Del duelo personal a la escritura como goce
PARA AURA GARCÍA-JUNCO la biblioteca que llegó a su sala un día de 2019, cuando murió su papá, era al mismo tiempo una carga y un universo: una tonelada de papel con olor a cigarrillo y una que otra mancha de chorizo, los subrayados que develaban lecturas, reflexiones y puntos de vista. También era la única tumba que tenía para poner (o escribir) una flor: “La visita del fantasma del recuerdo se siente sorprendentemente similar cada vez”, dice para describir el dolor. “Como un jalón de mi esófago hacia el estómago, como una mano que mueve un objeto y lo pasa arrasando los tejidos y jala de paso mi garganta”.
Dios fulmine a la que escriba sobre mí (Sexto Piso, 2024) es el cuarto libro de esta escritora mexicana, que en sus anteriores —Anticitera (Planeta, 2021), El día que aprendí que no sé amar (Seix Barral, 2021) y Mar de piedra (Seix Barral, 2022)— se ha dedicado a ir del ensayo a la novela, a encontrar estructuras narrativas propias y a hacer de la escritura y la literatura un espacio de libertad. Es también una investigación sobre el padre de la escritora, quien bajo el seudónimo de H. Pascal fundó Goliardos, un proyecto cultural que publicaba literatura marginal y hacía festivales de terror, poesía, fantasía y ciencia ficción, con la visión de ampliar el acceso a la lectura: una especie de leyenda del mundo contracultural de Ciudad de México.
Se suele pensar en que hay una especie de tabú en la escritura sobre la familia, pero hay muchísimos autores que han escrito sobre eso: usted en su libro incluye a Vivian Gornick, Pilar Donoso, Paul Auster, Héctor Abad...
Sí. Yo creo que mi escritura es muy investigativa. En este caso me puse a buscar libros de duelo y me sorprendió encontrarme muy pocos libros escritos por hijas sobre sus padres, lo que me llevó a hacerme preguntas sobre el tabú de escribir acerca de un hombre si eres una mujer, y el de la escritura familiar en general, que tiene que ver con la idea de la vida pública y la privada. También sobre la familia como ese espacio sacro en el que todo está permitido y perdonado. Yo no sabía exactamente qué iba a ser este libro, pero quería que apuntara a la reconciliación con mi padre y con mi nuevo lugar en el mundo; contestar esa pregunta que me carcomía: “Era una hija y ahora ya no sé qué soy”.
Este libro tiene dos recursos particulares: las fichas bibliográficas que inician los capítulos y las definiciones al pie de página. ¿Cómo llegó a ellas?
Lo que me encanta de escribir libros es que con cada uno puedo hacer juegos formales que ayudan a estructurar el contenido y que se vuelven parte de él. Yo sabía que con este, cada capítulo iba a partir de un libro de la biblioteca, y eso me permitió llegar al recurso de la ficha bibliográfica; me divertí mucho haciéndolas, porque tienen la referencia y una frase que conecta con lo que viene. Luego están las notas al pie, que no fueron planeadas en absoluto, sino que fueron un descubrimiento del proceso de escritura. Cuando estaba empezando hubo una parte desbordada que fue puro llanto y sufrimiento, y en un punto describí el dolor que sentía físicamente. Eso quedó ahí, en medio de un párrafo, y cuando releí dije: “Bueno, lo voy a convertir en nota mientras encuentro cómo ponerlo”. Luego vi que las notas tenían un gran potencial a lo largo del texto, bajé otra definición que tenía por ahí y a partir de entonces fue pura diversión: son notas eclécticas, unas graciosas, otras más poéticas, citas de La vida es sueño o de poemas de mi papá. Son un espacio de libertad.
¿Cómo fue investigar Goliardos, el proyecto editorial y cultural de su papá?
