DE LAS CARNESTOLENDAS A LOS CARNAVALES
Desde el punto de vista histórico se considera que el carnaval es el ejemplo por excelencia de las manifestaciones festivas, tanto por las ricas y diversas formas de su celebración como por la significativa influencia cultural que deparan sus múltiples puestas en escena en cada una de las regiones donde se realiza.
En lo esencial, lo que caracteriza un carnaval, y lo diferencia de otras fiestas, es que sus vivencias y escenografías manifiestan la construcción de un momento de enorme trascendencia social y simbólica, en razón de la pluralidad de posibilidades y experiencias socioculturales que encierra como ritual individual y colectivo, entre otras: en el que el sueño se hace realidad; en la puesta en escena de lo grotesco o exageración de formas en lo estético; en lo burlesco y satírico sobre aspectos sociales; en el entrelazamiento de colores que figuran fantasías; en las transgresiones, cuyas expresiones se perciben esencialmente en los versos, letanías, bandos, disfraces, cuadrillas, comparsas o carrozas; en el deambular de mascaradas, disfraces colectivos o individuales referidos a un objeto social o cultural; en la inversión de roles y las licencias de todo orden; en el juego, la risa, el goce permanente, la broma, los excesos en la comida y bebida; en la escenificación de patrimonios y culturas; y en la ruptura del tiempo de lo cotidiano. Cabe señalar que los carnavales, dada la carga de símbolos de la que se han dotado, en muchos casos, les dan identidad y reflejan la identidad de una nación, por lo que se constituyen en bienes culturales intangibles de la humanidad.
El Combate entre Don Carnaval y Doña Cuaresma, 1559 (detalle), pintura del flamenco Pieter Brueghel el Viejo. Museo de Historia del Arte de Viena, Austria. |
Sobre sus antecedentes se conocen diversas interpretaciones, entre otras razones porque uno de los puntos de debate de los analistas de esta manifestación festiva ha sido el de definir si su origen ha estado ligado a la fiesta pagana o si, con la aparición del cristianismo, el carnaval tiene connotaciones religiosas, así como se ha considerado que su práctica obedece a una especie de combate entre ‘Don Carnaval y Doña Cuaresma’, o si se trata de una fiesta litúrgica o de una fiesta cortesana.
En Colombia las investigaciones se han centrado en indagar los orígenes de cada carnaval regional, sin necesariamente tener en cuenta su sentido etimológico, entre otros motivos por la variedad de estos fastos que se escenifican en fechas diversas, con objetos de celebración según la región, con una programación propia que exalta los valores culturales de las comunidades que los realizan y cada uno con influencias diversas. Sin embargo, al observar el mapa festivo de Colombia se han encontrado 270 fiestas bajo el rótulo de carnaval, sin que realmente todas puedan ostentar con fundamento este título. Estas fiestas se distribuyen de la siguiente manera: Amazonía: 18; región Andina: 38; región Caribe: 127; región Pacífica: 82; región Insular: 2; región de la Orinoquía: 3.
Entre los variados Objetos de celebración, se aprecian carnavales de: protesta; reconciliación; perdón; de negros y blancos; de negros, blancos y rojos; de cultura y paz; indígenas; de la cultura Caribe; los que incorporan en sus temáticas elementos de la naturaleza como el agua, el fuego, el río, el arco iris, el frío, el chontaduro, la uva, el vino, el coco y la luna verde, el sol, los cangrejos, la sal; de culturas de tradición como el folclor, las danzas de tradición, las tradiciones culturales, la reinvención del carnaval, el medio ambiente, la recuperación de humedales, los carnavalitos, las niñas y niños, las artes, el año viejo, la guaca, el gallinazo, la ruana, el paisaje, el diablo, la amistad, la palabra, la luz, la alegría, los muñecos, lo ambiental, y más recientemente, el carnaval cannábico o de la marihuana.
Carnaval en una calle de Bogotá, una batalla entre la personificación de la medicina y las enfermedades. Acuarela de François-Désiré Roulin, 1822-1828. Wellcome Library, Londres. El zanquero, porta los símbolos de la medicina científica, y los tres personajes montados en el asno, representan las enfermedades. |
El otro punto de análisis de estas fiestas en Colombia tiene que ver con la búsqueda de rutas, influencias étnicas y culturales recibidas para su asentamiento en una determinada región, lo que implica examinar su origen, o mejor, sus orígenes por la pluralidad de carnavales que existen. Dado que estas expresiones culturales nos llegan con la colonización española vale la pena conocer y comprender estas realidades a partir de sus orígenes.
Las Carnestolendas
Durante los siglos XIV al XVI la costumbre en España para referirse a este tipo de fiesta era usar la expresión Carnal, utilizada en oposición a la Cuaresma, relacionada con la época del año en que se come carne, aunque lo que prevalecía como lenguaje común en español era el de carnestolendas. Esta expresión litúrgica surgió del latín dominica ante carnes tollenda, cuyo significado estaba relacionado con el hecho de que el carnaval anunciaba la inminente llegada de privaciones, y en consecuencia, las actividades se efectuaban en los cuatro días que antecedían al Miércoles de Ceniza.
