estudio, era castigado sin misericordia2.
La presencia del libro y de la lectura como la práctica que permite una actividad privada, poco supervisada desde el espacio de lo público, de la norma, es otro de los factores determinantes de la necesidad de controlar a los lectores. A lo privado se accede fuertemente desde la educación como forma de construir aquel ideal individual que debe contribuir a consolidar una comunidad de principios. Nuevamente desde el orden de la moral y por su desplazamiento en el mundo de lo privado, frente a lo público privilegiadamente masculino, las mujeres serán el grupo más expuesto a los daños que pueden producir algunos libros.
¿Qué son sino los síntomas de la enfermedad moral con que tiene llagadas las almas el áspid que hiere las fibras más delicadas de la vida moral en los tristes momentos de la lectura de un libro envenenado?3
Como queda presente en el caso de la quema del padre Zeledón, el ataque a las lecturas fue dirigido hacia propuestas y géneros particulares. La novela, la novela francesa –cuyo señalamiento va en varias oportunidades acompañado del teatro– fue objetivo principal de rechazo por parte de la Iglesia. Era un género dirigido en buena parte a las mujeres, y ellas en la sociedad neogranadina tuvieron la función de reproducir y controlar las costumbres. La educación que ella propiciaba desde el hogar exigía que se le controlaran los efectos de la lectura. Así se afi rmó en El Catolicismo:
La lectura de novelas y romances amatorios es otro de los medios de que las madres de familia se sirven para corromper a sus hijas…4
Si bien puede plantearse efímera la pertinencia histórica de la anécdota, esta puede ser leída en el pasado y en el presente como ilustración de una actitud que frente a la lectura asumieron determinados grupos en Colombia, a mediados del siglo XIX. Los peligros que el lector podía encontrar a su paso y de los que podía no ser consciente, fueron objeto de varias presentaciones.
El lector, tanto del pasado como del presente, puede aproximarse al efecto que produce leer en La Esperanza de Chiquinquirá en 1868, la anécdota que uno de sus editores reprodujo para ratificar sus propuestas:
Otro novelista francés decía a un joven a quien acababa de dar la mano a su hija; “Se lleva usted un tesoro: es hermosa, rica y no ha leído ninguna de mis obras”.5
Referencias
-
“Voltaire y Rousseau. Quemados en la plaza de Riohacha”, La Caridad. No 26, Bogotá, Noviembre
20 de 1873, p. 409. - Luciano Rivera y Garrido, Memorias de un colegial, Bogotá, Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, 1936.pág. 42.
- “Los escritos y los escritores. La buena y la mala lectura”. La Unidad Católica, 22 de diciembre de 1869 No 3. p.18.
- XYZ, “Educación del bello sexo”, El Catolicismo, Bogotá, núm. 291, nov. 10, 1857, pág. 560.
- “Las lecturas”, La Esperanza, noviembre 12 de 1868, Chiquinquirá, pág. 45.