16 de noviembre del 2024
Fotografía | Javier La Rotta
10 de Abril de 2020
Por:
Ana Catalina Baldrich

Por más de 50 años, Germán Castro Caycedo ha narrado la historia de Colombia, su más reciente libro, Huellas, testifica los pasos viajeros del periodista que tempranamente supo que el mayor género de su oficio es la crónica.
 

“Si uno vive intensamente su trabajo, no necesita hacer novela”: Germán Castro Caycedo

UNA NOTA corta que llegó a la Redacción de El Tiempo el 11 de septiembre de 1968, y que fue publicada al día siguiente junto a los avisos clasificados, le marcó el camino. La información –firmada por Riveros, entonces corresponsal del periódico en Tunja– contaba que José Antonio Bernal, alcalde del municipio de Pisba, había llegado a la capital del departamento con 25 calaveras (al parecer restos de las tropas libertadoras) a cuestas.
 

Germán Castro Caycedo supo que, ahí, había una gran historia. Tenía olfato. No en vano había crecido, gracias a la motivación de su mamá, leyendo periódicos. Tenía certeza. Durante sus días como periodista deportivo había aprendido que la información no se cubría desde un escritorio. Tenía ‘madera’. Le gustaba contar el lado humano de las noticias, tal y como lo hizo, durante casi dos años, en sus escritos para Deporte Gráfico, en donde trabajó hasta mayo de 1968, cuando la gerencia publicó su editorial final anunciando el cierre de la revista.
 
 
Al finalizar la tarde, pidió a las directivas de El Tiempo –su nuevo lugar de trabajo–, un carro y salió rumbo a Tunja. Tras recorrer los 334 kilómetros que separan a la capital del país de la departamental, Germán encontró al protagonista de su historia. Eran las 2 de la mañana.
 

“Cuatro días después de haber llegado a Tunja con 25 calaveras, una daga y varios huesos humanos de diferentes partes del cuerpo, José Antonio Bernal, alcalde de Pisba, aún tiene los pies hinchados y con numerosas ampollas por el rigor del camino cubierto”, dice el primer párrafo de la nota que apareció publicada el 13 de septiembre, en la página 29 de El Tiempo.
 

A diferencia de la primera información, el texto firmado por Germán Castro Caycedo detallaba la odisea que implicaba trasladar dos cajones de madera llenos de huesos durante 195 kilómetros (distancia entre Pisba y Tunja) por caminos ‘informales’ y abismos, bajo un clima inclemente a lomo de mula. Tal vez por “Si uno vive intensamente su trabajo, no necesita hacer novela” eso, pasados 11 días, Germán Arciniegas, quien por entonces no solo era un reconocido historiador sino el columnista más importante del diario, dedicó su columna a ese relato.
 

Más de 50 años, cientos de historias y decenas de libros después, un Germán de cabeza y bigote blancos, en la tranquilidad de su apartamento, en Bogotá, reconoce que las calaveras, el viaje del alcalde de Pisba y la columna de Arciniegas fueron los ‘culpables’ del vuelco por el que hoy es considerado el gran cronista de Colombia. “Eso significó para mí el cambio profesional total. Cuando salió el comentario del maestro Arciniegas, el columnista más prestigioso que había en El Tiempo, le dije al jefe de Redacción: ‘déjeme hacer crónicas’. Él me dijo: ‘sí, dedíquese a la crónica, no haga más noticias’. Y ahí me cambió la vida”.
 
  • Desde 1968, han cambiado mucho las herramientas para hacer periodismo. ¿Qué tanto ha influido esta evolución en su forma de trabajar?
En ninguna. Ni debe influir en nada. Cambian los medios, pero el periodismo es uno. Se hablaba y se habla de periodismo de investigación. No hay periodismo de investigación, todo el periodismo necesita ser investigado. Una nota en la página social hay que investigarla. Por ejemplo, para registrar un matrimonio de una señora, hay que saber cómo se llama, quién es la familia, quién es el novio, dónde trabaja. Eso es investigar. Todos los géneros necesitan ser investigados. En cuanto a las herramientas, toda la vida he usado grabadora y hecho notas. Y, hasta hace muy poco, tomaba fotos de ciertas cosas y locaciones, para describirlas.
 