En general, las diversiones españolas de carnestolendas acostumbraban a usar disfraces o máscaras; burlas, tretas y griterío; a fustigarse y aporrearse con porras, vejigas; producir ruidos especiales con artefactos especiales -bramaderas y zumbaderas-; quebrar pucheros y ollas; manteamiento de muñecos o ‘peleles’ y de perros y gatos; correr gallos; arrojarse salvado y harina o agua con pucheros y jeringas; lanzarse huevos o naranjas, entre otros placeres.
El Pelele, óleo sobre lienzo (1791-1792) de Francisco de Goya. |
Estas prácticas toleradas en el periodo precuaresmal, es de suponer que al implantarse el catolicismo en las zonas de dominación española, se pusieran también en escena la oposición simbólica del exceso y las privaciones, entre Don Carnal y Doña Cuaresma. En estos territorios, como parte del calendario festivo que se estaba imponiendo se fijaron como fechas de programación los días que antecedían al Miércoles de Ceniza. Así, cuando en el siglo XVI los españoles arribaron al territorio colombiano traían en sus alforjas culturales el recuerdo de estas vivencias festivas y las implantaron desde muy temprano con el mismo nombre y el mismo significado de ‘carnes por dejar’, muy en concordancia con los legados del cristianismo.
La referencia a las carnestolendas se encuentra en los calendarios festivos que se van imponiendo; en Santafé se constata su práctica a través de las declaraciones del cacique de Ubaque, quien en 1561 solicita permiso a la Real Audiencia de Santafé “para hacer una (procesión) en su pueblo, puesto que a los españoles les eran permitidas fiestas de toros y cañas, máscaras y carnestolendas, no sería razón que a ellos les prohibiesen sus pasatiempos y placeres”. Esta anotación sobre las carnestolendas deja en claro que estas se realizaban en Santafé, y si bien es difícil datar el año preciso de sus inicios es evidente que fueron programadas entre 1538 -llegada de los españoles a este territorio muisca- y 1563, año de un proceso judicial seguido al cacique mencionado donde se encuentran testimonios sobre la existencia de este fasto. Este dato confirma que fue en Santafé donde por primera vez tuvo lugar una fiesta de este tipo.
Lo que se acostumbraba, por lo menos en el siglo XVI y en consonancia con la tradición española, era organizar tertulias o saraos en algunas de las casas de amigos que se prolongaban hasta las nueve o diez de la noche. También era habitual en estos tiempos el disfrazarse o tiznarse para, durante el día, recorrer las calles en grupos, acompañados de música y librando unas batallas con huevos rellenos de harina, flores o aguas aromáticas, sobre todo contra los que ocupaban los balcones y ventanas. La noche determinaba una especie de tregua de tal manera que a las nueve “estaban todos los enmascarados de ambos sexos con las caras tiznadas, santiguándose entre sus camas”.
Cuadrillas en la Plaza de Bolívar 1880. Óleo de Luis Núñez Borda en Samper Ortega, Daniel, Bogotá, 1538-1938, Imprenta Municipal, Bogotá, 1938. |
Para el siglo XVII se encuentran referencias a las carnestolendas en Santafé relacionadas con la construcción en 1686 de la Ermita de La Peña, al oriente de la ciudad, lugar en donde el domingo de carnestolendas se hizo inolvidable, una vez se estableció que Nuestra Señora de La Peña sería desde entonces la patrona de la ciudad. Construida su capilla en un lugar accesible a los devotos, fue inaugurada el domingo quince de febrero, también día de carnestolendas y de fiesta religiosa, conjunción que permitió atraer de manera deliberada a los más humildes y dio origen a una fiesta popular. De este modo, las fiestas que se realizaban los tres días anteriores al Miércoles de Ceniza incluían, en una primera parte los oficios religiosos y luego las diversiones populares en las cuales se mezclaban los juegos ‘de bolo, tángano y turmequé’, con los bailes y la música de ‘tiples, pandereta y chucho’, acompañados de ‘bebida fermentada’, especialmente, de chicha y comida. Todas estas viandas se vendían en los toldos ubicados en la calle que iba desde la esquina del Cedro, dos cuadras arriba del Camarín del Carmen, hasta la Iglesia de La Peña, situada en los extramuros de la ciudad. En este ambiente se mezclaban los moradores de la ciudad con los campesinos e indígenas que venían de las regiones circunvecinas.
