¿Teología de la Liberación en el siglo XIX?
La participación del clero en la independencia ilustra los problemas, las ambigüedades, las contradicciones y ventajas de la jerarquía católica en un momento de transición y ruptura entre dos épocas, entre las cuales las continuidades son también importantes. El clero de entonces había nacido en la época de las reformas borbónicas, cuyos intentos de fortalecimiento del Estado tuvieron importantes consecuencias para el papel de la iglesia católica en la sociedad colonial, pero debe afrontar las vicisitudes y contradicciones internas de las luchas de la independencia. Del papel de la iglesia en esos momentos, y en la historia colonial previa, parten muchas de las vicisitudes de las relaciones iglesia y Estado en el siglo XIX, que tienen que ver con el peso del clero y la jerarquía católica en la vida de la sociedad de entonces.
La complejidad de este momento obliga a matizar la caracterización de la independencia como “revolución clerical”, que hacía Jorge Tadeo Lozano, primer presidente de Cundinamarca, pues hay que considerar también la oposición encarnizada de los obispos de Santa Marta, Cartagena y Popayán a la causa patriota1>. Hay que recordar que el régimen de patronato convertía, en la práctica, a los prelados en funcionarios de la corona española, a la que debían su nombramiento2. Y que la frecuente vacancia de las sedes episcopales hacía que el manejo ordinario de los asuntos eclesiásticos quedara en manos de los vicarios o gobernadores eclesiásticos, casi siempre criollos. Este control favoreció, en el caso de Santa Fe de Bogotá, la presencia de varios clérigos entre los agitadores del motín del 20 de julio de 1810, los firmantes del acta del 20 de julio3 y los miembros de la Junta Suprema de Gobierno. Y lo mismo sucede con la composición del Congreso Constituyente Electoral, preparatorio del primer Congreso de la Nueva Granada, de la Junta de las ciudades confederadas del Valle del Cauca, liderada por el franciscano José Joaquín Escobar, y del congreso provisional de los delegados de los cabildos de la provincia de Antioquia.
El apoyo del bajo clero a la independencia es atestiguado por el coronel José María Barreiro en una carta al virrey Juan Sámano, fechada en julio 19 de 1819, pocos días antes de la batalla del Pantano de Vargas. Barreiro considera que la mayor parte de los curas boyacenses son sospechosos: unos, por ser partidarios de los rebeldes, y, otros, por ser oportunistas, que están al partido que más puede”. Ambos protegen a los rebeldes, “les suministran todo obsequio y cuantas noticias llegan a adquirir” mientras aparentan, ante el ejército realista, “un gran interés y deseo de la tranquilidad”, lo que dificulta conocer lo que piensan. Y se queja de que ni un solo cura de los pueblos ya ocupados o amenazados por los enemigos le “ha comunicado la más pequeña noticia”, sino que todos se han quedado tranquilos en sus pueblos, “obsequiando a los rebeldes”4.
Sin embargo, los destierros de clérigos enemigos de la causa patriota y colaboradores con la reconquista en 1819 muestran que el apoyo a la causa patriota estaba lejos de ser unánime5. Lo mismo ocurre con las polémicas entre clérigos realistas y patriotas como la que enfrentó, en 1814, al canónigo Andrés Rosillo y al cura Sinforoso Mutis con los clérigos realistas José Antonio y Santiago Torres y Peña. Rosillo sostiene que “la Religión santa de Jesucristo y libertad se hermanan”, pues “Dios no quiere esclavos observantes de su ley”6. Para apoyar esa afirmación, transcribe la parábola del libro de Samuel, cuando los israelitas le pidieron un rey para que los gobernase7. Por su parte, el cura de Tabio, José Antonio Torres y Peña, respondió que el Concilio de Constanza había condenado, entre los errores de Wicleff, la afirmación de que los reyes han sido la degradación de la humanidad y el oprobio de la religión8. En la polémica tercia Sinforoso Mutis, sobrino del sabio, que había patrocinado la publicación de Rosillo, mientras que el cura de Tabio es reforzado por su hermano Santiago Torres y Peña, cura de Las Nieves, que acusa a la proclama de Rosillo como “perturbadora de la paz pública y destructora de su Gobierno”, al crear discordia entre el poder ejecutivo y el Senado, el dictador y la autoridad eclesiástica. Torres considera herética la afirmación de que Dios no quiere esclavos obedientes a su ley, que se encuentra en el capítulo octavo de libro de Rousseau sobre la religión9.
