27 de diciembre del 2024
Ilustración: iStock
Ilustración: iStock
31 de Octubre de 2024
Por:
Emilio Sanmiguel: emiliosan1955@gmail.com

Esta es una suerte de taxonomía: la de los arquetipos sociales que florecen en este ecosistema artístico. 

La fauna de la música

 

 

ESTO NO SE TRATA DE animales en la música, que los hay por montones. Un zoológico en El carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns; dragones, ranas, un caballo y pájaros en El anillo del nibelungo de Wagner, y una serpiente gigante en La flauta mágica de Mozart. En Pedro y el lobo de Prokofiev hay lobo, gato, pájaro y pato; Schubert dedicó uno de sus mejores Lieder a una trucha, y Tchaikovsky, un ballet a los cisnes. En El festín de la araña de Roussell, esta atrapa en su red a hormigas, escarabajos y mariposas, pero aparece una mantis religiosa que la engulle sin piedad.


No. Esta columna trata, más bien, de la fauna humana en el mundo de la música.

 

 

EL COMPOSITOR

Es el león indiscutible del reino. El que inventa la música: un técnico y, sobre todo, un artista. Salvo rarísimas excepciones como Giuseppe Verdi y Georg Friedrich Händel, no logran amasar una fortuna —Carlo Gesualdo también era ‘raro’ al ser noble y poderoso—. De amasar fortunas con su trabajo se encargan los editores —piratas y legales—, las disqueras y hasta los intérpretes. A Schubert no le alcanzó ni para comprarse un piano, Johann Sebastian Bach a lo sumo tuvo un digno pasar, Mozart lo poco que ganaba lo despilfarraba y Beethoven dependía, en parte, de sus mecenas.

EL INTÉRPRETE

No siempre, pero por lo general es el mártir: tiene que dedicarse a la música desde niño, desde los cuatro o cinco años. Sacrifica su deseo de jugar practicando escalas y estudios durante horas, algo que podría llevar a la locura a quien no tenga unos padres que lo disciplinen o un maestro que lo supervise. Pocos logran la individualidad y muchos menos se convierten en estrellas. Para los demás, si poseen el rigor y hasta algo de suerte, están las orquestas sinfónicas, que las hay de toda clase. Los otros, de pronto una banda o el círculo vicioso de la enseñanza. Son de muchas clases...

LA SUPERESTRELLA

El que hace lo que nadie más puede. Las primeras superestrellas fueron los castrati, sometidos a la emasculación antes de la pubertad para que conservaran la voz femenina. Una prueba inhumana, por lo que eso significaba y porque no todos hacían carrera, en caso de que la voz fuera fea o no gustaran. Se quedaban sin el pan y sin el queso, amargados y empobrecidos. Los famosos eran avaros, caprichosos y durante el Barroco por poco arruinan los teatros. Hay que agradecerles que le enseñaron a cantar a las mujeres, que tenían vedado el acceso a los conservatorios por la iglesia.

EL GRAN INTÉRPRETE

Es el intelectual de la música. Por lo general no desata griteríos en los auditorios, pero es el que asombra a los entendidos porque lleva la música a estadios inimaginables: cantantes como Dietrich Fischer-Dieskau, Elisabeth Schwarzkopf o Victoria de los Ángeles; pianistas como Arthur Rubinstein, Murray Perahia, Martha Argerich, Claudio Arrau o Grigory Sokolov; violinistas como Jascha Heifetz, en nuestros días Anne Sophie Mutter y el primero de ellos, que fue Joseph Joachim.

LA DIVA

Es “la divina”, la “prima donna”, la “favorita”. La diva tiene una voz por fuera de lo normal, no siempre perfecta, aunque a veces es de belleza extraordinaria. Con frecuencia caprichosa, su amor propio desbordado sobrepasa los muros de los teatros y cuando aparece en escena lleva al público a la locura. Casi sin excepción es una soprano. Aunque hubo antecedentes: la primera fue Angélica Catalani, que estudió con el castrado Marchesi, cobraba cifras exorbitantes y se negaba a hacerle reverencia a la nobleza. La última fue María Callas, que protagonizó una revolución en el siglo XX.

