23 de noviembre del 2024
21 de Marzo de 2019
Por:
Ana Catalina Baldrich

El médico y periodista Víctor de Currea-Lugo ha viajado a 17 zonas de guerra y publicado 16 libros sobre conflictos. El más reciente, Siria, intenta explicar el amasijo de actores de un enfrentamiento armado que parece no tener fin.

“No quiero dar una imagen de heroísmo a mi experiencia”

La muerte de su padre le hizo reflexionar sobre la familia. Dice que descubrió que la suya, como todas, era disfuncional. Y aclara que esto, lejos del imaginario colectivo, no es negativo sino que es casi un culto al caos. A sus 51 años, Víctor de Currea-Lugo afirma que esa suerte de ‘micro caos’ que vivió en su infancia le dejó muchas cosas. Que su madre le enseñó el valor del silencio y, también, a leer y a escribir. Y que de su padre aprendió a decir las cosas. A conversar, a hablar en público.

 

Esos aprendizajes se materializaron cuando Víctor apenas sumaba 10 años de edad. Desde entonces, no ha tenido otra opción que ponerlos en práctica para entender lo que ve, lo que vive, lo que escucha y lo que siente. “Necesitaba comunicarme con mi papá –recuerda–. En ese momento, como para cualquier niño, él era Superman para mí. Le tenía mucha reverencia, entonces le mandé una carta. Ese día me di cuenta cómo reaccionó y entendí que a la gente se le puede tocar con las palabras. Supe que podía escribir”.

 

Tan claro tenía su talento que, aun cuando ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, decidió compaginar sus largas horas de estudio con la publicación de columnas de opinión y una que otra nota en la revista alternativa Opción, aunque esta no le pagaba nada. “Un día tocaba ir al Magdalena Medio, pero no había ningún periodista que pudiera viajar –dice–. Entonces, por descarte, me mandaron a mí, al más joven de la Redacción”.

 

Ese descarte, que concluyó con la publicación de su primera gran crónica –Viaje en zona de guerra–, terminó por convertirlo, en 1991, en el ganador del Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí. Gracias a esto, comenzó a colaborar con Prensa Latina, la agencia cubana de noticias, y así financió buena parte de su vida como estudiante.

 

Víctor creció en un barrio en el sur de Bogotá llamado Palestina. Ese nombre le retumbó en la mente lo suficiente como para que –una vez convertido en médico, especializado en Derecho Internacional Humanitario, con maestría y doctorado– decidiera empezar por allí su vida como trabajador humanitario y como periodista de guerra. Palestina fue el punto de partida de su travesía por Oriente Medio.

 

¿Cómo se enroló en las organizaciones humanitarias?

Hice mi internado y rural en el área de desastres, en el Ministerio de Salud en Bogotá. Cada vez que había un desastre, yo viajaba a organizar los equipos de atención. Esa experiencia en el campo humanitario me llevó, por un lado, a la salud pública y, por otro, al Derecho Internacional Humanitario y a todo lo que tiene que ver con ayuda humanitaria, esto me preparó para trabajar con el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Médicos Sin Fronteras y otras organizaciones internacionales.

 

¿En esas misiones ha ejercido clínicamente la Medicina?

Es curioso porque, aunque las labores en Médicos Sin Fronteras y Cruz Roja algunas veces incluyeron la atención de pacientes, heridos de guerra, refugiados y desplazados, lo fundamentalmente mío era la coordinación de los equipos de salud.

 

¿Cuál fue su primera zona en conflicto?

El primer destino fue Bosa, Palestina, donde crecí. Allí había algunos núcleos de guerrilla y de paramilitares, pandillas, entonces digamos que el viaje no fue muy largo. Luego, en la Universidad Nacional, en la década de los ochenta, estaba toda la efervescencia y la cercanía con los grupos armados. Era inevitable. Después empecé a trabajar en el Comité Internacional de la Cruz Roja, acá en Colombia, y con ellos fui al sur de Bolívar, Montes de María, el Catatumbo. Finalmente, hace 21 años, tomé la decisión de irme para España, primero a Salamanca y luego a Madrid, a hacer mi maestría y doctorado. Estando allá, como había pocos colombianos que conocieran el conflicto, supieran de DIH y además conocieran la atención humanitaria, me llamaban para dictar conferencias. En una de esas, conocí a una ONG que me invitó a viajar con ellos, me dieron la opción de elegir entre ocho países y escogí Palestina. Viajé en el 2003.

 

¿Palestina resultó ser como la imaginaba?

Viví tres Palestinas: la de mi infancia, la de los libros y la de Jerusalén. Resultó ser muy distinta a lo que me imaginé, es una cosa maravillosa, y no hay opción, se toma partido. Soy absolutamente ‘propalestino’. Hay palabras para definir cada conflicto. En Darfur, el nivel de violencia; en el caso de Birmania, el abandono; en el Sahara occidental, la negación por parte de la comunidad internacional, y en el caso de Palestina, la palabra es humillación, humillación constante. Yo cruzaba los controles militares a pie, al final uno sabe que tiene un pasaporte y puede salir de los territorios ocupados, pero ahí se ve claramente lo que es una ocupación. Por eso cuando alguien me planta cualquier discusión sobre Palestina casi que de manera instintiva pregunto: ¿has estado ahí? Me molesta que alguien vea un especial en YouTube o lea un libro y pretenda conocer una cosa tan brutal. Hay cosas que son inefables, como un bombardeo. No quiero dar una imagen de heroísmo a mi experiencia porque finalmente un humanitario entra y sale, pero el palestino se queda allá. Es a él a quien le han derrumbado su casa, es a él a quien le han hecho y lo que le han hecho es brutal.

 

¿En cuáles zonas de conflicto ha estado? 

Palestina, Sahara Occidental, Darfur, frontera entre Etiopía y Somalia, Birmania, Bangladesh y, como periodista, después estuve en Irak, Siria, Tailandia, Indonesia, Filipinas, Líbano, Irak, Jordania, Egipto y Túnez. 

 

¿Qué situación le ha roto el corazón?

Hay varias. Una en Darfur, que puede ser un poco cliché, fue cuando un niño de 2 años, que parecía de 6 meses, se me murió en los brazos. La sensación de que no estamos haciendo nada fue muy frustrante. Pero igual me pasó en 1998 cuando los paramilitares mataron a un médico acá en Colombia y amenazaron a otros siete, esa frustración de que no somos capaces ni siquiera de proteger al personal de salud. En Palestina, estar en Gaza. Gaza es una prisión a cielo abierto, ver un bombardeo del Ejército Israelí es demencial. El abandono de los rohingyas en Birmania es también una cosa terrible. ¿Cómo he resuelto esos sentimientos?, escribiendo.

 

Y entre tanto dolor, ¿ha vivido algún momento que le regrese la esperanza en la humanidad?

No. Ni en esas zonas ni en Colombia. Por eso no tengo hijos ni pienso tenerlos. Creo que para seguir haciendo esto, para trabajar en conflictos, se debe tener un mínimo, no de esperanza ni de fe, sino de certeza en la humanidad. Pero soy de naturaleza pesimista y me parece que tener hijos es una apuesta demasiada grande.

[...]

*Lea la entrevista completa en nuestra edición impresa de marzo de 2019.