Y nació el fútbol, y se defendió el honor
“Lo que vino luego nadie lo habría imaginado; sólo Dios que gusta jugar con los dados y los naipes. Los florentinos se hundieron en el desespero y en la deshonra, y se enfrentaban entre sí con más vehemencia que cuando cruzaban a los españoles, los cuales iban silenciosos y fatales, haciendo lo suyo que nada tenían que perder. Y ese aire de la plaza estaba también entre la gente, y en la mirada sombría del Malatesta. Mientras, la bola seguía su curso, pero ya no como antes porque ahora la partida se daba con cautela de ambos lados, y cada movimiento de cualquiera se veía entorpecido por mil tretas, por los golpes, por la lentitud del juego que se ahogaba en una trabazón de temores y de deslealtades. La peor de todas fue quizás la de la tercera caccia de los florentinos, cuando el indiano más alto tuvo en sus pies al balón y quiso darse la vuelta para entregárselo a un corredor que lo acompañaba muy cerca. Lo levantó como siempre lo hacía, en su embrujo, y fuese girando; pero apenas pudo hacerlo porque Francesco Ferruccio llegó a sus piernas como un rayo, saltándole por detrás muy villanamente, que hasta en las gradas se oyeron algunos insultos. No sólo obtuvo la bola el capitán florentino, sino que además dejó al pobre indio como muerto en la arena, retorciéndose de dolor, aullando. El turco le gritó en italiano (muy dulce por cierto, muy toscano) al comisario, que su hombre estaba en suelo malherido, y que era una falta grave del capitán de los italianos. Pero el comisario era italiano también, todo hay que decirlo, y batió sus manos en señal de que el juego tenía que continuar; que no era nada y que el que no fuera hombre que no entrase en la plaza, que además los de América ya se habían hecho cristianos, y que tenían alma y por eso mucho valor. Los españoles protestaron con mucha porfía, sin embargo, y algunos volvieron a sacar su acero, reluciente entre cuchillos y guantes punzados. Que voto a tal y este hideputa, decían entre escupitajos, pero en vano. Tan en vano que Ferruccio siguió caminando con la pelota en los pies, amurallado por terzinos suyos, y fuese hasta el frente de la red con mucha prisa, y casi sin ninguna resistencia calció a matar, y entró la pelota a la red con un hombre de ellos y todo, echando sangre por la boca. El pueblo puso otra vez el grito en el cielo, y saltaron las banderas y los palos y no pocas dagas, que a poco tiempo de que se cumpliera el tiempo, válganme decirlo así, Firenze se hacía libre de los pies de su mejor hijo, de su héroe. El Príncipe de Orange vio al Malatesta celebrar, y apenas le volteó la mirada, censurándolo así porque acaso no estuvieran entre caballeros; el de Perugia levantó su cara con inquina y mezquindad”.
“Sonó el cuerno y volvió el balón a la arena. Eran tantos los gritos (¡pronto Firenze sería libre, por fin!) que un rugido se levantaba de la plaza, yendo por el aire como una sombra. El turco les pidió a sus hombres que no se dispersaran, que no perdieran la calma; pero él mismo lucía mal, otra vez desolado. Trataba de conservar el balón como lo había hecho antes, jugando en la retaguardia hasta que un espacio se abriera adelante, entre los corredores, para armar la avanzada. Solo con los pies. Salió un heraldo de la República a blandir un pendón, lo que quería decir que el tiempo de la partida estaba por terminarse; ese pendón blanco significaba tres toneles más de agua, y luego no habría más, ni agua ni tiempo porque el agua era el tiempo y al revés; el heraldo vestía de verde, con polainas de rayas rojas y azules, y era el vocero, como el mismo lo dijo, de una pequeña porción de la eternidad. Nadie allí ocultaba la dicha porque Firenze fuera a ser libre, por fin. El turco movió el balón con timidez, pues cualquier error era peor que morirse. Se lo dio a un español que se lo dio de vuelta, avanzando así un poco más, yendo siempre de a dos y hacia arriba. Entonces aquel mahometano perdió los estribos, de la nada, y les pidió a sus hombres que se fueran con él hacia la red. A todos, que ya lo peor había