Viajando sola: Encuentros y desencuentros de una mujer que pasea en soledad
TAMBIÉN QUERÍA ESCAPAR. Escapar de los vecinos, de las sirenas, de la lista de pendientes. En últimas, de la compañía. Estar sola para al fin llenarme de silencio y ahí, en ese supuesto vacío, escuchar lo que quería decir. Entenderlo. O quizá solo quería probarme que podía viajar sola, guiarme sola, disfrutarme.
Busqué en el mapa un territorio que se viera verde, que ojalá tuviera un cuerpo de agua y un sendero señalizado. Sobre todo, un lugar seguro. Siempre está el riesgo de los accidentes, de perderse, de los ladrones, pero las mujeres en especial sabemos de un peligro aún más grande: que alguien violente nuestro cuerpo. Es algo que va más allá del estereotipo de la debilidad versus la fuerza. Pareciera que cargamos con un terrible objeto del deseo y que, sin importar qué tanto lo cubramos, hay una manada de bestias lista para atacar. Guardé un mapa en el celular y una brújula en el bolsillo por si lo digital me fallaba; hay que saber cuál es el norte para no andar en círculos, para regresar a casa. Comida, agua, abrigo, poco dinero y una navaja. También investigué horarios del transporte público, hora de la puesta del sol, clima, zonas no recomendables. Le avisé a mi familia dónde estaría. Y si alguien me preguntaba: no, no viajaba sola, alguien me esperaba más adelante. Esta única mentira como arma de defensa.
“Debía regresar antes de que oscureciera. Solo me tenía a mí para recordar el autocuidado, la sensatez, para tomar la siguiente decisión”.
Tomé un tren y me bajé en la estación correspondiente en algún lugar del Estado de Nueva York. Hice un par de preguntas antes de tomar camino y de allí en adelante me quedé sola. Sola es un decir. Tenía tanto alrededor: árboles caminantes, aves, ardillas y otros pequeños mamíferos. El sonido al pisar las hojas secas me hacía mirar atrás. ¿Alguien me perseguía? Era la dicha y la tragedia de tener la soledad y el tiempo suficientes para inventar historias.
La montaña se abría con lentitud. Solo podía vislumbrar unos pocos pasos adelante. Después de eso, el verdor, la espesura, el destino insospechado. Imaginé que si caminara con alguien al lado lo miraría a él y no al abismo, podríamos conjeturar en equipo lo que vendría o, quizá, ni siquiera estaríamos pensando en aquel lugar. Nuestras palabras se referirían a otra parte, a otro tiempo, a otras personas. Estar sola implicaba tomar dos caminos: la atención plena por el presente o el laberinto del pensamiento.
Opté por el primero. No fue fácil. Había que recordar continuamente que también existía esa tierra, esa rama, ese canto y no solo lo que había dejado o lo que sucedería al día siguiente. Tenía que sacarme a mí misma de mi mente una y otra vez. Valía la pena: ahí estaba el otoño del que había leído de niña y que por vivir en un país tropical solo había conocido en libros y películas. En vivo era mucho mejor. Vi colores para los que no tenía un nombre concreto, tan solo acercamientos: ocre, amarillo, más amarillo, rojo ocaso.
Llegué a una laguna tranquila y rodeada de arbustos. Era la única humana a la vista. Decidí sumergirme, aceptar el frío, reírlo. Imaginé la posible existencia del monstruo del lago Ness. Me alivió que eso, una fantasía, fuera mi única preocupación del momento. Una leyenda y no una bestia.
Salí del agua para avanzar. En el mapa se veían más lagos, más jardines, más senderos. Aquel deseo terrible de estar en todas partes al mismo tiempo. Sin embargo, debía regresar antes de que oscureciera. Solo me tenía a mí para recordar el autocuidado, la sensatez, para tomar la siguiente decisión. Quise desandar mis pasos, pero el terreno parecía otro. Esa no era la hilera de eucaliptos, esas no eran las rocas gigantes, ese no era el horizonte. Estaba perdida.
La verdadera tierra incógnita no es el territorio, es quién es uno en ese territorio. Y yo me sentía minúscula. Era parte del mundo y a la vez era insignificante. El bosque que antes me había parecido inofensivo, ahora podía devorarme. Gritaría, lloraría y nadie me escucharía porque estaba sola. Sola y lejos de todo. Sentí mareo. Las hojas se desfiguraron, el viento se sentía rapaz. No se parecía a lo que Rebecca Solnit describe en su libro Una guía sobre el arte de perderse:“Perderse: una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja”.
O tal vez sí, pero no de inmediato. Tuve que rendirme, aceptar el misterio y saber que eso también pasaría. Miré mis pies, mis manos, como si comprobara que no era un sueño, y volví a hacerme cargo de mí, así como lo hice aquella vez en una calle nocturna en la Ciudad de Guatemala, cuando me di cuenta de que un hombre me perseguía. O cuando tomé el metro equivocado en Ciudad de México. O cuando casi me ahogo en una playa del Pacífico Colombiano porque entré a nadar por mi cuenta sin saber a qué corrientes me enfrentaba. Había que perderme para prestar atención, para recordar que había elegido esa incomodidad, ese riesgo de viajar sola, pero también la satisfacción de volverme a encontrar. Al fin y al cabo uno se sigue perdiendo, sin importar si está en un bosque, en una ciudad, en una inmersión en el océano. Uno se puede perder aún en la cama. Uno se pierde aún en compañía.
Tampoco se trata de convivir con la idealización de que los viajes en soledad son siempre de transformación y autodescubrimiento, como el best seller de Elizabeth Gilbert Comer, rezar y amar. Me gusta creer, mejor, en que es una opción. En que no dependemos de estar acompañadas ni de contar con la validación social para llegar a donde queramos. Normalizar esta forma de independencia que antes no estaba “bien vista”.
Pienso en Jeanne Baret, la botánica y exploradora francesa que en 1766 tuvo que hacerse pasar por un hombre para poder ir en la expedición de Bougainville. Dicen que fue ella la que descubrió y nombró a las buganvilias en Brasil, esas veraneras fucsia que estallan en los jardines de casi toda ciudad latinoamericana. Dicen que fue la primera mujer que le dio la vuelta al mundo, pero tuvo que hacerlo vestida como hombre.
“La verdadera tierra incógnita no es el territorio, es quién es uno en ese territorio”.
Paso a paso, con calma, con cuidado, regresé al punto de partida. Me despedí en silencio y sentí que ese lugar y yo nos pertenecíamos aunque no nos hubiéramos abarcado por completo. En el tren revisé las fotos de ese día: primeros planos de musgo y liquen, alas borrosas, ramas a contraluz, decenas de hojas estrelladas. A duras penas estaba yo, es decir, mi cuerpo. Estaba, eso sí, mi mirada.
No he vuelto a ese bosque, pero el bosque nunca se fue de mí.