LOS OLVIDADOS: CIRCUITOS REGIONALES Y DISIDENCIAS VISUALES EN EL ARTE COLOMBIANO DE FINALES DEL XIX
Tradicionalmente, la historiografía del arte colombiano ha construido una narración centralista sobre las prácticas artísticas desarrolladas en el país a finales del siglo XIX y principios del XX. En este sentido, el epicentro de la modernización del arte local ha sido situado, por diversos historiadores y críticos, en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, fundada en 1886 por el periodista y político conservador Alberto Urdaneta, quien había vivido largamente en París. Sin duda, esta Escuela fue un escenario clave en la divulgación pedagógica del academicismo francés, una corriente predominante en la escena nacional que entroncaría con el imaginario regeneracionista de “civilización y progreso”, entonces en boga en nuestro país.
Paradójicamente, asociar el academicismo con la civilización y el progreso, ocurrió a pesar de que esta corriente nunca fuera considerada como una forma de arte de vanguardia por la tradición europea. En otras palabras, el academicismo, que para la historia del arte occidental fue una práctica reaccionaria, un arte que los artistas avezados debían superar, en el escenario bogotano sería considerada como una forma de acercarse al futuro, una forma de representación que permitiría la modernización de la cultura nacional y que, además, parecía adaptarse exitosamente a la necesidad de las élites santafereñas de reproducir su imagen y prestigio, todo un espejo de clase.
Rosita Acevedo. Óleo de Ricardo Acevedo Bernal, ca. 1915. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2121. Fotografía Ernesto Monsalve Pino |
Además, la Escuela de Bellas Artes de Bogotá fue responsable de traer al país a los primeros profesores con orígenes o formaciones europeas (Luis de Llanos, Andrés de Santa María y Enrique Recio y Gil), de estimular (no siempre de manera consistente) la formación de artistas colombianos en el exterior a través de la concesión de becas y sería la primera academia que lograría consolidarse largamente en territorio nacional, al menos, la primera que constituyó un proyecto de Estado, esto, en el seno de la presidencia de Rafael Núñez.
A pesar del rol fundacional de la Escuela y de las valoraciones históricas posteriores (tanto de críticos conservadores como de los más radicalmente progresistas) que la ubicaron en el centro del universo artístico conocido, lo cierto es que existieron, a lo largo de las primeras décadas de vida de la Escuela, una serie de disidencias que difícilmente serían reconocidas por la historia del arte local, y cuyo reconocimiento sigue siendo, a estas alturas, una asignatura pendiente.
Dentro de estas disidencias podríamos señalar, grosso modo, tres tipos de artistas: (I) aquellos que escaparon del academicismo como sistema oficial de representación, como Andrés de Santa María o Luis de Llanos, ambos de formación europea, con sus pastosidades y colores “antinaturales” difícilmente digeridos por la sociedad local; (II) aquellos que se apropiaron críticamente del academicismo, como Epifanio Garay al pintar desnudos bíblicos a partir de modelos femeninas “al natural” y exponerlos públicamente en una sociedad que los consideraba pornográficos, e incluso, al margen de la ley; y (III) aquellos creadores afincados en las tradiciones artísticas regionales, cuyos epicentros locales, en ciudades de provincia, han sido muy poco estudiados, epicentros que nunca formaron un todo orgánico con la Escuela de Bogotá. Evidentemente, todas estas prácticas fueron sutilmente reprimidas, no siempre de forma evidente o directa, pero siempre en el marco de la nueva concentración de poder centralista (recordemos que la Constitución de 1886 abolió el sistema federal e impuso un gobierno nacional centralizado en Bogotá) y de la religión católica como oficial, con sus valores morales como corsé dispuesto a constreñir cualquier forma de representación vanguardista.