La devoción cristiana al servicio de la política; novenas a favor y en contra de la independencia
Las divisiones entre clérigos realistas y patriotas, federalistas y centralistas, se manifestaban también en el campo de la devoción religiosa: el sacerdote realista, Mariano de Mendoza y Fontal, cura de Pore, publicó en 1810 una novena al arcángel San Rafael, que inculcaba ideas realistas al tiempo que criticaba a los patriotas como masones y luteranos. Y en 1811, escribió otra novena, esta vez en honor de San Isidro, patrón de Madrid, con el mismo enfoque. En cambio, el sacerdote Pablo Francisco Plata, rector de San Bartolomé y cura de la catedral, publicó en 1816 una novena a la Virgen de los Dolores, cuyo sabor liberacionista se hace evidente cuando hace responsable a “la arbitrariedad de los tiranos” y de la obediencia de “un pueblo ciego y obstinado” a ellos de “la mayor y más cruel parte” de los dolores de la Virgen María. Por eso, termina pidiéndole que, por los dolores que los tiranos le hicieron sufrir, “se compadezca de los pueblos oprimidos, los guíe en la defensa de sus derechos y sea especial protectora de su libertad e independencia”10. Esta novena fue severamente criticada por el capellán de las tropas de Morillo, José Melgarejo, en el proceso que se abrió contra el P. Plata bajo la reconquista: Melgarejo pidió que el acusado fuera trasladado a España para ser juzgado porque la dedicatoria de la novena era “el mejor comprobante de los sentimientos revolucionarios y afección al gobierno ilegítimo en odio de la soberanía”11.
¿Un teólogo de la liberación en el siglo XIX?
En estas contraposiciones de clérigos realistas y patriotas, el clérigo más destacado en las labores de legitimación religiosa de la independencia fue el P. Juan Fernández de Sotomayor (1777-1849), cura de Mompox y luego obispo de Cartagena, afiliado a la masonería12. Su Catecismo o instrucción popular se dedicó a la enseñanza de los deberes y derechos de la ciudadanía y a justificar la justicia y defensa de nuestra revolución, “para hacer este corto servicio a la patria”: para recomendar su catecismo a los sacerdotes insiste en que su fin es defender la religión santa “de la que somos ministros” y extirpar el error “que tanto la injuria y la degrada”, porque convierte a la “religión de paz y de amor, cómplice en las crueldades y asesinatos de una conquista bárbara y feroz”. Obviamente, el folleto del catecismo, publicado en 1814, fue condenado por el tribunal de la Inquisición, trasladado por entonces a Santa Marta, que excomulgó al autor, como reo ausente, el 1 de abril de 1815, por sus ideas antimonárquicas, y lo declaró “reo de alta traición y lesa majestad al soberano don Fernando VII y subversivo”13.
En el clásico estilo de preguntas y respuestas, el catecismo de Fernández empieza por demostrar que la dominación española sobre América carecía de fundamento justo: no podía basarse en la donación papal porque el papa no podía conceder lo que no era suyo; además, su autoridad era puramente espiritual, sin dominio temporal. Tampoco podía basarse el dominio español en la conquista que era producto de la fuerza contra el débil como el de un ladrón a mano armada: si la conquista fuera título legítimo, los españoles no tendrían derecho a resistir al invasor francés.