Algunos planteamientos inducen a creer que el lugar era ya frecuentado por los indígenas como un sitio ceremonial y que la construcción de la Ermita de La Peña y de su festivo, fijado para el ‘Domingo de Quincuagésima’, hizo parte de la estrategia de la iglesia católica para apropiarse de estos sitios, lo que finalmente produjo un rito mestizo. Es lo que se ha constatado dado que en estas vecindades de La Peña como Los Laches, el Guavio, Alto Egipto, El Chorrerón y los asientos de población indígena, festejaban con fritanga, chicha, juegos, carreras, gallos, bailes y música, en un entrecruzamiento cultural de diversiones, unas de origen español y otras de arraigo entre los indígenas.
Iglesia de La Peña, Bogotá. Foto Marcos González Pérez |
En el siglo XIX, además de toros, como lo narra un viajero extranjero, permanecía la costumbre de enfrentarse a manera de juego, utilizando agua o lanzando cascarones de huevos pintados de diversos colores que contenían harina u otras sustancias o bien recibiendo las visitas en las casas con baldados de agua o con todo tipo de objetos que dejaban los personajes en el trance del carnaval. Las calles durante los tres días de festejo se llenaban de jinetes, quienes buscaban esquivar los objetos de diversión lanzados con frecuencia por damas que se apostaban en los balcones de sus casas, entretenimientos realizados durante las horas diurnas dado que después de las seis de la tarde se daba inicio a una segunda etapa carnavalesca que consistía en disfrazarse para asistir a los bailes o para pasear de casa en casa prosiguiendo con la tradición de las bromas y las burlas como una manera de invertir el orden de lo cotidiano.
Para finales del siglo XIX, persistían las peregrinaciones de la gente común a La Peña, aunque algunos documentos dan cuenta también de la costumbre de disfrazarse y dedicarse a regocijos, y para “la gente de tono” se hacían bailes en el Coliseo. Entre tanto, en la plazoleta de La Peña, situada cerca de la iglesia, se llenaba de toldos multicolores plenos de olores a comida y bebidas, mientras en las tiendas improvisadas se vendían dulces y licores que se consumían al lado de las mesas de los juegos de azar. Ese campo de lo lúdico se completaba con la venta de productos que anunciaban los venteros ambulantes cargados de canastos llenos de flores y de frutas, cuadro que era enmarcado por la música y los cantos donde una multitud compuesta de “matronas, rodillones, jóvenes, cachacos, niñas, cornabacetes, chicuelas y papitos” departían bajo la casi permanente lluvia de febrero en Bogotá.
No obstante, las crónicas también mantienen para este tipo de actividades los calificativos de ‘costumbres semisalvajes’ que se anteponen al paso de la civilización o ‘de fiesta poco edificante’, de tal manera que los participantes en general fueron reseñados como unos ‘parrandeadores de baja estopa’, ‘la parte menos moral del pueblo’, ‘la parte menos sana de nuestro pueblo’, que solo produjo desórdenes, atentados y bacanales, como efecto del consumo de chicha. Esos ataques contra las costumbres populares y el consumo de la chicha estuvieron enmarcados por la disputa de la naciente industria de la cerveza. Paralelamente, el espectáculo de los toros en otra zona de la ciudad se mantenía como una de las diversiones más concurridas para los moradores de la capital.
Carnaval de Bogotá, óleo sobre tela, de Pedro Alcántara Quijano. Obra expuesta en la exposición de 1925 en la Escuela de Bellas Artes. |
Hacia finales de siglo, las crónicas dan cuenta de la realización de las carnestolendas o de los carnavales, las cuales reseñan particularmente las convocatorias para participar en los oficios religiosos en la Ermita de La Peña con velaciones y sermones. Aunque tanto en esta como en otros templos de la ciudad, se dio un impulso enorme a la celebración de las llamadas “Cuarenta Horas” durante los días festivos, con una programación de misas continuas desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche para llevar a cabo acciones que sirvieron de marco a la política de control social por parte de las instituciones eclesiásticas.
Fue importante en esa estrategia, la creación de nuevos lugares de peregrinación buscando combatir la práctica popular de frecuentar sitios donde el ceremonial religioso era un pretexto para ‘el jolgorio y el consumo de chicha’. Esta fue una de las razones para la construcción, en la lejana villa de Chapinero, de un templo a Nuestra Señora de Lourdes, sitio emblemático de las devociones religiosas a finales de siglo XIX en Bogotá y que se proyectó como campo sagrado para orientar las prácticas de religiosidad hacia este lugar en detrimento de un espacio como el de La Peña.
Estos festejos de carnestolendas tuvieron existencia hasta las primeras décadas del siglo XX, y la combinación de los oficios religiosos con la diversión popular fue una constante. En esta época se hacía necesaria la presencia de la policía y se había construido una hospedería que servía de “depósito de borrachos en los carnavales”. La última referencia de carnestolendas en esta zona data de 1936, fecha a partir de la cual la iglesia se convirtió en parroquial y hasta 1948 sirvió de internado de niñas.