  • Su nuevo libro reúne crónicas viajeras, historias detrás de otras historias. ¿De cuántos apuntes echó mano para escribirlo?
Primero, de las vivencias. Luego, de muchas grabaciones y de las libretas. Estuve en Siberia, en Bosnia, luego en Lima. En Lima hablé con Susana Higuchi, la mujer de Fujimori, por ejemplo. Y con tres amigos del expresidente. Esa nota parece una pieza de teatro de lo absurdo. La conseguí estando allá mes y medio. Ese es uno de los secretos de la crónica: se necesita tiempo para vivir un poco las cosas, para captar la cultura de la región y no escribir ni medir a los demás por las costumbres de uno. Huellas son viajes que hice para otras cosas, pero aprovechaba para hacer notas. La mayoría está hecho en Colombia.
 
 
  • Precisamente, en esa crónica sobre Fujimori, usted narra la manera como la llamada ‘operación psicosocial’, que incluyó hasta milagros, ayudó a tapar matanzas y aupar la popularidad del expresidente. ¿Cuál de los episodios le sorprendió más?
Todos. Me los contaron protagonistas de cada episodio, por ejemplo Susana Higushi, a quien encierran en Palacio diciendo que está loca. Ella protestó por una matanza y le pusieron barrotes a un pequeño apartamento que había en Palacio. Eso me lo contó ella. Eso y la ‘resurrección’ de la amante de Drácula, Sarah Ellen. Es que si uno vive intensamente su trabajo no necesita hacer novela.
 
 
  • En otro de sus viajes, en Sarajevo, conoció al redactor en jefe del diario Oslobođenje. Él le dijo que, durante la guerra: “la vía para producir el odio en la población eran los medios”. ¿Cree que, en la polarización actual de Colombia, aplicaría este análisis?
En parte, claro que sí. Los medios juegan a transmitir el odio. En Colombia, medio país está enfermo de odio. Lo han enfermado de odio y la prensa tiene también que registrar esos discursos. Lo de Sarajevo es la historia periodística más heroica –que conozco– en la historia de la humanidad. Durante tres años, el Oslobođenje aguantó la artillería de un tanque y de armas sobre la rotativa. El periódico no dejó de salir un solo día. Se les acabó el papel, por ejemplo, y consiguieron papel de manteles para imprimirlo. El redactor jefe, Zlatko Dizdarevic, dice que –estando Sarajevo sitiado– la gente hacía cola para comprar pan y para leer el periódico. Ellos fijaban las hojas en los árboles.
 
 
  • ¿Qué sabor le dejó esa conversación?
Admiración. Tres años jugándose la vida por informar. Pero, además, tenían redactores de todas las etnias en conflicto.
 
 
  • Regresemos a Colombia. Usted ha dedicado varios de sus relatos a la selva, al tapón del Darién, al Amazonas. ¿Cómo consigue plasmar en ellos tal nivel de detalle?
Lo primero que hay que hacer es ir al sitio y permanecer bastante tiempo en él. En el caso de la Amazonia, usted, desde que se baja del avión, tiene que estar con un indígena al lado. Hay zonas de la Amazonia donde camina seis metros y si va solo no regresa, por la vegetación cerrada, porque todo es igual. Entonces, siempre se debe estar con un indígena y siempre se le debe estar preguntando a él qué es cada flor, cada raíz, cada hilo de agua que corre… Así, va encontrando el porqué de todo ese universo increíble tan diferente al nuestro.
 