La producción artística regional a finales del XIX
El arte colombiano de la segunda mitad del siglo XIX y del primer cuarto del XX, no se desarrolló en un proceso lineal y unívoco, como erróneamente podría inferirse a partir de la historia del arte que hemos heredado o de las colecciones de los museos públicos del país, como el Museo Nacional de Colombia. Jamás fue una sucesión plácida y taxonómica de corrientes artísticas acogidas invariablemente en toda Colombia sino, más bien, una serie de procesos paralelos con distintos referentes cada uno, procesos que podían entrar en conflicto o parecer desconectados entre sí.
Se podría decir que, durante la segunda mitad del siglo XIX, en Colombia existían varias ‘endogamias’ artísticas, procesos regionales que no han sido reconocidos por la historiografía del arte precisamente porque el discurso historiográfico hegemónico fue construido con base en los presupuestos establecidos a partir de las colecciones de los museos públicos nacionales, en especial, del Museo Nacional de Colombia, un acervo conformado desde Bogotá, con evidentes sesgos regionales. Solo desde la década de 1980 esta situación empezó a cambiar, especialmente con el desarrollo cada vez mayor de investigaciones sobre el arte de finales del siglo XIX y principios del XX.
Estudio académico. Óleo de Enrique Recio y Gil, ca. 1894. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2101. Fotografía Juan Camilo Segura |
Estas endogamias, circuitos alternos o regiones artísticas serían: el Estado soberano de Panamá, con un notable influjo francés en el arte y la arquitectura, determinado en parte por los constructores del Canal; la región antioqueña, estudiada extensamente por investigadores de Medellín y Bogotá; la región caribe, cuya producción plástica, arquitectónica y literaria tuvo un notable influjo cosmopolita con ascendiente árabe, judío e italiano, posibilitado por la creciente inmigración internacional durante el período, especialmente a ciudades como Barranquilla y Cartagena; la región del gran Cauca, con notable influjo religioso y una fuerte persistencia, a veces anacrónica, de las tradiciones coloniales quiteñas; y por último, la sabana extendida (Bogotá y alrededores), región de la que fue epicentro la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, a pesar que esta institución haya sido situada como epicentro de todo el universo artístico nacional.
Por las velas, el pan y el chocolate. Óleo de Epifanio Garay Caicedo, ca. 1870. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 3113. Fotog5rafía Juan Camilo Segura |
En el caso de la producción artística del Estado soberano de Panamá, región constitutiva del territorio nacional hasta 1903, vale la pena anotar que, a finales del XIX, su producción cultural sería de gran importancia y diversidad, incluso más que la producción bogotana. Sin embargo, el episodio artístico panameño es profundamente ignorado tanto por la historiografía panameña como por la colombiana, y se constituye en un territorio cultural oscuro. Para vislumbrar la importancia de Panamá en el mapa artístico nacional de la segunda mitad del siglo XIX, bastará decir que Epifanio Garay (1849-1903) quien, junto con Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930), ha sido considerado por la historia del arte en Colombia como uno de los más importantes pintores del mapa academicista, vivió en Ciudad de Panamá por un largo período de tiempo, y posteriormente viajó a Bogotá, en donde se encargó de numerosos proyectos culturales. Epifanio Garay se casó en Panamá en 1870 con la panameña Mercedes Díaz Remón, allá tuvo su familia, allá produjo la mayor parte de sus obras y allá se encuentran, actualmente, una gran parte de sus pinturas y documentos personales. Algunos autores panameños consideran a Epifanio Garay, junto con otros artistas locales como Manuel E. Amador (1869-1952) y Roberto Lewis (1874-1949), como un pionero del arte del istmo.