La montada en corrida de toros, Bogotá. Aguatinta de Ramón Torres Méndez, 1860. Fotografía ©museo nacional de Colombia / Ernesto Monsalve pino |
De esta manera, se extinguió una fiesta, sin que se pueda considerar que perduró con modificaciones o reinvenciones. Las carnestolendas, como nombre o práctica, se iniciaron y llevaron a cabo en Santafé, perduraron con variaciones y reapropiaciones durante los siglos XVII, XVIII, XIX y para principios del siglo XX desaparecieron.
Así mismo, se encuentran referencias a las carnestolendas en Riohacha, así como en Santa Marta, ciudad fundada por los españoles en 1525, sin que haya una descripción de cómo transcurrían. Sin embargo, según el dato de los documentos se trata de fastos realizados en el siglo XVII.
Carnaval en el Municipio de Corrales, Boyacá, 1933. Archivo del investigador Abel Fernando Martínez |
El Carnaval
Para el siglo XVIII, en Cartagena, era frecuente “la diversión de máscaras introducidas (en) el tiempo de carnaval”, por funcionarios de la Corona Española. Teniendo en cuenta que a partir de finales del siglo XVII en Europa, el vocablo carnestolendas es reemplazado por el de carnaval, como una expresión más citadina, sin que variaran las fechas de su programación, es factible considerar estos actos mencionados de Cartagena como parte del asentamiento de la palabra y de las manifestaciones específicas de un carnaval.
Hay que recordar que estos funcionarios españoles del siglo XVIII vivieron en su tierra los carnavales, seguramente urbanos, que se diferenciaban del rural mostrando un lujo y una ostentación que le daba una apariencia superior. De esta forma, por ejemplo, la fiesta en Venecia se caracterizaba por los grandes bailes de la burguesía de los siglos XVIII y XIX; y desde finales de la centuria decimonónica, cuando los cortejos de carrozas carnavalescas adquirieron más importancia, el carnaval se consolidó simultáneamente en Niza, Viareggio, Nueva Orleans, Río de Janeiro.
Carnaval de Barranquilla, 1908. Museo Romántico |
Uno de los cambios en la programación española de las carnestolendas a los carnavales, que se traslada a América, fueron los bailes de disfraces y de máscaras que se realizaban en teatros. También se recorrían las calles en grupos disfrazados, lo que da continuación a las mojigangas -desfilar sin orden- y después a las comparsas, las carrozas y las cuadrillas, que son grupos de personas disfrazadas que marchan de manera uniforme y generalmente con disfraces del mismo referente al son de músicas y cantos. La sátira social y las burlas son ingredientes que se fortalecen en estas fiestas. Las carrozas festivas toman preponderancia desde el siglo XVII y, siendo carros de diferentes tipos, ricamente adornados, servirían para escenificar alegorías o asuntos burlescos y para llevar a las reinas en sus desfiles.
Estas actividades permiten entender cómo se celebraban estos fastos en España, que en su transcurrir recibían diversas influencias, entre las que se destacaban las variaciones por el control institucional que se ejercía a partir de la segunda mitad del siglo XVII y el papel desempeñado por la fastuosidad del carnaval italiano que convierte estas justas en lugares de ostentación con sus máscaras y sus cuadrillas de enmascarados lujosamente engalanados, lo que invierte el sentido popular del festejo. En este sentido, la iglesia católica romana tomó el carnaval como uno de sus objetos de control, y después del Concilio de Trento, 1545-1563, con la Contrarreforma, se recrudeció la dinámica de intentar transformar las prácticas consideradas desordenadas, como el portar máscaras o disfraces. En contraste, se abrieron espacios donde el ritual religioso debía ser el principal referente o bien: el de buscar sincretismos y combinaciones con muchas fiestas que hacían parte de la cultura de los pueblos no para abolirlas sino para “purificarlas”.
Es este tipo de carnaval el que llegó en el siglo XVIII a la zona norte de Colombia y en él participaban gentes de alcurnia y militares, y sus esposas que se vestían de máscara, por la noche “bailaban minué y contradanza evocando el carnaval europeo”. Documentos históricos “indican que en el siglo XVIII ya existían festividades llamadas carnaval y días de carne, no solamente en Cartagena y en la villa de Mompox, sino en poblaciones como Magangué y otras ubicadas a lo largo del río Magdalena en el tramo de la llanura Caribe”.
El Diablo en el Carnaval de Riosucio. 1955. Foto Colección Aldemar Vanegas. |
Por otra parte, en Santa Marta los carnavales se mantuvieron activos con gran esplendor hasta mediados del siglo XX, gracias a la confluencia de culturas provenientes de Bolívar, Atlántico, de los pueblos del Bajo Magdalena, de Riohacha y de otras partes del país e, igualmente, los extranjeros antillanos aportaron nuevos elementos que irían a configurar un carnaval más urbano. Según algunos analistas, muchas de las actividades culturales del carnaval samario arribaron a Barranquilla a mediados del siglo XIX y se entronizaron en el naciente carnaval de esta ciudad.
