02 de diciembre del 2024
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25 de Enero de 2018
Por:
Cristhian Martínez Moreno*

En abstracto, los colombianos somos muy correctos contra la corrupción, pero tendemos a ser muy proclives a esta en situaciones reales. ¿Por qué somos tan frágiles?

La corrupción y el "colombiano promedio"

Al tratar de explicar las causas de la corrupción en Colombia, la persona común suele argumentar que “es algo cultural”, o que es cuestión de “mentalidad”, sin saber a ciencia cierta qué es lo cultural ni qué es lo mental. Intuitivamente, a la gente le parece obvio dar esa explicación, pero no es fácil concebir cómo la mentalidad colombiana influye en los juicios y decisiones morales cotidianos. Las ciencias económicas y políticas han estudiado la corrupción a gran escala. Sin embargo, también reconocen como limitación un vacío en el estudio del razonamiento moral individual de los ciudadanos.

Pensando en esto, recientemente llevé a cabo una investigación en Bogotá en la cual manipulé experimentalmente algunas historias sobre situaciones cotidianas de cohecho y nepotismo (por ejemplo, sobornar al que corta los servicios o conseguir un empleo “irregularmente”) para evaluar cómo las creencias culturales colombianas influían en el razonamiento moral sobre estas transgresiones. En primer lugar, los participantes leyeron estas situaciones en una versión abstracta; posteriormente, juzgaron las mismas situaciones en tres versiones que incluían sistemáticamente creencias colombianas de los protagonistas sobre la ilegalidad, la ilegitimidad de las instituciones y la supervivencia. Básicamente, encontré que las personas desaprueban y juzgan negativamente estos actos de corrupción en sus juicios abstractos iniciales, pero cuando más adelante, en las mismas situaciones, se encuentran con creencias como por ejemplo: hay que ser vivo porque aquí es muy difícil conseguir trabajo sin ‘palanca’ y alguien se va a adelantar, las personas revierten sus juicios negativos iniciales, muestran significativamente mayor aprobación y tolerancia hacia las transgresiones, e incluso atribuyen rasgos psicológicos más positivos a los transgresores. Una idea central que subyace a esas creencias que validan la corrupción es la concepción que tenemos del “colombiano promedio”.

Desde los análisis de Francisco José de Caldas hasta nuestros días se ha tratado de responder a la pregunta de quiénes somos los colombianos, y en la búsqueda de la respuesta se han descrito como rasgos propios del colombiano, por ejemplo, el afán de aparentar, el amiguismo, el tradicionalismo, el dogmatismo, la holgazanería, la mala fe, el pragmatismo, el engaño, la desconfianza o el individualismo. Aunque sería injusto definir homogéneamente a los colombianos a partir de estos calificativos, lo cierto es que todos tenemos interiorizado en nuestro sistema de creencias culturales compartidas un esquema cognitivo de quién es y cómo se comporta el “colombiano promedio”, y con ese punto de referencia hacemos teorías para predecir y explicar el comportamiento deshonesto de los demás y el propio.

La primera reacción hacia ese “colombiano promedio” (piense por un momento en él, ese que aplaude cuando el avión aterriza o el que se salta la registradora) es no incluirse uno mismo en esa categoría. La segunda es desconfiar de él. Estudios de capital social evidencian que el 81% de los colombianos desconfían de los otros. La reciprocidad ética se fundamenta en la confianza de que los conciudadanos respetan los acuerdos sociales en el contexto del bien público. En otras palabras, si cumplo con las normas y decido no ser corrupto es porque creo que los demás hacen lo mismo y sé que los demás también creen eso de mí. Pero la verdad es que no creemos que “el colombiano promedio” respete los acuerdos sociales ni cumpla con las normas.

La corrupción a pequeña escala a la que se enfrenta cotidianamente “el colombiano promedio” es a la vez germen y consecuencia de otros tipos de corrupción macro, como la corrupción política. Las dos se justifican mutuamente. Dentro del análisis psicológico de la corrupción existe un fenómeno llamado “el efecto de pendiente resbaladiza”, que consiste en que los individuos van aceptando, gradual y acumulativamente, pequeños actos de corrupción hasta que esta se institucionaliza y llega a un punto de no retorno. Si en Colombia no nos sorprende el oxímoron de que el fiscal anticorrupción sea corrupto o que los magistrados de la Corte de Justicia sean injustos, creo que esa pendiente ya se volvió un plano vertical.

