Mija
Uno:
Estoy escribiendo sobre Mija con Mija acostada a mis pies. Mija es una Golden Retriever, o sea, una perrita querida, devota, alegre, dramática y noble de un año y ocho meses, y me ha dejado escribir sobre ella —y se ha tendido a mis pies de tal manera que no va a ser fácil salir de aquí— porque ya desayunó, ya mordisqueó una pelota que se le volvió la cosa favorita del mundo, ya me puso a jugar con ella por toda la casa y ya salió a la calle a dejarse consentir por la gente del barrio, y de paso, a verse de reojo y olisquearse y perseguirse con la Husky Siberiana, con el Bernés, con el Pastor Alemán, con el Rottweiler, con la Chow Chow que vemos todos los días.
Mija nació el 29 de abril de 2023. Según los mapas astrológicos, que yo sí creo que aplican en estos casos, es rutinaria, tranquila, optimista y de fiar. Se llama Mija porque mi esposa y mi hija, entre las dos, le pusieron así. Tiene gracia gritar por la calle “¡Mija, ven!”, “¡Mija, no!”, porque hay indignados que se voltean a insultarlo a uno, pero luego ya no.
Mi esposa tuvo mascotas hasta que casarse conmigo fue más que suficiente, pero de vez en cuando en estos años juntos, cuando ya se estaba acabando la jornada de los dos, repetía “ay, tener un perrito...” con la mirada puesta en la nostalgia. Nuestra hija soñó en voz alta con cuidar a una perrita desde el día en que empezó a hablarnos. Nuestro hijo siempre ha sido un espíritu listo a lo que venga: “Si ustedes quieren...”. Todos, mejor dicho, estaban resignados a la aventura. Y entonces yo, que cuando era chiquito fui aplastado por un San Bernardo, que de los cinco a los diez les rogué en vano a mis papás para que me dieran un Pastor Ovejero, que tendía a tener buenas relaciones con las mascotas ajenas y he estado metiendo perros en mis novelas en los últimos diez años —Góngora, Gil, Duarte y Zar, se llaman los más visibles—, tenía en mis manos la decisión de buscar a Mija: el visto bueno, la firma y el sello que hacían falta para ir por ella.
He tomado decisiones así, definitivas, otras veces. Siempre han parecido repentinas, imprevistas. Y no siempre han sido sensatas. Pero, si lo pienso con cuidado, si recuerdo a tiempo que yo soy de los que creen que todo ha sido como tenía que ser, la vida ha salido tan bien como ha salido Mija. Que, dicho sea de paso, sigue aquí a mis pies.
Hubo un tiempo en el que sospeché que la solución a mi ansiedad, a la velocidad con la que mi cabeza ataba mal los cabos, iba a ser el budismo zen. Tendrían que ver la biblioteca que armé sobre el tema. Pronto, a los treinta años, capté que lo mío era romper la ley del desapego: lo mío, que no es que me enorgullezca, pero sin duda es lo mío, era atar tanto mi suerte como mi sistema nervioso, tanto mi vida como mi identidad —en orden de aparición— mi mamá, mi papá, mi hermano, mi familia de amigos, mi esposa, nuestro hijo y nuestra hija. El colmo es Mija. Pídanme que la deje sola en la casa mientras nos vamos a hacer una vuelta. Pídanme que deje de ser tan sobreprotector cuando se le acercan los bulldogs que parecen a punto de un infarto. Explíquenme en todos los tonos que los perros son incondicionales para que no me sienta mal por haberle dicho que no tres veces seguidas. A ver qué les respondo yo. A ver cómo les voy llevando la cuerda, y luego sigo con mi apego.
“Es la Golden Retriever amorosa e inteligente que yo había estado pidiéndoles a mis papás desde que era niño”.