En el caso de Cartagena de Indias existían cabildos por lo menos desde 1693, conformados por afrodescendientes “que se asociaron según su nación de origen, por lo que estos fueron espacios de preservación y transmisión de su lengua, sus danzas, rituales y músicas, en un contexto de negociación y resistencia. Sus espacios festivos eran permitidos y regulados por sus amos como válvula de escape y para evitar intentos de rebelión”.
Varias descripciones de viajeros extranjeros han mostrado cómo en la tercera década del siglo XIX, en varias regiones del Caribe, desfilaban grupos de personas que se empolvaban con harina y marchaban al son de cantos, músicas, fuegos artificiales, voladores, tirada de buscapiés, danzas y disfraces, de tal manera que estas actividades hacían parte de la movilidad cultural para hacer evidente que más adelante se configurarían como prácticas de carnaval y empezarían a ser reconocidas como tales una vez se oficializaran.
Un relator de la época narra lo que llama un domingo de carnaval vivido por los cabildos en Cartagena. Según el cronista, se apreciaban grupos de personas con grandes escudos de madera, delantales de cuero de tigre, plumas de colores vivos, caras y cuerpos pintados que danzaban al son de tambores, panderetas, cascabeles, platillos a las reinas de cada cabildo y al rey. Veneraban a San Benito y se divertían hasta el Miércoles de Ceniza. En el siglo XX “el carnaval cartagenero (…) en medio de prohibiciones y subvaloraciones de lo popular fue debilitándose paulatinamente hasta desaparecer en el tiempo, pero muchas de sus manifestaciones pasaron a fortalecer las de las Fiestas de Independencia”.
Símbolo del Torito, Carnaval de Barranquilla. Casa de Alfonso Fontalvo. Foto Marcos González Pérez |
Sobre Barranquilla se menciona una narración de 1829 en la cual un viajero extranjero relata una fiesta de carnaval afirmando que se trataba de un fasto de tres días, realizado en la misma semana del carnaval italiano, con desfiles de danzas indígenas, disfraces, juegos, lanzamiento de agua y huevos, anotaciones que dan cuenta de la importancia dada a las danzas como manifestación cultural.
Según el documento presentado a la Unesco sobre el Carnaval de Barranquilla, en relación con sus orígenes, se manifiesta que esta ciudad, por su posición geográfica y su rápido desarrollo comercial “equidistante de las dos ciudades más antiguas de la región, Cartagena de Indias y Santa Marta, recibió la afluencia masiva de hombres y mujeres de esas ciudades, de los pueblos de la ribera del río Magdalena y de las sabanas de Bolívar, quienes trajeron consigo las fiestas religiosas, danzas y tradiciones propias de sus pueblos de origen, lo que generó un espacio de convivencia; principal característica de la ciudad que se refleja en el carnaval”.
Los Bucaneros, 1949. Carnaval de Riosucio. Colección Aldemar Vanegas. |
Es evidente que las danzas de origen africano practicadas por afrodescendientes, así como las de los indígenas y mestizos que se encontraban en las fiestas patronales de las riberas del río Magdalena viajaban a través de él e iban conformando los rasgos de carnaval de la Colombia Caribe que a la postre se asienta en Barranquilla, como gran puerto comercial y espacio de encuentro de múltiples culturas. Algunas de las danzas que nutrieron progresivamente este fasto provenían “de la población de Sitionuevo, con los bailes de los negros; de Ciénaga hasta Plato, con los bailes del caimán; de Santa Marta, con el paloteo, la guacherna, la tambora y los capuchones; de El Banco, Guamal, San Sebastián, San Zenón y Pinto, con las pilanderas y cumbiambas; de El Piñón, con los monos y capuchones; de Ciénaga, con el bullerengue; de Salamina y Cerro San Antonio, con el son del pajarito. La confluencia de manifestaciones culturales de españoles, con la de los cabildos y por supuesto con las danzas y cantos de origen indígena y mestizo configuraron las actividades de los carnavales en esta región.
José Llano, Rey Momo 2013, Carnaval de Barranquilla. Foto Carlos Benavides Díaz |
Por otro lado, es muy diferente el origen de los carnavales estudiantiles que se realizaron en varias ciudades colombianas en la década de los años 20 del siglo XX (Ver: Credencial Historia, No. 323, noviembre 2016). Se iniciaron en Bogotá con la puesta en escena de una fiesta programada por estudiantes de la Universidad Nacional, que propició la creación de la llamada Fiesta del Estudiante realizada cada 21 de septiembre. La programación comprendía la siembra del árbol, concursos de disfraces, competencias deportivas, becerradas, batallas de confetis, flores y serpentinas, concurso de murgas, coronación de las reinas, comparsas y el entierro o quema de Pericles Carnaval, -muñeco de trapos- símbolo de estos carnavales.