Iglesia rural (Eglise de campagne). Acuarela de Paul Gauguin, ca. 1875. Colección de Arte, Banco de la República. Reg. AP3906 |
Así mismo, Panamá resulta de vital importancia para entender las dinámicas iniciales del proceso de configuración del campo artístico en Colombia, los roces con la cultura europea y los referentes de creación de los primeros artistas profesionales colombianos. La presencia del pintor postimpresionista Paul Gauguin (1848-1903) en la zona del Canal de Panamá en 1887, en donde trabajó como constructor durante un corto período de tiempo y en donde produjo y dejó obra artística, es un tema muy poco investigado por la historiografía del arte universal. Su hermana, Marie Gauguin, casada con el bogotano Juan Uribe Buenaventura, quien tenía negocios en la zona del Canal, luego de enviudar y caer en ruina, fue acogida por su familia política en Bogotá, a donde llegó procedente de Francia. Ella trajo a la Sabana de Bogotá algunas obras de su hermano, una de ellas conservada actualmente en la Colección de Arte del Banco de la República: los primeros cuadros impresionistas de los que se tenga noticia en Colombia. Igualmente, el tercer proyecto de fundación de un museo en territorio colombiano, luego del Museo Nacional de Colombia en 1823 y del Museo de la Escuela de Bellas Artes en 1873, ocurrió en Panamá en 1878, un proceso apenas documentado por la museología colombiana.
Pantaleón Mendoza. Óleo de Ricardo Acevedo Bernal, ca. 1905. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2125. Fotografía Juan Camilo Segura Escobar |
Por otro lado, en la región del gran Cauca, la cercanía geográfica y cultural con Quito (Ecuador) generó una tradición artística independiente a la del resto de Colombia. Puntualmente, en la provincia de Pasto, esta tradición se caracterizó por la persistencia de una temática religiosa manejada con lenguaje academicista, influencia de las políticas culturales del presidente ecuatoriano Gabriel García Moreno (1821-1875). En este sentido, la ciudad de Pasto, ubicada al sur del valle del Patía, inexpugnable frontera natural con el resto de Colombia, y más cercana por vía terrestre a Quito que a Popayán, forjó una tradición cultural local sui generis, aún pendiente de revisión.
El papel cumplido por Alberto Urdaneta en Bogotá como “héroe fundador” del campo del arte en Colombia (gracias a sus diversos emprendimientos culturales), fue cumplido en la antigua provincia de Pasto, de forma más modesta, por el pintor ecuatoriano Rafael Troya (1845-1920). Troya surgió como artista durante el gobierno (1860-1875) del dictador Gabriel García Moreno, quien a la manera de Rafael Núñez en Colombia, inició el proceso de “modernización” del Ecuador a través de la centralización del poder, el fortalecimiento de la identidad nacional, la creación del himno de la república, la consagración del país al Sagrado Corazón de Jesús, el culto a los héroes, la conjunción patria-iglesia, el concordato con el Vaticano y la creación de academias de arte y becas para artistas locales. Pintores quiteños como Luis Cadena (1830-1906), Juan Manosalvas (1840-1906) y Rafael Salas (1821-1906) ganaron becas del gobierno para estudiar en la Academia de San Lucas en Roma, y a su regreso impulsaron una visión académica del arte entrecruzada con el propósito nacional de divulgar la fe.
Cielorraso de la Basílica del Voto Nacional, se aprecian algunas de las obras entregadas entre 1917 y 1920, que se le atribuyen al maestro Ricardo Acevedo Bernal. Foto walter gómez |
Por impulso de García Moreno, Troya se formó como artista con Luis Cadena y se relacionó con el género del paisaje, hasta 1870, en el taller de Rafael Salas. En este mismo año, Troya empezó a trabajar como dibujante de los científicos alemanes Alphons Stübel (1835-1904) y Wilhelm Reiss (1838-1908) durante su expedición por el norte de América del Sur. Por diversas razones, el artista quiteño se estableció en Pasto entre 1874 y 1889, en donde se casó con la colombiana Alegría Delgado y se hizo amigo de los políticos y escritores colombianos Rafael Reyes y Rafael Pombo, a quienes conoció posiblemente en Popayán. Infortunadamente, los quince años de la residencia de Troya en Pasto son ignorados por la historiografía del arte ecuatoriano y colombiano.