 
 

 

EL TENOR

Tiene la más aguda entre las voces masculinas. Aunque los hubo siempre, se convirtieron en estrellas, y de paso, en rivales de las sopranos, empezando el siglo XIX. Es injusto, pero al público en general lo tiene sin cuidado lo que hagan durante sus actuaciones: lo que importa es que hagan agudos y sobreagudos, especialmente el do de pecho, invento de un francés, Gilbert Louis Duprez, que en 1831 lo hizo en Guillaume Tell de Rossini y llevó al suicidio al pobre Adolphe Nourrit, que había cantado el estreno de la ópera. Del siglo XX, seguramente los más grandes fueron el italiano Enrico Caruso, la primera estrella del disco, y su compatriota Luciano Pavarotti. 

 

LOS DIRECTORES

Una profesión que, como se entiende hoy en día, es relativamente nueva. Hector Berlioz o el mismo Felix Mendelssohn fueron decisivos en esa historia, aunque entre los primeros que hicieron de ese oficio un camino al estrellato estuvo Hans von Bülow en la segunda mitad del siglo XIX. El arte de la dirección es un misterio. Grandes musicólogos como Norman Lebrecht aseguran que es donde más abundan los farsantes.

Durante el siglo XX, hizo historia Carlos Kleiber, un genio, de quien llegó a decirse que solo subía al podio cuando no había nada en su nevera. Herbert von Karajan fue la gran estrella del siglo y sus grabaciones, aún hoy, son objeto de culto.

EL VIRTUOSO

El que domina un instrumento hasta doblegarlo a su antojo. El primero en lograrlo fue Niccolò Paganini, un violinista cuyo arte estratosférico hizo que se divulgara el rumor de que había hecho un pacto con el diablo. Franz Liszt, de niño, lo vio y juró que haría en el piano lo que Paganini en el violín: como un poseso, se puso a estudiar y fue el más grande pianista de la historia. Hoy en día, los conservatorios han llevado la técnica virtuosística a niveles increíbles y los gradúan como productos en serie. Dependiendo de su carisma y del capricho del público, alcanzan o no el estrellato.

EL MELÓMANO

Una verdadera fauna. Aman la música por sobre todas las cosas y no entienden la vida sin ella: van a conciertos, coleccionan discos y libros, se saben de memoria los opus y las tonalidades, y reconocen en fracción de segundos quién canta o quién toca. Algunos se especializan en una época o en un compositor: mozartianos, beethovenianos, malherianos, verdianos, wagnerianos.

 

Entre ellos se agazapan los embusteros que ven en la música un vehículo de validación intelectual o social: ser melómano siempre va bien, van a conciertos y festivales así jamás oigan los discos que atesoran sus discotecas. Capítulo aparte para esos, pocos por suerte, propietarios de batutas con las cuales dirigen como poseídos Beethoven, Mozart y hasta Mahler. De todos, son los más cómicos.

EL CRÍTICO

Es —somos— la peste. Frecuentemente tiene algo de músico frustrado, de melómano y de coleccionista. Estudia lo que puede y por eso llega al concierto con unas expectativas inalcanzables.

 

No siempre coincide con el veredicto del público y se cree que sus opiniones destilan hiel. Es falible, desde luego; por eso da la cara suscribiendo lo que escribe. Por suerte lo respaldan antecedentes como que Berlioz consideró que Las bodas de Fígaro de Mozart eran insufribles, Tchaikovsky aborrecía a Brahms, Debussy escribió que odiaba la música de Saint-Saëns y este, a su vez, viajó a París encantado de asistir al fracaso estrepitoso de La consagración de la primavera de Stravinski. Sibelius zanjó el asunto declarando que jamás había visto un monumento a un crítico. Y no le faltó razón.