Estos carnavales que culminan en Bogotá en 1934 tienen una especial importancia por su influencia en otras regiones, entre ellas, en Pasto donde se realizaban estos carnavales estudiantiles. Dada la similitud de actividades es posible que algunos estudiantes de la Universidad Nacional, oriundos de Pasto, hayan llevado a su región ciertos componentes que hoy hacen parte de su carnaval. Entre estos se pueden mencionar la elección y desfile de reinas y la puesta en escena del símbolo Don Pericles Carnaval. Este y otros entrecruzamientos dan origen a unos carnavales que empezaron a efectuarse sin considerar la relación con la Cuaresma y tomaron los primeros días de enero para su escenificación.
Otras historias de carnaval
Algunos carnavales en Colombia no se relacionan con la Cuaresma, como lo indica una tradición, sino que tienen otros referentes que le han dado su origen y su objeto de celebración. Tenemos el caso del Carnaval de Pasto que se realiza entre el 2 y el 7 de enero y su fecha de programación está en concordancia con el Juego de Negritos, de procedencia caucana, celebrado cada 5 de enero como una reivindicación social de los esclavos que reclamaban un día libre para sus prácticas culturales de música y danza. De igual manera, el Carnaval de Riosucio, realizado la primera semana de enero de los años impares, cuyo origen se vincula con el día de Reyes Magos, que se celebra cada 6 de enero.
En otros lugares de Colombia se hacen fiestas, que no llegan seguramente a invertir el orden social, pero que se nominan carnaval, aspecto que las convierte más en un inconveniente de identificación que en un generador de comunidad cultural. Esta constatación es uno de los problemas que enfrenta este fasto, puesto que sin ninguna razón patrimonial, histórica o cultural, se definen muchos espectáculos con el rótulo de carnaval. Una de las causas de esta ligereza es el desconocimiento del significado de una tipología festiva, lo que origina que se traten las actividades festivas sin la rigurosidad debida, otra, la irrupción tan marcada que ha logrado la escenificación de espectáculos de simple recreación, sobreponiéndose a la puesta en escena de expresiones patrimoniales. Esto último tiene lugar debido al aprovechamiento de la fiesta por parte de empresas interesadas en promocionar sus productos sin mucho respeto por lo cultural, lo que ha generado una comercialización más emparentada con una feria que con un carnaval.
Danza Los Coyongos, Carnaval de Galapa, Atlántico, febrero 2015. Foto Marta Ayerbe |
Otro problema detectado es el papel que juega la política pública en la organización de estos actos festivos. En la mayoría de casos, salvo escasas excepciones, son los organismos de gobierno los que controlan las actividades, sin dar participación real a las comunidades, las cuales producen un evento al que llaman carnaval y que sirve para visibilizar al gobernante de turno o a un político regional en un indebido uso político de la fiesta. Al reducirse solo a un espectáculo lo que se observa es un ‘entramado de tarimas’ que no deja lugar para construir un actor colectivo festivo, en consecuencia, las superficies se llenan de espectadores poco conscientes del papel orientador como constructo de ciudadanías que tiene un carnaval patrimonial. Otro aspecto tiene que ver con el uso indiscriminado de la noción carnaval, que ha servido para que muchas actividades, en especial, del mundo comercial, se nominen con este vocablo, restándole seriedad al sentido del concepto festivo y emparentándolo con banalidades.
En el otro extremo están los fastos que tienen la propiedad de haber logrado entronizar parte de los elementos sustanciales de un carnaval, destacándose, entre otros, la escenificación de referentes culturales a través de comparsas, cuadrillas, carrozas, mascaradas o disfraces que al juntarse en unos espacios de pertenencia aceptados y compartidos ha puesto en los escenarios el sentido de lo carnavalesco, específicamente en lo que se relaciona con los tiempos de ruptura de lo cotidiano, la burla o la sátira, los mundos de inversión y la abolición de la dicotomía actor-espectador, que manifiestan un aspecto esencial como es el de celebrar un referente específico, como resultado, en varios casos, de los entrecruzamientos del mestizaje cultural.
Se destaca el ya mencionado Carnaval de Pasto, cuyo objeto celebrado es el trabajo artístico de los artesanos escenificado en majestuosas carrozas carnavalescas. Tiene raíces triétnicas manifiestas en la danza, música y rituales indígenas andinos; en el juego de negritos de origen africano y en los elementos hispánicos como las carrozas carnavalescas. Uno de los símbolos primarios de este carnaval puede ser el Cusillo o mono, que en otros lugares se denomina matachín, un personaje que se disfraza con costales y musgos, y quien lleva una especie de látigo o vejiga para perseguir a los otros en un juego matachinesco muy ancestral.