La situación crítica de España de entonces, por la abdicación de Carlos IV, la renuncia de su hijo Fernando en Bonaparte y su prisión en Francia, ha “…roto y disuelto de una vez para siempre los vínculos con que parecíamos estar ligados aunque injusta e ilegítimamente”. Pero cuando España ha decidido “la disolución del pacto social anterior” y América ha declarado “la soberanía en revisión al pueblo como a quien solo corresponde”, la organización de un gobierno “por el voto de sus representantes” y la proclamación solemne de su integridad “como un todo de la monarquía, considerada como un pueblo entero constitutivo de la nación”, América ha sido “vejada en su representación, oprimida en la manera de gobierno, insultada en sus reclamaciones, tratada como rebelde e insurgente y convertida en teatro sangriento de muerte y desolación”.
Según Fernández, los americanos nunca fuimos vasallos de España sino siempre “hombres libres iguales a los españoles, franceses, ingleses y romanos (…)”: los españoles reivindican ese derecho porque han considerado siempre a los americanos “como hombres de otra especie, inferiores a ellos, nacidos para obedecer y ser mandados como si fuésemos un rebaño de bestias”. Por tanto, “ningún hombre ni nación alguna tiene el menor título a mandarnos, ni a exigir de nosotros obediencia sin nuestro expreso general consentimiento”. Y si se nos quiere imponer ese dominio por la fuerza, estamos obligados a la resistencia “en cumplimiento de la ley natural que faculta a todo hombre para oponer la fuerza a la fuerza con el interés de conservar la vida, la libertad y la propiedad individual”. De lo contrario, se cometería delito porque “el hombre no puede dejar a sus hijos la servidumbre y opresión por herencia”. Nuestra rebeldía actual se ve justificada porque “trescientos años de cadenas…y todo género de padecimientos en silencio y paciencia” no pueden prevalecer contra millones de hombres, ni dejar de “interesar a la Providencia a nuestro favor”, para devolvernos “el precioso derecho de existir libres de la tiranía” y brindarnos “la oportunidad de sacudir tan pesada como ignominiosa coyunda”.
Tampoco podía justificarse la conquista por la propagación de la fe cristiana: es injurioso para la religión pensar que ha sido predicada para subyugarnos. Solo por casualidad debemos a España la predicación del evangelio, pues Colón solo buscaba perfeccionar su profesión náutica y los conquistadores españoles solo eran movidos por “la red insaciable del oro”, pues eran “gentes ignorantes, hombres criminales, detenidos en las cárceles, la hez del pueblo”. Incluso, el futuro obispo criticaba a los primeros evangelizadores, por ser “tan codiciosos y hambrientos de riqueza” como los demás conquistadores: aparentaban predicar un “evangelio de paz y caridad”, pero contradecían las instituciones de su autor al presentarse escoltados por soldados que dejaban cubierto de cadáveres el lugar de la predicación. Además, ellos exigían el destronamiento de “los príncipes legítimos” de los aborígenes, su subyugación a España y el pago de contribuciones inmensas como “condición precisa y esencial” para la evangelización. Esto contradecía el mensaje de Jesucristo, que nunca quiso conversiones forzadas. Por eso, nuestra evangelización cristiana fue fruto principalmente de “la omnipotencia divina que venció los obstáculos que oponían los mismos cristianos a su establecimiento”, junto con el celo apostólico de algunos evangelizadores, que tuvieron que afrontar más sufrimientos por parte de los españoles que por parte de “los indios a quienes dócilmente convertían”.
Luego, nuestro autor desmiente las pretensiones de los reyes sobre su celo para la promoción de la religión católica: después de haber hecho correr “a grandes torrentes la sangre humana”, haber sacrificado “millones de víctimas” (…) “a la insaciable codicia de los españoles” y convertir “en desiertos las poblaciones más numerosas”, los españoles “lograron imponer el yugo que acabamos de sacudir”. De ahí los cuestionamientos de Fernández de Sotomayor a la evangelización asociada a la conquista: los indios repartidos en las encomiendas de los conquistadores y los esclavos africanos recibían la imposición de la religión de sus amos, cuya adquisición no tenía como fin la predicación del evangelio sino el servicio a las haciendas. Y la evangelización de los pueblos que se iban formando se llevaba a cabo por sacerdotes que, “con el azote en una mano y la cruz en la otra”, obligaban a indígenas y esclavos a aprender los misterios de nuestra fe de manera tan deficiente “que puede decirse que en ellos no ha habido una verdadera educación religiosa”.