A la hora de enfrentarnos a decisiones cotidianas que pueden terminar en corrupción (por ejemplo, agilizar un trámite demorado), nuestros principios morales entran automáticamente en conflicto con el esquema mental del “colombiano promedio” y la ruta que este tomaría. Lo imaginamos operando con sus mantras habituales, como tome pa’ la gaseosa o ¿cómo arreglamos ahí?, lo vemos endulzando favores con chocolatinas; luego recordamos que el funcionario también es un “colombiano promedio” que entiende el código y, de hecho, espera la insinuación. Finalmente, lo vemos (y de paso nos vemos a nosotros mismos) saliendo triunfante de la situación, sin entrar en conflicto, sin esfuerzo, sin perder tiempo, sin hacer filas, y sin que nadie lo censure porque esa es la manera estándar de actuar.

A pesar de que sabemos que no es lo correcto y que odiamos a ese personaje arquetípico, en esas situaciones aparentemente inofensivas hay un punto en el que la indignación y la falta de resultados efectivos quiebran la voluntad moral y terminamos actuando como el “colombiano promedio”. Las personas muestran una aversión natural a pasar por ingenuos al cooperar en un grupo de individuos que no lo hace. Verse a uno mismo como un idiota por cumplir las normas hace que estas pierdan su función. Como seres sociales, tendemos a ajustarnos a las dinámicas grupales funcionales, así que cumplir normas que nadie cumple se vuelve desadaptativo porque no obtenemos ningún beneficio y entramos en un círculo de incumplimiento que, poco a poco, inclina la pendiente. Todo por tener como punto de referencia al “colombiano promedio”.

Es muy difícil pensar en recomendaciones para enfrentar un problema estructural tan grave que requiere esfuerzos multidisciplinarios, sobre todo pensando en que lo que abordé es solo una parte infinitesimal. Podríamos pensar en recomendaciones puntuales y técnicas, pero creo que si no se solucionan problemas de raíz que tienen que ver con nuestros sistemas de creencias culturales nada va a funcionar. Sería más útil pensar en tres cosas:

Primero, hay creencias socioculturales rígidas arraigadas prácticamente desde la Colonia (como la mal interpretada “malicia indígena”) sobre quiénes somos y cómo nos comportamos. Pequeñas acciones concretas confirman esas creencias y alimentan a ese homúnculo del “colombiano promedio” que tenemos como referencia, y que hay que desmitificar. Siendo optimista, quiero creer que al pensar en el “colombiano promedio” podríamos estar sacando mal el promedio. Según datos de Transparencia Internacional, hay un alto porcentaje de colombianos dispuestos a hacer algo por la corrupción y, como pude comprobar, la mayoría son fundamentalmente correctos en lo abstracto, así que esta información debería estar presente con más fuerza en nuestros juicios morales cotidianos.

Segundo, enfocarnos en el razonamiento individual y la corrupción a pequeña escala. Al restablecer la reciprocidad ética entre los mismos ciudadanos, se genera un ambiente propicio para predecir el comportamiento de los otros y el funcionamiento de la fábrica social con base en el cumplimiento de normas y no en esquemas que refuerzan la incertidumbre. Ese ambiente generaría una presión para no tolerar otros tipos de corrupción a gran escala. De lo que sí tenemos que ser conscientes es de que, así como la pendiente resbaladiza se fue inclinando gradualmente de generación en generación, volver a un equilibrio horizontal también va a tomar varias generaciones. Por eso no solo necesitamos paciencia y determinación, sino extirpar desde ya a ese “colombiano promedio” de la mente de los más pequeños y reemplazarlo por uno más civilizado.

Por último, si en las dinámicas sociales nos encontramos con ese “colombiano promedio” de carne y hueso siendo corrupto, lo más indicado sería censurarlo, no solo para dejar de normalizar su conducta, sino también para no confirmar las creencias de los observadores; pero si aparece como una abstracción en nuestras decisiones morales, sería bueno evaluar si realmente lo queremos tomar como punto de referencia para nuestra propia conducta moral. Como diría el maestro de la sospecha, todo aquel que luche contra monstruos ha de procurar que al hacerlo no se convierta en uno.

 

* Psicólogo, magíster en Psicología Sociocognitiva de la Universidad Nacional. Docente e investigador del Departamento de Psicología de la Universidad El Bosque.

 

*Publicado en la edición impresa de octubre de 2017.