Quema del Diablo en el carnaval de Riosucio. Foto Cortesía De Marino Camacho |
El Carnaval de Riosucio es una de las manifestaciones festivas del departamento de Caldas y ha sido considerado Patrimonio Cultural de la Nación. La palabra, manifiesta en sus letanías, versos y notas escritas, junto con el guarapo como elemento gastronómico de la fiesta y junto a su Diablo y el calabazo, hacen parte del patrimonio social y simbólico de este fasto. Este carnaval tiene sus antecedentes en la fiesta de los Reyes Magos del 6 de enero -importante para la población afro-, en los santos inocentes, en la fiesta de la Candelaria, en las ceremonias indígenas en homenaje a la chicha y en las fiestas denominadas Diversiones Matachinescas. A partir de 1912 surge como carnaval y en “1915 el diablo fue declarado como símbolo del Carnaval de Riosucio”. La resignificación popular en este carnaval trata este símbolo como parte de la integración de la etnia indígena, la afro y los blancos, creando un diablo mestizo.
A estas fiestas se suman festejos como los carnavales de las comunidades indígenas de los Ingas (residen en Santiago) y los Camëntsá (residen en Sibundoy) en el valle del Sibundoy, Putumayo. Como comunidades indígenas sus celebraciones vienen realizándose desde tiempos inmemoriales, pero la intromisión de varias oleadas de religiones cristianas han dado lugar a una nueva forma de ritualidad que se denomina Carnaval del Perdón, que se puede datar en el siglo XX.
Para la Comunidad Kamëntsá se denominan Clestrinÿe o Bëtscnaté (Día Grande) y para los Ingas Nukanchipa, Atún Puncha o Kalusturinda. Estas celebraciones se llevan a cabo actualmente en los días previos al Miércoles de Ceniza, es una festividad que combina lo cultural de cada comunidad con los sincretismos propios de la intromisión cristiana, a tal extremo que uno de los actos centrales es la bendición que reciben en templos de la iglesia, demandando el permiso para hacer el carnaval.
Desfile con Gobernador Inga. Carnaval de Comunidad Inga. Municipio de Santiago, Putumayo. 2015. Foto Carlos Benavides Díaz |
La comunidad Inga considera que “este tiempo está ligado al ciclo agrícola del maíz que tiene íntima relación con el Allpa Mama o Pachamama, cuyos primeros frutos se cosechan en febrero o marzo. Dos elementos se relacionan con la concepción de mundo de esta festividad. El primero tiene que ver con el apoyo familiar y la solidaridad comunitaria que se expresa en los bailes, las visitas entre familias, el dar y recibir, razones por las cuales se canta y baila en mención de un nuevo año. El segundo aspecto es la vinculación de los santos, sincretizado en ‘San Juan’, que se articula y por ello se sacrifica un gallo en símbolo de pagamento a la Pachamama”. Las actividades comprenden bailes comunitarios, comidas y bebidas compartidas, procesión hacia la iglesia, juegos, el degollamiento del gallo, músicas y cantos.
Para la comunidad Kamëntsá durante el desarrollo de los procesos de evangelización cristiana, y en particular, por parte de las comunidades franciscana y capuchina a finales del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, uno de los factores que más influyó en la transformación de la estructura social fueron las prohibiciones y castigos relacionados con los tiempos festivos. Entre los cambios que sufrió el Clestrinÿe está lo relacionado con su temporalidad. Las fiestas que duraban semanas e incluso meses enteros fueron reprogramadas para el lunes anterior al Miércoles de Ceniza. La transformación del carnaval permitió además la inserción de elementos religiosos del cristianismo católico y la reestructuración de la celebración. Sus actividades se inician el día lunes, anterior al Miércoles de Ceniza, fecha en que la comunidad, guiada por un Matachín, hace una especie de procesión desde una vereda y llega hasta la iglesia de Sibundoy en medio de cantos, músicas y bailes para participar en la misa y recibir la bendición. Posteriormente en el parque principal se realiza el ritual del perdón, una ceremonia dirigida por el Taita o gobernador que busca reconciliar la comunidad. Prosigue la fiesta en la sede del cabildo con comidas y chicha en abundancia, mientras acompañan uno de los actos centrales: el degollamiento del gallo, un ritual que hace homenaje a la tierra o pachamama y a la resistencia cultural de esta etnia. El martes culminan los actos festivos en medio de saludos de perdón entre todos los participantes.
Jëbtsobomñán “Mientras se vive” Carnaval del Perdón, Bëtsknaté “Gran día” Municipio de Sibundoy, Putumayo. 2015. Foto Carlos Benavides Díaz |
Existen en varios municipios del Caribe, Cauca, Putumayo, Nariño y en la región Pacífica, un buen número de carnavales, iniciados en el siglo XX, que se mueven en el difícil campo donde confluyen, como en una lucha, espectáculo y patrimonio. Es bien sabido que el carnaval es diversión, pero debe servir además como constructor de arraigos culturales y en este sentido, los que han logrado mantener referentes patrimoniales lo han conseguido al dar mayor participación a la comunidad.
Referencias
1 Fernández de Piedrahita, Lucas. Noticia Historial de las conquistas del Nuevo Reino. Bogotá: Ediciones de la Revista Ximénez de Quesada, 1973. p.