 
  • ¿Y qué les ha aprendido a los indígenas?
Demasiado. Primero, hay que partir de la base de que son culturas diferentes a la mía, pero son culturas. Entonces, antes de viajar, hay que averiguar un poquito sobre ellas. Yo estudié Antropología con el fin de meterme, de saber qué es una nación cultural, qué es una cultura, de manera que el tratamiento sea lo más natural posible porque son diferentes, pero no son inferiores a uno. Hay que aprender mucho del indígena. Por ejemplo, en Colombia, una de las miles de características de los indígenas es que no son egoístas como nosotros los mestizos. No están cargados de odio como nosotros los mestizos. Entre otras, no pienso que en Colombia haya blancos. En Colombia somos un mestizaje general.
 
 
  • ¿Cuál de los embates de la selva le impacta más?
El paludismo en algunas partes... Mire un ejemplo: para hacer la nota en el libro del tapón del Darién –que es uno de los pantanos selváticos más grandes de América–, el pasaporte fue ponerme cinco vacunas. Porque así como es de bello el contraste, están las enfermedades naturales del medio.
 
 
  • Otra de las características de sus narraciones es el cromatismo. ¿Cómo aprendió a diferenciar con tanta nitidez la paleta de la naturaleza?
La experiencia. Es vivir mucho, es preguntar mucho. Yo estaba muy joven cuando conocí, por ejemplo, a David Manzur, a Luis Núñez Borda, a Omar Rayo y luego a muchos. Les consultaba bastante y sigo consultando cuando tengo que hacer una pintura, describir algo. También hay que saber cosas que me parecen hoy elementales. Por ejemplo, los colores debajo del agua en el mar. A medida que se va bajando, se van perdiendo colores. Cuando llega usted a 30 pies, ahí está el azul. Eso inicialmente se consulta con un biólogo marino, pero se confronta con pintores y entonces se llega a ese punto de poder describir las profundidades del mar. Pero eso es investigar. Todo es investigar, porque no es el medio de uno.
 
 
  • ¿Le falta algún rincón de Colombia por conocer?
No, ninguno. Porque lo recorrí 10 años con El Tiempo y 20 años con “Enviado Especial”.
 
 
  • La selva, la montaña, el hielo y el océano están muy presentes en sus huellas como cronista. ¿Teme que las huellas de sus nietas no tengan esta suerte por cuenta del accionar del hombre sobre el medio ambiente?
Pienso mucho en eso y me preocupan mucho. Mis nietas, mis bisnietos, que vendrán algún día. En eso sí pienso mucho. Aunque ellas no viven en el medio nuestro, que es el que más destruimos. Pero, de todas maneras, el calentamiento es universal.
 
 
  • A propósito, usted fue testigo de la práctica de la sísmica en Lago Agrio (Ecuador) y compara lo que vio con el Apocalipsis. ¿Qué opinión le merece que ahora en Colombia se esté pensando en aplicar técnicas como el fracking?
Me parece demencial, me parece absurdo. Excúseme pero eso es estúpido. Es destruir el mundo, destruir lo que nos queda. No entiendo cómo un gobierno, unos dirigentes, unos gremios piensan que no pasa nada, si eso está prohibido en la mayor parte del mundo. Es como el glifosato, que está prohibido en los mismos Estados Unidos. A comienzos de mayo, Monsanto fue condenada –por tercera vez– a pagar 2.000 millones de dólares a una pareja que los científicos demostraron que habían adquirido el cáncer por el glifosato. Hoy, según la prensa, hay 11.500 demandas contra Monsanto por cáncer. Y, simultáneamente, ve uno a un caballero, que es el ministro de Defensa, diciendo que ama el glifosato, que es lo mejor del mundo. Claro que el señor es un comerciante, ¿no?.
 