Fue muy divertido. Yo era una adolescente extremadamente tímida, e ir al Tianguis Cultural del Chopo a repartir propaganda de calidad gráfica muy dudosa entre ‘punks’ y ‘darketos’ fue una experiencia transformadora. Goliardos estuvo ligado a los mejores momentos de convivencia que tuve con mi papá: después de entregar propaganda de sus festivales de horror cósmico, de ciencia ficción o de poesía y fantasía, nos íbamos a comprar faldas de terciopelo y cosas así; para mí, no para él, por supuesto, porque él no era esa clase de hombre liberado... También iba a escuchar conciertos de metal en el Circo Volador y veía cómo él vendía las plaquettes [los libros hechos de manera artesanal que editaba Goliardos] con vampiras encueradas en la portada. Goliardos, para mí, es la historia de la relación con mi papá, pero también la de un movimiento contracultural y su caída: creo que ahí fue que la relación con mi papá empezó a trastocarse, por las maniobras que lo hacían estar en quiebra constante a él y a mi familia. Mi papá rechazó muchas opciones para el proyecto, y no es que fuera el sistema cooptándolo. Yo lo veía como el personaje de Espartaco: perdiendo todas las batallas con el argumento de que el mundo era tan injusto, que más valía la pena perder que ganar.
El feminismo es un tema transversal en el libro. En un punto dice que, para usted, más que una identidad es una herramienta.
Es una idea que también la leí en Bell Hooks. Yo lo siento así porque, para mí, hacer de algo una identidad puede llevar a volverme acrítica, y me interesa mantenerme crítica para renovar el pensamiento. Yo tenía claro que uno de los grandes temas que nos distanciaban a mi papá y a mí eran su machismo y mi feminismo, y fui descubriendo que este no era un libro en el que yo quería juzgarlo porque él era un macho —un macho moderado, pero un macho, al fin y al cabo—, sino uno en el que yo podía verlo con una historia y un contexto propios.
Tuve que investigar esto basándome en lo qu él me había contado de su vida, también preguntando cómo él había llegado a ciertas convicciones y tratando de entender por qué un hombre que se autodenominaba muy de izquierda, y que lo era en la acción, tenía al mismo tiempo estos comportamientos clásicos del machismo, como hablar del cuerpo de las mujeres o decir que éramos locas... ¿Cómo podía reconciliarlo con tanta facilidad? Yo sé que hay cierto tipo de feminismo que propone cortar el diálogo con los hombres, pero yo no encuentro el sentido de hacerlo de manera tan tajante. Quizás todavía no entiendo muy bien cómo plantear ese diálogo, pero en este libro creo que hay una vocación de entender.
En un trabajo como este, ¿cómo trazó la línea de la intimidad?
El criterio fue utilizar solo lo que resultaba absolutamente imprescindible para contar la historia. Lo tuve muy presente en la edición final, porque me interesaba que hubiera contrastes y que no se planteara el retrato unidimensional de nadie —ni siquiera el de la narradora, que es mi doble—, pero quería cuidar a las personas involucradas, vivas o muertas. No dejé de lado cosas que fueron duras de escribir, o de leer, pero lo cierto es que sí me importaba mucho mantener cierta línea ética. No hay nadie que te pueda decir cómo hacerlo, pero mi decisión fue esa: lo que no era imprescindible, no está ahí.
La voz que narra es particular porque plantea un contraste entre lo literario y lo coloquial. ¿Es un sello de su escritura?
Es algo que he ido descubriendo con el tiempo. En este libro, por un lado, quería una parte más poética, reflexiva, pero también quería escribir desde mi lenguaje cotidiano; eso era súper importante para mí, porque al final esa era la lengua con la que estaba sintiendo el duelo. La manera en la que yo hablo no es poética, en absoluto, pero sí tiene muchos registros porque, aunque la literatura es mi mundo, mi vida ocurre también en otros lugares y dejar aparte esa faceta del lenguaje sería algo postizo. Siempre trato de que haya algo de humor y de ironía en lo que escribo, porque es un respiro, sobre todo cuando se tratan temas fuertes. Y porque así es mi forma de tratar todo; no solo en los libros, también en la vida.