Dos:
Los perros son los mejores amigos de los seres humanos desde hace un poco más de 15.000 años. Medio mundo no solo los tiene viviendo en su casa, sino que los considera un miembro fundamental de la familia, de la banda: un hijo que ladra. Si se quiere entender el vínculo absoluto e irreversible que se da, si se quiere responder la pregunta de por qué funciona semejante historia de amor tal como funciona, quizás venga al caso leer La llamada de lo salvaje de Jack London: el mimado Buck, mitad San Bernardo, mitad Scotch Collie, va de casa en casa, de trama en trama como un personaje de picaresca, y es claro que está en la capacidad de sumarse a una manada, de cazar, de vivir libre en los paisajes que estaban antes de que la gente de corbata empezara a escriturarlos, pero también que está hecho para amar a sus humanos sobre todas las cosas.
Hay perros de pastoreo. Hay perros de trineos. Hay perros de guardia. Hay perros de asistencia. Hay perros de caza. Pero sobre todo, hay perros de familia: todos los perros de este barrio, Paco, Arcoíris, Luna, Messi, Roco, Casio, Luther, Thor, Lulú, Fausto, Ónix, Maxi, traen detrás a una gente entrañable que se ha visto redefinida por los paseos diarios, por las recogidas de cacas de todos los tamaños y consistencias, por los giros inesperados en los caminos de siempre. No quiero ser prejuicioso, porque no me parece nada rara la gente sin hijos ni me parece nada rara la gente sin mascotas —bueno: la verdad es que todo el mundo me parece raro, pero no por estas cosas—, y sin embargo, debo decir que resulta difícil encontrarse con una persona con perro que, además, sea una persona de mala fe. Una Mija calma la ansiedad, educa, ennoblece y devuelve la humildad y la sensatez a cualquiera. Hay que ser un fiasco para que no suceda.
Hay que ser un fiasco para maltratar a un animal: la forma como trata uno a su perro, que no le cuenta a nadie lo que pasó hoy, que no revela los peores secretos de la persona que lo cuida, que no cambia aunque se venga el mundo encima, es la prueba máxima de qué clase de persona es uno. Hoy en día se exprimen, para bien y para bien, todos los temas divinos y humanos. Gracias a las redes, que tienen una franja maravillosa, sabemos más que nunca de salud mental, de finanzas, de menopausia, de literatura, de cocina, de buena alimentación, de política. Gracias a las redes entendemos que la palabra “mascota”, que viene del francés “mascotte”, o sea, “amuleto”, “talismán”, retrata con precisión esa compañía invariable que nos cambia la suerte: ese apego que no solo relativiza los líos, sino que —qué monje zen lo creyera— nos devuelve el presente tan anhelado por el budismo. Pero, por más que se hable, por más que se diga, la experiencia de vivir con Mija es extraña e irrepetible.
Nuestros hijos odian las películas de perros, de Old Yeller a Hachiko, porque suelen ser comedias con finales trágicos, pero yo, que me la he pasado resignado a los giros dramáticos, vivo pendiente de los perros de la ficción. Y entonces me descubro pensando en la versión animada de 101 dálmatas —que se llamaba La noche de las narices frías cuando yo era niño, y es extraordinaria—, pues tiene esa secuencia inicial en la que se ilustra la sospecha de que los perros se parecen a sus dueños. Hace veinte años, cuando tuve que hacerme una terapia china, tal como suena, para recuperar un tendón de la palma de mi mano que se había destemplado por un apretón de manos con sevicia —“crac”, sonó—, el terapista bonachón que me atendía terminó presentándome un psicólogo de perros. ¿Qué fue lo primero que me dijo? Que los perros son espejos de las personas que los adoptan. Que las personas cargan a sus perros de sus frustraciones y de sus alivios, de sus miserias y de sus redenciones. Y así es.
“Como el mundo tiende a la deslealtad, se me vive partiendo el corazón. Pero con Mija no corro ese riesgo”.
