Estiven Villar, el feliz descubrimiento de un diamante en bruto
En Bayunca, Bolívar, los niños como Estiven Villar crecen bajo el riesgo de perderse. Al menos es lo que piensa su madre, Sindy Patricia Manjarrés: “Aquí el muchacho que no se mete en las drogas se vuelve pandillero”. Los que tienen suerte, estudian en la escuela del pueblo y se alejan de sus familias para buscar algún trabajo en Cartagena. Los que se quedan tienen 12 cuadras, de sur a norte, para sobrevivir. Así de grande es Bayunca y así de limitadas las oportunidades.
Pero como Estiven Villar no hay ninguno. No hay quien se haya atrevido a cargar sobre sus hombros más de 110 kilogramos con tan solo 16 años; y tampoco quien pueda resistir el rigor del entrenamiento que se necesita para convertirse en un deportista de élite con sueños de campeón olímpico.
Es tímido. Aún trata de asimilar la grandeza de Bogotá. Habla poco y, a veces, piensa las cosas antes de decirlas. No hay una palabra que no salga de su boca que no venga acompañada de algún agradecimiento a alguien. Cuando ve las cámaras se asusta un poco, dice que le va mejor alzando peso que hablando en público. Todavía es un niño. Pero era más pequeño cuando se alejó de sus padres, cuando empezó a entrenar y cuando tuvo que olvidarse de ver todos los días a su abuela.
Estiven nació el 12 de marzo de 2001 en Bayunca. Su madre lo parió en un carro, en una calle, en una de las 12 calles que tiene el pueblo. Es el mayor de cuatro hermanos y la esperanza de ellos para sacarlos adelante. Cuando tenía cinco años, su abuela, Pastora Barboza, y su tía, la pesista Rosmery Villar, se lo llevaron a vivir con ellas mientras sus papás viajaban a un corregimiento cercano a buscar alguna oportunidad de trabajo.
Cuando Estiven cumplió siete años, sus padres regresaron, pero solo para avisarle que se iban para Venezuela a buscar suerte. Su tía se hizo cargo de él, de su manutención, de sus estudios en la escuela y de todo lo que pudiera necesitar. Algún día quiso ser cantante, pero Rosmery le dijo que no cantaba bien. Quiso ser futbolista, pero le dijeron que era muy pequeño para eso. Para Estiven los días en Bayunca pasaban lentamente. Iba a la escuela y se devolvía a su casa a jugar. No hacía mucho más que eso. Su familia lo alejaba de la mitad de los jóvenes del pueblo por temor a las malas influencias.
Cuando cumplió 12 años, su tía decidió llevarlo a entrenar con ella a Cartagena. Iban hacia el gimnasio El Chico de Hierro, un coliseo adecuado para el tenis de mesa y la halterofilia, que solo tiene aire acondicionado en las oficinas. “Apréndase bien el camino que cuando le toque venir solo va a tener que llegar a donde es”, le decía su tía. Esa fue la primera vez que Estiven vio tantos deportistas juntos.
Rosmery le había enseñado la técnica tal como ella la había aprendido, con un palo de escoba. El arranque y el envión. Y cuando Estiven estuvo frente a una pesa de verdad, una de 40 kilogramos, la alzó como si estuviera alzando un palo de escoba. “Yo veía que no pesaba. Yo la agarraba y me sorprendía porque no hacía ningún esfuerzo”, recuerda él.
Su tía asegura que la fuerza es heredada de la familia. Pero su mamá, Sindy Patricia, cuenta que varias veces Estiven practicó con pesas hechas de cemento que conseguía por ahí. O recolectaba botellones de agua y con eso entrenaba. Sin embargo, nunca fue un niño disciplinado, y menos con la halterofilia. Él creía que se iba a quedar para siempre en ese pueblo.