2 Ver: El Proceso contra el cacique de Ubaque en 1563. [1563-1564]. Transcripción de Casilimas, Clara Inés y Londoño, Eduardo. Boletín del Museo del Oro, No. 49, julio-diciembre. Bogotá: Banco de la República, 2001.
3 Los saraos eran elegantes y selectas tertulias acompañadas de bailes. Viqueira, Op. cit., p. 164. 22.
4 Caicedo Rojas, José ‘Don Álvaro’. Cuadros históricos y novelescos del siglo XVI. Capítulo XXVIII. Bogotá: Casa Editorial de M. Rivas, 1891.
5 Caballero, Beatriz. El Santuario de La Peña [online]. En: Boletín Cultural y Bibliográfico, Banco de la República, No. 11, 1987. p. 68. [Citado 4 diciembre 2016]. Disponible en: http:// publicaciones.banrepcultural.org/index.php/ boletin_cultural/article/view/2999
6 Le Moyne, Augusto. Viaje y Estancia en la Nueva Granada. Bogotá: Editorial Incunables, 1985. p.144-146.
7 Fiestas’. En: El Duende. Publicación del jueves 11 de junio de 1846.
8 El Tiempo. Publicación del 15 de enero de 1856.
9 Burke, Peter. La cultura popular en la Europa moderna. Madrid: Alianza Editorial, 1991. p. 326.
10 Struve, Richard. El Santuario Nacional de Nuestra Señora de La Peña. Bogotá: Cuadernos Históricos de La Peña, 1955. p. 340.
11 De La Rosa, José Nicolás. La Floresta de la Santa Iglesia Catedral de la ciudad y provincia de Santa Marta. Barranquilla: Litográfica, 1945. 362. Ver: Rey Sinning, Édgar. Esplendor y decadencia de los carnavales samarios [online]. 2001. [Citado 4 diciembre 2016]. Disponible en: www.oocities. org
12 De Friedemann, Nina. El carnaval rural en el río Magdalena [online]. Publicaciones del Banco de República, 1984, p.38. [Citado 4 diciembre 2016]. Disponible en: http://publicaciones.banrepcultural. org/index.php/boletin_cultural/article/view/3345
13 Ramos, Alberto. El Carnaval Secuestrado. Cádiz: Quorum Editores, 2002. p. 28.
14 Burke, Op. cit., p. 307.
15 De Friedemann, Nina. El carnaval rural en el río Magdalena, Op.cit., p.38
16 Ibíd., p. 38.
17 Rey Sinning, Op. cit., (Parte II).
18 Ruz, Gina. Cartagena: reinas, fiesta e independencia. En: Revista Credencial Historia. Edición 323 de noviembre. Bogotá: Printer Colombiana S.A.S., 2016. p. 4.
19 Ver: Gosselman, Carl August. Viaje por Colombia: 1825 y 1826. Bogotá: Ediciones del Banco de la República, 1981.
20 Posada Gutiérrez, Joaquín. Memorias históricopolíticas. Bogotá: Imprenta Nacional, 1929.
21 Ver: González, Adolfo. La música costeña en la tercera década del siglo XIX [online]. Publicaciones del Banco de la República, 1989. [Citado 4 diciembre 2016]. Disponible en: http:// publicaciones.banrepcultural.org/index.php/boletin_cultural/article/view/2660
22 Ruz, Op. cit., p. 4.
23 González, Adolfo, Op. cit., p. 19.
24 Documento: Carnaval de Barranquilla. Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Elaborado bajo la dirección de Lola Salcedo Castañeda, 2002. Disponible en: https://guayacan.uninorte.edu.co/publicaciones/huellas/dossier/files/unescoesp.pdf
25 Ospino, Raúl. Porque el Carnaval del Magdalena, se fue para Barranquilla [online]. 2015. [Citado 4 diciembre 2016]. Disponible en: www.fundacionmagdalena.blogspot.com.co/porque-el-carnaval-del-magdalena-se-fuepara-Barranquilla
26 Montota, Sol. El Carnaval de Riosucio. Medellín: Universidad de Antioquia, 2003. p. 32.
27 Ver: Appelbaum, Nancy. Historias rivales, narrativas de raza, lugar y nación en Riosucio. En: Fronteras de la Historia, Icahn, No. 8, 2003.
28 Agreda, Antonia. En: El Mapa Festivo de Bogotá. Bogotá: Intercultura, 2005. p. 14-15.
29 Ver: Marín, Alejandro. Carnaval Kamëntsá: Identidad, simbolismo y resistencia [online]. En: El Entrecruzamiento de la Tradición y la Modernidad. Memorias del Encuentro Internacional sobre estudios de Fiesta, Nación y Cultura. Bogotá: 2011. p. 125-146. [Citado 4 diciembre 2016]. Disponible en: https://issuu.com/interculturacolombia/docs/entrecruzamientodelatradicionylamodernidad