Proyecto para el techo del Teatro Municipal. Óleo de Ricardo Acevedo Bernal, ca. 1890. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2839. Fotografía Ernesto Monsalve Pino |
Según algunos escritores nariñenses, Troya creó una escuela de arte durante su residencia en Pasto. En esta, se formaron numerosos pintores como Isaac Santacruz Rivera (1869-1956), uno de los epígonos locales del academicismo y del arte religioso; Miguel María Astorquiza (ca. 1880-?), paisajista y retratista que estudió arte en Quito y luego con Troya en Pasto; y los pintores Teócrito Guerrero Santacruz (?-1941) y Benjamín Guerrero, los que a su vez serían maestros de Rafael Fernando Rodríguez (1884-1967), entre otros. Por afinidades estilísticas, Isaac Santacruz encarnó en Pasto el academicismo de temática religiosa propulsado por García Moreno en el Ecuador, un academicismo que distaba de su equivalente bogotano, decantado por el retrato y por el paisaje al aire libre, pocas veces por los temas piadosos, escasamente abordados (una excepción son ciertos encargos realizados por el gobierno nacional a Ricardo Acevedo Bernal, tanto para la Catedral Primada como para la Iglesia del Voto Nacional, ambas en Bogotá). Mientras el academicismo bogotano de Epifanio Garay prefería el desnudo femenino y el de Ricardo Acevedo Bernal prefería ciertas pastosidades, el academicismo quiteño-caucano prefería los temas recatados, las iconografías clásicas y la pintura relamida, escondiendo cualquier pastosidad, color o pincelada antinatural.
Aunque Troya regresó al Ecuador en 1889, dejaría una huella indeleble en la sociedad pastusa. En este sentido, en 1894, de forma extraordinaria para una ciudad colombiana, existían en Pasto al menos diez pintores al óleo (Manuel Salazar M., Martín Fajardo, José Antonio Moreno, Miguel María Astorquiza, Isaías Sánchez, Apolinar Guzmán, Emeterio Barrera, José A. Dorado, José Troya e Isaac Santacruz), dos fotógrafos (José A. Zarama y Mario Mutis) y cuatro escultores (Andrés Santacruz, José Hidalgo, Vicente Narváez y Ramón Pérez). La mayoría de ellos se habían formado en la escuela creada por Troya o en academias del Ecuador. A raíz del establecimiento en Pasto del taller de Troya en 1874, se fortaleció un nuevo gusto y consumo artístico afincado en una suerte de “academicismo religioso”.
El arte bogotano a finales del XIX: Disidencias frente al arte oficial
Atardecer. Óleo de Luis de Llanos, ca. 1894. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2244. Fotografía Juan Camilo Segura Escobar |
La Escuela de Bellas Artes de Bogotá, como hemos visto, fundada por Urdaneta en 1886, impulsó básicamente dos tipos de pintura en la escena santafereña: por un lado, el academicismo, útil para la ejecución de los retratos de las élites, un sistema de representación acogido por el Estado en su afán de construir su propia imagen y, por otro, la pintura de paisaje, usualmente al aire libre, influida por las escuelas modernas de pintura en Francia, como la de Barbizon. El género del paisaje fue especialmente impulsado por la Cátedra de Paisaje de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, fundada en 1894, cuyo primer director fue el pintor español Luis de Llanos, formado en Roma en las lides de una suerte de impresionismo italiano, un grupo conocido como los macchiaioli. Llanos fue profesor de la Escuela solo por un año, debido a su fallecimiento en 1895.
Estanque. Óleo de Luis de Llanos, ca. 1894. Colección de Arte, Banco de la República. Reg. AP3849 |
Antes de la fundación de la Cátedra, la representación del paisaje en Colombia estaba mediada por la imaginería construida por los viajeros europeos en tierras americanas, comúnmente científicos y diplomáticos que representaron el territorio nacional desde las técnicas del dibujo, la pintura documental y lo pintoresco, imágenes comúnmente destinadas a su reproducción a través de grabados en libros y revistas europeas, cuya función era mostrar las condiciones naturales y sociales de un territorio susceptible de explotación económica y modernización.