 
  • Uno de sus viajes fue al Archivo de Indias en Sevilla. De ahí surge una crónica que refresca la memoria sobre la realidad del descubrimiento y la conquista de América. Recientemente, el presidente de México reclamó a España pedir perdón por esta etapa histórica. ¿Cree que esto es necesario?
Pienso que ese tema no es para tener posiciones políticas. Es una realidad que la gente debe captar a través de la historia, pero es una bobada que tenga una posición política. Esa es la crónica más larga que hay en el libro y comienza diciendo cómo llegó el hombre a América. Basado en historiadores, el hombre –que pasó a Siberia y luego atravesó el estrecho de Bering– llegó 14.000 años antes de Cristo. 2.000 años después, ya América estaba poblada hasta la Patagonia. Pienso que ese es el verdadero descubrimiento de América. Luego, trabajé en el Archivo de Indias en Sevilla. Encontré el salvajismo, la brutalidad. ¡Es que nos llegó la basura de Europa! Ese capítulo muestra de entrada que hay dos cartas de Colón –que vi en el Archivo de Indias– pidiéndole a los reyes, antes del segundo viaje, que lo dejen traer delincuentes, asesinos sacados de las cárceles, para que salieran más baratas las expediciones. Los primeros años, los que vinieron aquí fueron bandidos. Viendo los diferentes historiadores, el promedio de los indígenas que asesinaron los españoles o que mataron en las minas –cuando los metían en los socavones sin comer–, en la Conquista y Colonia, es de 17 millones.
 
Una de las miles de características de los indígenas es que no son egoístas como nosotros los mestizos. No están cargados de odio como nosotros los mestizos. Entre otras, no pienso que en Colombia haya blancos. En Colombia somos un mestizaje general.
 
 
  • Afirma que ese periodo es la génesis de la violencia en Colombia. Sin embargo, usualmente se ubica al origen de la violencia solo 50 años atrás. ¿Por qué?
Por ignorancia. Aquí la barbarie comenzó con la invasión de América y no ha parado. Creo que hubo 14 guerras civiles locales y una gran guerra civil nacional, que fue la Guerra de los 1.000 días. Luego vinieron 25 años de miseria; si la miseria y el hambre son paz, pues hubo 25 años de paz. Luego arranca la violencia nuevamente, vienen los liberales asesinando conservadores con la subida de Olaya Herrera, luego los conservadores asesinando liberales, luego nacen las Farc, el Eln, el Epl, el M-19, los paramilitares... no ha parado en 500 años. Entonces, los que digan que son 50 años, o son ignorantes o tienen mala fe. Creo que son ignorantes, no conocen la historia nuestra, y lo que le estoy diciendo no es que sea de un gran historiador, solo de alguien que tiene una referencia.
 
  • Parecería, entonces, que en el país la violencia no cesa sino se transforma. ¿No hay fin?
Viene en la cultura, todo se quiere arreglar, antes a machetazos y hoy a balazos. Es cultural, es un punto depravado de la cultura nuestra.
 