Además, tampoco es cierto que la corona apoyara a la iglesia, pues los fondos para el mantenimiento del culto no han salido del real erario sino de las erogaciones de los particulares, de nuestras contribuciones, del “ignominioso tributo de los indios”. Es más, la corona española ha tratado de apoderarse de las rentas de la iglesia, apropiándose de parte de los diezmos y gravando otras rentas: parecía que el gabinete de Madrid iba a decretar “un saqueo general a los bienes de la Iglesia en América”.
Por eso, concluye el futuro prelado, si se ama de verdad a la religión católica, hay que redoblar esfuerzos para no regresar a la dependencia anterior. Es falso que la independencia vaya a producir la pérdida de la religión católica, pues el cristianismo puede acomodarse a diversidad de pueblos y de sistemas de gobierno: monarquías, repúblicas, gobiernos libres o despóticos. Pero los españoles han encontrado “algunos ministros que prostituyendo el carácter augusto de la divina misión, han turbado la paz interior de algunos espíritus tímidos y apocados, incluyéndoles en máximas contrarias a una religión que no conoce la esclavitud ni las cadenas”.
Por eso, concluye el futuro prelado, si se ama de verdad a la religión católica, hay que redoblar esfuerzos para no regresar a la dependencia anterior. Es falso que la independencia vaya a producir la pérdida de la religión católica, pues el cristianismo puede acomodarse a diversidad de pueblos y de sistemas de gobierno: monarquías, repúblicas, gobiernos libres o despóticos. Pero los españoles han encontrado “algunos ministros que prostituyendo el carácter augusto de la divina misión, han turbado la paz interior de algunos espíritus tímidos y apocados, incluyéndoles en máximas contrarias a una religión que no conoce la esclavitud ni las cadenas”.
Por ello, finaliza Fernández de Sotomayor enumerando las ventajas que acarrea la independencia para el estudio y el conocimiento de la religión católica, que debería ser protegida por el gobierno como “la exclusiva religión del Estado”, en contra de la ignorancia religiosa y la poca formación teológica que imperaban. Critica el futuro prelado “las patrañas y falsos milagros” con las que algunas vidas de santos enseñaban a ser “fanáticos y supersticiosos”, lo mismo que “los embrollos y sutilezas del escolasticismo” que se enseñaba entonces como teología. Por eso, propone una reforma que haga cristianos por la adhesión a principios y nos libre de “los falsos temores de peligros” que acarrearía la comunicación con los que no la profesan. Otra de las ventajas de la emancipación era el poder contar con prelados propios, que no pasen por el gobierno de España, para obtener, una vez restablecidas las relaciones con la Santa Sede, las gracias necesarias “sin más consideración ni otro mérito que el de hijos de la Católica Iglesia”14.
Del mismo estilo fue el sermón pronunciado por el mismo Fernández de Sotomayor para conmemorar, cinco años después, el movimiento del 20 de julio de 1810: el sermón se inicia con la acción de gracias de la nación al Supremo Hacedor por habernos devuelto “los preciosos derechos de nuestra creación tiránicamente usurpados”: al pecado de haber nacido en América, que nos hizo esclavos de “una nación fiera y orgullosa”, que se sumaba a la maldición del pecado original. Por eso, todo granadino debería agradecer a Dios “por el inefable beneficio de habernos constituidos en sociedad” y habernos devuelto “el derecho de existir, mantenernos y gobernarnos por nosotros mismos”. Todos estos males finalizaron con la intervención divina del 20 de julio de 1810, que sería para la Nueva Granada un día tan memorable como fueron para Israel los días del triunfo de Judit sobre Holofernes y Matatías sobre Nicanor: en ese día fueron derrocados los tiranos no por la obra del esfuerzo humano sino por el “auxilio poderoso” que el “Dios protector de los oprimidos” otorgó a “nuestra debilidad”. La revolución americana ha sido dirigida por la mano de Dios contra los realistas, amigos de la servidumbre, a los que compara el orador con los israelitas que añoraban las ollas de Egipto.