Pero solo Estiven pensaba en ese futuro, los demás no. “El tiene un cuerpecito de pesista, yo lo sabía y me lo decían constantemente. Los músculos estaban formados desde que era un niño y la estatura siempre ha sido perfecta”, cuenta Rosmery. Cuando sus padres regresaron de Venezuela, Estiven retornó a su hogar original. Sin su tía al lado y con grupos de pandilleros queriendo que él se uniera, Estiven dejó de ir a Cartagena. Aunque nunca hizo parte de ninguna pandilla, dejó de alzar pesas y de viajar al gimnasio.
Una campeona de mamá
Rosmery siempre fue su heroína. Ella lo salvó del pueblo y lo siguió rescatando varios años después. Cuando se enteró de la ausencia de su sobrino en el gimnasio y de la falta de interés en el deporte en el que ella veía a un futuro campeón, no tuvo más remedio que, de nuevo, decidir por él.
A uno de los entrenamientos, al que Estiven asistió con Rosmery, llegó la campeona olímpica María Isabel Urrutia. Él no sabía quién era ella y ella no sabía quién era él. “A veces uno tiene el ojo y ve las condiciones y el gusto que tienen los muchachitos por entrenar. Cuando vi a Estiven en Cartagena no lo pensé dos veces y le pedí a la tía que me lo dejara llevar a Bogotá”, recuerda la medallista.
Cuando María Isabel ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Sidney 2000, Estiven no había nacido. Cuando la campeona entró ese día al Chico de Hierro, todos la seguían con la mirada como haciéndole una reverencia. Menos Estiven. Él siguió preparando su barra. Aunque Rosmery le advirtió a Urrutia de la situación de la familia, la falta de dinero para vivir en una ciudad como Bogotá y la edad de un pesista que hasta ahora empezaba a conocer ese mundo, María Isabel insistió.
Estiven tenía 14 años cuando viajó a Bogotá. Nunca había estado en un lugar diferente de Cartagena o de su pueblo natal. Empacó en una maleta unos tenis viejos que usaba en el gimnasio, un par de camisas y pantalones y cientos de miedos. Su primera vez en un avión fue como la primera vez de todos los que hayan volado en uno. Estaba feliz y nervioso al mismo tiempo. “Esta vaina se va a caer”, pensaba.
En el Aeropuerto El Dorado, como si fuera una madre que hace mucho no ve a su hijo, estaba María Isabel Urrutia esperándolo. Ansiosa, nerviosa y orgullosa. Confiada en lo que ella le podía dar a él y la satisfacción que él le podía dar a ella. Estiven vivió unos meses con una pesista amiga de María Isabel, Jessica Solís, pero aguantó poco. No dormía ni comía bien. Cuenta que estar alejado de su familia y nervioso en medio de desconocidos no le ayudaba. Urrutia decidió llevárselo a la casa, y desde ese día ha sido su “madre adoptiva”.
Estiven se enteró por otros que ella había ganado el primer oro para Colombia en unos Juegos Olímpicos, y lo conoció mucho después de haber empezado a vivir con ella. La campeona olímpica nunca tuvo la necesidad de jactarse de su medalla con un futuro campeón ni con nadie. “Me dio mucho temor porque, de todas maneras, es un hijo ajeno y uno tiene que tener mucho cuidado con las cosas ajenas. Pero creo que cuando a uno le han ayudado para poder llegar a donde ha llegado, pues lo vale. No vengo de un estrato alto, yo me crié en un barrio de invasión y a mí también me dieron oportunidades. Entonces lo hago con ese cariño porque conmigo lo hicieron”, afirma María Isabel.
Son como el agua y el aceite. Él habla poco y ella parece no cansarse de contar historias. Los une un deporte que aman, que ahora Estiven ama aún más. Los dos tienen una cita diaria en la Unidad Deportiva El Salitre. En el gimnasio, María Isabel Urrutia es su entrenadora. Lo anima, pero a veces también lo regaña porque él suele apresurarse, siempre quiere demostrar más, quiere alzar más peso, quiere ir en contra del entrenamiento usual. Pero en la casa ella es, como el joven pesista asegura, “una segunda madre”.