Tres:
Mija no se nos despega porque nosotros no nos despegamos los unos de los otros: cada cual anda en sus cosas, claro, tenemos 49, 45, 14 y 9 años, pero a la larga vivimos como si viviéramos en un solo cuarto. Mija hace cosas que nosotros no hacemos: da vueltas sin parar cuando está feliz, ladra a los espejos, ladra a los perros desconocidos que pasan por la calle, defiende la casa de fantasmas, suelta gemidos inesperados e increíbles, nunca antes oídos, cuando llegan nuestra niñera, nuestra tía, nuestro amigo que nos lleva a todas partes, y nuestra familia de vecinos, Natalia, Tomás, Raquel y Nicolás, que son su segunda familia —y entonces parece pidiéndoles auxilio, y parece que a nosotros, los de adentro, no nos quisiera tanto como a ellos—, pero de resto es una de las nuestras. Está convencida de que lo justo es ser consentida. Se sube al carro, a su puesto, cuando nos vamos a otro lugar. Se sienta en el sofá a hacer visita con mi mamá, que se ha venido resignando a ese cariño tan raro.
Con nuestro hijo, que es su adoración, Mija juega partidos de fútbol a muerte porque él le ha enseñado a dominar el balón. Con nuestra hija, que es su persona por siempre y para siempre, practica saltos y coreografías dignas de espectáculos olímpicos. Con mi esposa, que es el amor de su vida, se acuesta a leer manuscritos de novelas por venir. Conmigo está el resto del tiempo, siempre juntos en silencio, siempre trabajando en ficciones que digieran la ansiedad, a la espera de que me pare del escritorio: antes, cuando era chiquita, podía subirse a mis piernas —como lo hacían los dos niños— mientras yo sacaba adelante la columna de El Tiempo, pero ahora se acuesta a mis pies, y a ratos suspira. Sirvieron las clases que tuvimos con una entrenadora maravillosa, Mariana Grisales, porque entiende mejor que los demás que el día tiene momentos diferentes, pero es claro que todo el tiempo está lista para comer, para pasear, para jugar, para marranear, para dejarse consentir.
Y es claro que yo, que no soporto a ciertos veterinarios sobreactuados empeñados en decirle “la gordita”, que ya no me cambio de acera cuando veo perros porque ya sé que suelen venir en son de paz, y lidio como mejor puedo a los dueños de la moral perruna que le escriben a uno “adopta: no compres” sin saber cuál es el caso, estoy convencido de que Mija es una gran persona. Y me parece obvio que es la Golden Retriever amorosa e inteligente que yo había estado pidiéndoles a mis papás desde que era niño.
Mi esposa me dijo hace poco, poquísimo, la mejor cosa que me ha dicho alguien en la vida: “Usted se merecía el amor de un perro”, soltó entre dientes. Quería decirme que yo tengo mucho de perro: que lo mío es la fe en la rutina y el pacto para siempre con la gente que me tocó en suerte, y entonces, como el mundo tiende a la deslealtad, se me vive partiendo el corazón. Pero con Mija no corro ese riesgo. Ni a ella, ni a mi esposa, ni a mí nos gustan del todo los días que no se parecen a los días. O sea, que en una buena jornada dejamos a los niños en el bus del colegio, damos un paseo largo, trabajamos, vemos alguna serie que estemos viendo, trabajamos, recogemos a los niños en el bus, trabajamos, damos un paseo corto, estamos todos juntos, preparamos el día siguiente, nos vamos a dormir, dormimos, y horas después, mi esposa y yo sentimos que ella se nos sube a la cama —y nos pone la cabeza en la cabeza y nos lame— porque está cerca la hora de despertarse otra vez: la rutina es la medida de nuestro éxito.
Y ya quisiera uno ser un perro. Ya quisiera uno comenzar el nuevo día como si fuera nuevo. Mija le devuelve a uno esas aspiraciones. Mija me ha revivido a mí la certeza, tan zen, de que estar vivo es más que suficiente: de que se viene a la vida a notar y a cuidar la vida. Estoy escribiéndole este texto, aquí a su lado, para darle las gracias. Qué lástima y qué envidia que le sobren las palabras.