Una gran parte de estos viajeros visitaron tierras americanas siguiendo los pasos del científico prusiano Alexander von Humboldt, quien había visitado la Nueva Granada entre 1799 y 1803. Tal vez el artista-viajero más importante de este grupo fue el barón Jean-Baptiste Louis Gros, secretario de la Legación de Francia en Colombia entre 1839 y 1843, e introductor en el país de la pintura de paisaje al óleo y del daguerrotipo, la primera técnica fotográfica conocida.
Puerta de Santa Ana. Óleo de Luis de Llanos, 1894. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2245. Fotografía Juan Camilo Segura E. |
Otros artistas-viajeros que dejaron una huella indeleble en la imagen visual de la naciente república fueron Jean-Baptiste Boussingault, Francois Désiré Roulin, León Gauthier, Edward Walhouse Mark, Joseph Brown y Albert Berg, entre otros. Ellos se unieron a otros artistas colombianos que representaron el territorio desde la pintura histórica o desde lo pintoresco, como José Manuel Groot, José María Espinosa, Ramón Torres Méndez o el grupo de dibujantes de la Comisión Corográfica, como Henry Price o Carmelo Fernández, entre otros. Todos ellos representaron los tipos y costumbres neogranadinos contrastados con el paisaje natural, documentos tempranos que servirían para construir la imagen visual del Nuevo Mundo y para reportar en Europa su estado social, económico, natural y político, condición de posibilidad para el establecimiento de los vínculos neocoloniales. En este camino, la medición y taxonomización, dos legados del pensamiento ilustrado, permitirían instalar el modo de producción sobre la piel del territorio, sobre sus representaciones y construcciones de sentido.
Luego del fallecimiento de Luis de Llanos, continuó en el cargo Andrés de Santa María, un artista nacido en Bogotá en 1860 y radicado en Europa con su familia a partir de 1862. Santa María se había educado entre Londres y París, y en esta última ciudad estudió en la Escuela de Bellas Artes, recibió algunos premios y conoció la pintura moderna francesa, belga, inglesa y española, en especial el simbolismo de Fernand Khnopff, el realismo de Gustave Courbet y el impresionismo de Édouard Manet. Así mismo, conoció a los pintores españoles Joaquín Sorolla e Ignacio Zuloaga, y al venezolano Arturo Michelena.
Paisaje. Óleo de Andrés de Santa María, ca. 1894. Colección de Arte, Banco de la República. Reg. AP2280 |
De forma temprana, los valores del arte moderno, con su alejamiento de la realidad, el empleo de colores antinaturales, la visión intimista y las pastosidades y perspectivas inusuales, ingresaron en el arte colombiano a través de un género aparentemente conservador, el paisaje, un género que antes se había empleado, salvo contadas excepciones (como en los casos del barón Gros o Frederic Edwin Church) con un ánimo más documental o descriptivo. Santa María regresó a Colombia en 1894, luego de casarse con su prima-hermana, Amalia Bidwell Hurtado. A su regreso, debido a su posición de clase (más que a su reconocimiento artístico), fue nombrado inmediatamente profesor de la Cátedra de Paisaje de la Escuela de Bellas Artes, lugar en donde inició una lenta y silenciosa revolución en el arte bogotano, operando a la manera de un caballo de Troya.