Desde que Estiven llegó a la casa de María Isabel, ella se ha encargado de sus estudios, de su alimentación y de los equipos de su entrenamiento. Sagradamente se levanta a hacerle el desayuno mientras él se baña y alista. “Es duro para levantarlo pero hago lo que puedo”, cuenta entre risas la campeona. Ambos salen a las 9:00 a.m. de la casa, todos los días. A eso de las 9:30 llegan al gimnasio a entrenar. En el lugar hay varios pesistas más. Todos llaman a Urrutia “mamá”, pero ella sabe que el significado de ese sobrenombre lo tiene más con uno que con los demás.
Ella siempre mira la hora, le gusta que Estiven cumpla con todo. A las 11:30 a.m. regresan a la casa para descansar, y a la 1:00 p.m. Estiven viaja solo hacia el Instituto Distrital de Recreación y Deporte, ahí almuerza y toma sus clases. Ya ha aprendido a moverse solo hacia sitios específicos de la ciudad. Regresa a las 3:00 p.m. a casa y sale de nuevo con Urrutia hacia el gimnasio. Entrenan dos veces a la semana con el propósito de clasificar a los Juegos Olímpicos de la Juventud 2018. A las 5:00 p.m. regresan. Estiven hace sus tareas y María Isabel, en su papel de “madre adoptiva”, le ayuda. A veces le da una o dos horas de televisión, pero siempre le dice que la hora para dormir es a las 9:00 p.m.
Existe una resolución del Instituto que dice que, de acuerdo con los resultados que tenga un deportista, tiene derecho a cierta cantidad de dinero. A él le dan 500 mil pesos mensuales, que Urrutia le administra. “Es que él es muy mal administrador. Todo se lo come en mecato. Le mandamos algo de allí a la mamá, algo usa para comprar sus cosas personales. Le he enseñado que debe ahorrar, entonces él tiene una cuenta aparte. De esos 500 mil pesos ahorra 200 mil, y lo que queda le doy permiso de comérselo en mecato”, comenta María Isabel.
Así han sido todos los días de esta “familia” desde hace dos años. Durante ese tiempo, Estiven Villar ha demostrado su nivel. Ya es campeón nacional en categorías sub 15, sub 16 y sub 17. Y segundo en sub 23. Recientemente ganó una beca deportiva de 20 millones de pesos gracias a una campaña llamada “Inspirados para Vivir”, abanderada por medallistas olímpicos como Yuberjen Martínez y Yuri Alvear, que lo ayudará a llegar a los Juegos Olímpicos de la Juventud 2018.
A veces, Villar se encuentra en los entrenamientos con el campeón olímpico Óscar Figueroa. Urrutia cuenta que él es uno de los grandes admiradores de Estiven. A veces dice: “Este será el que me va a quitar el récord nacional que tengo de 56 kilogramos”. Otras veces solo se queda viéndolo para aconsejarlo.
Estiven aún tiene la mirada perdida entre tantas cosas nuevas que encuentra. Se levanta pensando en los Juegos Olímpicos y se acuesta pensando en lo mismo. Sueña con una medalla de oro en su pecho. Eso es lo que le dice a sus papás cada vez que los llama. A ellos los ha visto solo una vez, en la Navidad pasada. Su mamá trabaja en una casa de familia en Cartagena y su papá en labores de construcción, que le salen esporádicamente. Con eso esperan juntar dinero para visitarlo en la capital. Mientras tanto, el celular se ha convertido en su aliado.
Estiven aún es un niño pero quiere convertirse, de la mano de su entrenadora y “mamá adoptiva”, en un grande. No cualquiera tiene a una campeona olímpica como entrenadora y como consejera; no cualquiera vive las 24 horas del día a su lado. A Estiven aún le faltan muchos días de entrenamiento, pero mientras tanto “hasta cuando él quiera, vamos a vivir juntos”, repite Urrutia.
En Bayunca, Bolívar, los niños como Estiven Villar corren el riesgo de perderse. Pero hay niños como Estiven Villar que conocen ángeles del deporte colombiano que les permiten salir de esas 12 cuadras que los encarcelan. María Isabel Urrutia fue el ángel de Estiven y él quiere ser el ángel de la halterofilia en Colombia.
*Publicado en la edición impresa de octubre de 2017.