 
  • Una de las violencias modernas gira en torno al narcotráfico. En Huellas, usted cita a Pablo Escobar: “… los gringos fueron los que implantaron aquí la fabricación de cocaína. Y los primeros que traficaron con ella”. Pero, la memoria actual se rige por series de televisión que hablan de un producto y negocio inventados en Colombia, por colombianos. ¿Qué piensa de esto?
Me frustra la ignorancia absoluta con la que se tratan esos temas. Mire, en el año 2001, en la Asamblea General de la OEA, Thomas McLarthy, asesor del presidente Bill Clinton, dijo: “Estados Unidos con menos del 5% de la población del mundo consume el 50% de las drogas que produce el mundo”. Brincando al año pasado, la ONU entregó un documento donde dice que los Estados Unidos consumen el 73% de las drogas sintéticas que produce el mundo. El año antepasado, el presidente de Estados Unidos declaró una emergencia ante la muerte de 35.000 adictos a los opiáceos. Esos son los Estados Unidos, y cuando se habla de narcotráfico, se habla de Colombia. Yo no digo que somos santos, pero no somos los únicos malos. El consumo de marihuana lo trajeron los estadounidenses. Cuando ellos invadieron a Vietnam, los vietnamitas utilizaron dos modalidades de guerra de defensa: la guerra de guerrillas, con la que los destrozaron, y darles droga. Como dicen los vietnamitas –yo hablé con tres de ellos–, para minar el futuro del Imperio. Entonces, los soldados del primer contingente de relevo estadounidense que regresaron, vinieron ya viciosos, buscando marihuana. Y se enteraron de que en un país llamado ‘Columbia’ había marihuana, en un lugar que llamaban la Sierra Nevada. Nosotros habíamos importado marihuana en la década de los treinta, como la importó Estados Unidos, para sacar una fibra para una tela: el cáñamo. Ellos se enteraron y llamaron a estudiantes colombianos del Caribe y les dijeron que les llevaran marihuana. Hablé con tres de esos estudiantes en Santa Marta, los encontré, y me dijeron: “Sí, empezamos a llevar marihuana en la maleta. Primero una, luego dos, luego seis maletas”. Eso coincide con que al poco tiempo, el avión DC4 empezó a salir de las líneas comerciales. Los traficantes estadounidenses compraron aviones y ellos mismos, con sus pilotos, se vinieron por marihuana. Hay una revista que se llama High Times, de Estados Unidos, que mensualmente da los precios de la marihuana por estado y variedad. Entonces, ¿de qué hablan?.

Luego, busqué a Pablo Escobar –a quien conocí en el honorable Congreso de la República, era representante a la Cámara, suplente–. Quería hablar con él, buscando los orígenes de la cocaína que nos ha crucificado tanto. Resumiendo, él me dijo: “Aquí estábamos metidos en contrabando”. Él era sicario de uno de los capos. Cada entrada de contrabando de cigarrillos y whisky eran 30, 35 camiones. Me dijo que primero vino un gringo –me dio el nombre– que puso una cocina, la primera que hubo en Antioquia. Luego vinieron los Cuerpos de Paz. Decía Escobar: “venían en son de paz y terminaron en son de coca”, porque eran los que traían la pasta de coca de Ecuador, por su facilidad para pasar las fronteras. Después, vino otro gringo, puso otra cocina, y usaban como mulas a los Cuerpos de Paz. También traían parejas de matrimonios y mandaban la cocaína ya elaborada a Estados Unidos. Entonces, los colombianos dijeron: ¿cómo así? Y empezaron a producir. Eso está en el libro. Repito: nosotros no somos santos, pero no somos los únicos malos.
 
 
  • ¿Ha hablado con muchos maleantes?
No. Con Escobar, con los Ochoa, con Carlos Lehder, buscando esos orígenes del narcotráfico que nos crucifica y nos marca. Pero no con muchos. Por ejemplo, he escrito libros como Objetivo 4 y Una verdad oscura, que hice con los servicios de inteligencia de la Policía colombiana. Son sobre la cacería de bandidos, sobre espionaje moderno. El servicio de inteligencia de la Policía colombiana está catalogado como el mejor de América: primero porque algo de la tecnología nos ha llegado y, segundo, porque el colombiano es una persona de una inteligencia especial, esa que llamamos malicia. Las historias son apasionantes. No tienen un muerto, no tienen un balazo.
 
 
  • Si se toma como referencia aquella crónica publicada en 1968, su trabajo ha plasmado 51 años de la Historia de Colombia. ¿Cuál de todas sus crónicas elegiría para que fuera su huella para el país?
Difícil, son tantas... es que son 50 años. Son 20 libros. Mi alma se la dejo al diablo, una historia de selva y que está traducido a 10 idiomas; El Karina fue traducido a nueve idiomas; Perdido en el Amazonas, lógicamente otra historia de selva, traducido a siete idiomas… Esas pueden ser, y todas son crónicas. ◆
 
*Publicado en la edición impresa de junio de 2019.