Paisaje. Óleo de Andrés de Santa María, ca. 1906. Colección de Arte, Banco de la República. Reg. AP5294 |
Las primeras pinturas realizadas por Santa María en Bogotá fueron vistas del paisaje sabanero desde su hacienda familiar en Soacha, llamada El Vínculo, una finca que había pertenecido a su abuelo, el multimillonario empresario antioqueño Raimundo Santa María Tirado. Desde El Vínculo, Santa María elaboró una serie de pequeños cartones al óleo, alrededor de 23, que constituyen probablemente las primeras pinturas de paisaje realizadas al aire libre en territorio nacional. Aunque Gros había pintado al óleo el salto del Tequendama en 1842, esta había sido construida a partir de múltiples bocetos y quizá daguerrotipos. Por su parte, Santa María pintaba directamente en el lugar. Además, sus pinturas no seguían el tradicional formato horizontal reservado para los paisajes, sino que eran verticales y de pequeño tamaño. A la manera de algunos cuadros de Édouard Manet, Santa María dejó los bordes inconclusos y la pintura abocetada, rápida y pastosa, con pincelada aparentemente imprecisa, para así capturar los cortos instantes de luz, con sus reflejos tonificantes sobre el humedal Tierra Blanca y el intenso colorido de las flores, a la manera de los primeros impresionistas.
Rosas. Óleo de Ricardo Borrero Álvarez, ca. 1910. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2379. Fotografía Juan Camilo Segura Escobar |
Desde luego, sus estudiantes y colegas de la Escuela encontraron en estas obras algo nuevo. Roberto Páramo, quien oficiaba como profesor de dibujo en la Escuela, inició una serie de paisajes de pequeño formato, naturales y urbanos, que lo distinguieron como un traductor, íntimo, locuaz y poético, de la naturaleza sabanera. Algunos discípulos aventajados de Santa María fueron Fídolo Alfonso González Camargo, cuyas obras de pequeño formato se caracterizaron por el abocetado rápido, el empleo de colores antinaturales y una visión íntima que, en ocasiones, recuerda a ciertos pintores franceses como Édouard Vuillard o Pierre Bonnard. Otros discípulos aventajados de Santa María fueron Ricardo Borrero Álvarez, Jesús María Zamora (quien había iniciado su carrera como pintor documental de la naturaleza llanera en comisiones del Estado) y Eugenio Peña, quien además fungió como administrador de la hacienda de Santa María.
La anunciación. Óleo de Andrés de Santa María, ca. 1934. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2115. Fotografía Julio César Fl órez |
Andrés de Santa María, Luis de Llanos y luego Enrique Recio y Gil, superpusieron los elementos pictóricos por encima de los elementos documentales, sociales o geográficos. Aunque este proceso sufriría altibajos durante todo el siglo XX, el carácter independiente de la nueva pintura lograría instalarse plenamente en el campo artístico local durante la década de 1950.
El mercado. Óleo de Andrés de Santa María, ca. 1934. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 2113. Fotografía Julio César Flórez |
Apuntes de la Sabana. Óleo de Roberto Páramo Tirado, ca. 1915. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 4652. Fotografía Ángela Gómez Cely |
Aunque tradicionalmente suele afirmarse, tal vez desde Marta Traba, que los valores modernos en el arte nacional habrían surgido a principios de la década de 1950 con la irrupción en el panorama local de artistas como Fernando Botero, Alejandro Obregón o Guillermo Wiedemann, lo cierto es que, en Colombia, el arte moderno fue un camino que inició sutilmente con la irrupción de la Cátedra de Paisaje a finales del XIX. Estos primeros pintores sembraron la duda frente a la realidad, modificaron perspectivas, colores, pinceladas, formas y formatos, y rompieron con la tradición de lo pintoresco, lo documental, lo científico y lo cartográfico. A estos disidentes del orden establecido y a los artistas regionales no alineados con el tipo de academicismo impulsado desde la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, debemos las singularidades hoy presentes en las escenas regionales, la promesa de libertad de un arte nuevo y la posibilidad aún persistente, felizmente, de un arte crítico.
Paisaje Sabanero Óleo de Roberto Páramo Tirado, ca. 1890-1930. Colección de Arte, Banco de la República. Reg. AP2879. |
Eugenio Peña. Óleo de Francisco Antonio Cano Cardona, 1929. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 3111. Fotografía Carlos Tobón |