Retoma luego el tema de la legitimación religiosa de la conquista: es lamentable que el dominio español se haya basado en una bula de la Santa Sede, pero su veneración al Papado no lo hace silenciar la denuncia de los abusos cometidos con el pretexto de la evangelización cristiana: los evangelizadores fueron conquistadores crueles, “cuya obra es comparada a la de los emperadores romanos perseguidores del cristianismo”. Por eso, señala el contraste entre Roma, donde los idólatras perseguían a los cristianos, con América, donde “los cristianos persiguen a los idólatras a quienes han ido a convertir”: Nerón disfrutaba del placer bárbaro de iluminar su mesa con los cristianos que ardían como teas mientras que los cristianos españoles levantaban horcas en honor de Cristo y de sus apóstoles para colgar “hombres inocentes dispuestos a recibir la fe del Salvador”. De la ilegitimidad de los títulos de España para el dominio de América se desprende la justicia de la separación de España, que es necesario defender con sangre como hicieron los Macabeos; esa guerra nos santificará, pues será más glorioso “morir en defensa de nuestra libertad” que caer en manos de los enemigos que les harían probar una muerte cruel. Hay que redoblar los esfuerzos con “la resolución santa de perecer antes de volver a las cadenas” que han despedazado con la ayuda de Dios. Confía el orador en que la ayuda de Dios disipará a los enemigos como el polvo porque la libertad de América es la causa de Dios; por eso, pide el socorro divino para que los opresores sepan que Dios los socorre y protege y para que Dios nos conserve libres y evite los abusos de la libertad.
Referencias
- José Restrepo Posada, “La Iglesia y la Independencia”, en Curso Superior de Historia de Colombia, 1781-1850, t. II, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, 1950, pp. 413-423
- González, Fernán E., Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica 1810-1930, Bogotá, CINEP, 1977. p. 22.
- Tisnés, Roberto, El clero y la independencia en Santafè, (1810-1815), t. 4 de la Historia eclesiástica, que corresponde al volumen XIII de la Historia Extensa de Colombia. Bogotá, Ediciones Lerner, 1971, pp. 156-184.
- Carta de José María Barreiro a Sámano, Paipa, 19 de julio de 1819, Documento 40, en Friede Juan, La batalla de Boyacá a través de los archivos españoles , Bogotá, Banco de la República, 1969, pp. 87-88.
- Sierra García, Jaime, “Independencia”, en Jorge Orlando Melo, Historia de Antioquia, Medellín, Suramericana de Seguros, Compañía de Cementos Argos y Banco Industrial Colombiano, 1988, pp. 93-95.
- Tisnés, Roberto 1971, Ob. cit., pp. 444-445.
- Ibid., pp. 446-448.
- Ibid., pp. 448-450.
- Ibid., pp. 453-455.
- Ibid., pp. 532-534.
- Ibid., p. 535.
- Carnicelli, Américo, Historia de la masonería colombiana, Bogotá, sin pie de imprenta, 1975, tomo I, p. 84.
- Ibid., pp. 359-362.
- Catecismo o instrucción popular , folleto publicado originalmente en la Imprenta del Gobierno de Cartagena de Indias en 1814, reproducido como anexo del libro de Ocampo López, Javier, El proceso ideológico de la emancipación. Las ideas de génesis, independencia, futuro e integración en los orígenes de Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1980, pp. 459-469.
Imagenes
- Andrés María Rosillo y Meruelo. Óleo sobre tela, atribuido a José Celestino Figueroa, siglo XIX. Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.
- Doctor Pablo Francisco Plata en José Joaquín Herrera, Álbum de notabilidades colombianas, Colección Banco de la República.
- Juan Fernández de Sotomayor, Catecismo o instrucción popular, Cartagena, 1814.
- Folleto de la clerecía católica local a propósito de la situación en la península, 1809.
-
Solicitud de auxilio para el Colegio del Rosario luego del temblor del 17 de junio de 1826.
juan Fernández de Sotomayor, rector. - Juan Fernández de Sotomayor. Óleo sobre tela de José Antonio Porras, 1822. Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.