ocurrido. Batía sus manos en señal de ataque y los españoles subieron como fieras, gritando el nombre de Santiago y cierra; hasta los negros gritaban ese nombre, y eran pocos pero tan bravos que parecían muchos más, cierra. No podría decir yo que nuestro Ferruccio tuviera miedo en ese momento, porque era un héroe. Pero su rostro palideció de repente, y en vez de hacer que su gente subiera también a la empalizada enemiga, se estuvo muy quieto y muy callado, y luego cuando reaccionó hizo que todos los florentinos recularan, cuidando así su propia red. Los españoles subían corriendo y dando gritos, y se produjo una gran confusión allá adelante. El balón corría de pie en pie sin mayor peligro, siempre en poder del Imperio, aunque los italianos no perdían su vista para cogerlo también ellos cuando fuera la oportunidad. Vio el turco al negro que había hecho la segunda caccia, solo entre varios italianos que bajaban. Le hizo el pase, por el aire; y como el negro era grande lo recibió sin temblores, y avanzó hacia el centro, cuando ya le caían dos o tres para romperle el ataque. Sin embargo era imposible rompérselo, porque no era un negro: era una muralla, sonriendo de oreja a oreja; dijo alguien que lo habían sacado de un árbol. Todo pasó en un abrir y cerrar de la boca cuando ese africano, que no era de un árbol sino del infierno, vio que el indiano pequeño y virtuoso se puso al frente de la red. Sin pensarlo más le tiró la pelota, y el indio la puso a volar con la rodilla, yendo hacia adentro él también. Fue así como le vino el portero, enorme, y el indio saltando fingió un cabezazo al balón, pero con el puño escondido, que un poco lo empujó hacia la red. Al abrir otra vez los ojos la plaza enmudeció: faltaba un palmo más de agua, que se fue goteando hasta acabar con el tiempo, y la pelota estaba allí adentro. Era la tercera caccia de los españoles y el cuerno sonó a rebato, agitado por el heraldo: el fin de la partida había llegado, el fin de todo. 3-3”.
“Los florentinos corrieron donde el comisario mostrándole la mano, que el indiano había usado como por artes de hechicería, sin que nadie lo pudiera ver. Pero era tarde ya porque el tiempo se había regado todo, y nada le quedaba por hacer al juez, más que ordenar que la cabra para el vencedor se partiera en dos con un tajo. Los españoles cayeron a la arena de rodillas, y otros corrían por la plaza como poseídos por el mal; quizás lo estuvieran. También los florentinos yacían exhaustos, con la librea empapada en sudor. Todos lloraban. La gente de las gradas empezó a descolgarse y a llenar el campo, rodeando a los soldados del Emperador, a los españoles que no sabían qué hacer ante una turba tan grande y tan triste, más que sacar el acero. Varios lo desenfundaron allí mismo, apenas con las fuerzas para alzarlo tras la justa. Entonces Malatesta Braglione fue él también a la arena, rodeado por su corte. Caminaba lentamente, al paso de su corazón que latía entre la nostalgia y la ira, según dijeron los sabios. Se abrió paso y la muchedumbre lo vio con sus pompas, lleno de terciopelo y de vergüenza; sudaba, como si hubiera dejado la piel en el juego. Volvió a estar cara a cara con el Príncipe de Orange, frente a la Iglesia. Le dijo que Dios era muy grande y que esa tarde había querido que el mundo no cambiara; le dijo entre lágrimas y en italiano: ‘supongo que el cerco de esta ciudad no habrá terminado’, a lo que respondió el de Orange en la lengua de Castilla: ‘supongo que no, Capitán, pero sois muy valientes; si me fuera dado escoger a mis enemigos, rogaría porque todos fuesen como vos’. Francesco Ferruccio estaba allí; fue él quien mató de un corte a la cabra, dándole la mitad al turco. Se dieron la vuelta los españoles, todos de negro, y empezaron su procesión para salir de la ciudad. En silencio, miles de hombres yendo por una colina. No se oyó un solo insulto de los florentinos, que también se quedaron allí, en cada rincón de la ciudad, viendo partir a esas caras de barba. Bajo el sol, aunque hiciera tanto frío”.
*Publicado en la edición impresa de junio de 2018.