OBRA DESTACADA: “BAILE DE CAMPESINOS EN LA SABANA DE BOGOTÁ” RAMÓN TORRES MÉNDEZ
Ramón Torres Méndez (1809-1885) fue un pintor de extracción popular que llegó a ser considerado como el más importante del país, a tal punto que Alberto Urdaneta dedicó en su nombre la sección de pintura de la Escuela Nacional de Bellas Artes, creada en 1886, tan solo un año después del deceso del artista. Según el historiador Efraín Sánchez Cabra, fue del grabador Antonio P. Lefebvre que recibió las primeras nociones de arte, situación que se produjo en la escuela gratuita de grabado de la Casa de la Moneda. De esa época data su interés por el dibujo, labor que se proyectó luego hacia la pintura de acuarelas y óleos. Hoy tenemos acceso a copias de sus obras elaboradas mediante formas de multiplicación mecánica como el grabado, según el mismo historiador Sánchez Cabra este último recurso no le ayudó mucho, en cuanto que suavizaba demasiado los bordes, haciendo que el fino trabajo de dibujo que existía en los originales se perdiera.
Torres Méndez puede ser considerado, junto a José María Espinosa, como uno de los primeros pintores nacionales, su importancia radica en la destreza que tenía para captar escenas donde lo idiosincrático y popular comenzaba a constituir la primera agenda artística nacional, aquella donde los pintores de origen campesino comenzaban a ganar terreno.
En las obras de Torres Méndez se evidencia la mirada fina de un cronista visual que domina muy bien el dibujo a lápiz y el grabado, y que conoce a profundidad los temas locales. Prueba de esto es que el artista solo pinta escenas en las que figuran campesinos o miembros de la élite de la capital. Su obra se circunscribe al altiplano cundiboyacense, ese escenario cultural que inspiró, además, a notables artistas del siglo XX, como el escultor Rómulo Rozo o el fotógrafo Luis Benito Ramos. En ellos lo nacional existe por la vía de la representación de la vida cotidiana de los sectores populares; sus obras son útiles para los historiadores del arte y constituyen una fuente iconográfica, muy importante para los historiadores sociales, en cuanto que buscan ahondar en las formas de gobierno, asociación o subordinación que existen entre las personas.
Tal situación puede ser vista en la escena que hizo Torres Méndez para mostrar los hechos acaecidos dentro de un recinto al que asisten músicos, bailarinas y bailarines que se encuentran bajo la tutela de una matrona, quien representa o actúa como propietaria de un establecimiento que acoge a un grupo de personas que se ha entregado a la música y al baile, mientras que otro grupo se ve marginado del evento. Entre uno y otro existe una pared de por medio, una barrera que no está cerrada totalmente, pues la ventana en la pintura constituye una invitación para estimular la curiosidad de los transeúntes que se han topado con la bulla que sale del interior de una casa, la cual probablemente servía de posada o fonda. Un detalle permite deducir lo anterior, se trata del manojo de llaves que lleva en el cinto la matrona que fuma.
En la perspectiva cultural, otros detalles visuales permiten ahondar en el análisis de este caso. Sobre la mesa de la izquierda hay una botella de vino con una sola copa, y en un plato hay algo que parece son sardinas o porciones pequeñas de comida. No es una fiesta donde haya viandas en abundancia, la escena muestra la precariedad material de la Nueva Granada en el siglo XIX. Sin embargo, el ambiente es festivo y en el centro de la escena sobresale una pareja de jóvenes que bailan: ella muy concentrada en dar los pasos, él bastante ágil marca el ritmo de la música. Atrás una mujer con mantilla los mira bailar, a la derecha una pareja de mujeres jóvenes se toman de las manos como si también estuvieran bailando. Al fondo, un grupo de músicos toca animadamente, entre ellos hay uno que puntea un tiple, mientras que los otros lo acompañan tocando y cantando.
La escena parecería tener como punto central a la pareja que baila, sin embargo, es la matrona que fuma quien ejerce el gobierno dentro del cuadro. Allí Torres Méndez incursiona en el arte simbólico cuando la dibuja observando la escena, mientras que un perro flaco gira la cabeza hacia ella. El cuadro está construido para decirnos que es ella quien manda en esa casa, la que permite la fiesta, la que ha orquestado todo para que se produzca este contubernio que aún no es dionisiaco, es tanto el poder que ella tiene que se reserva el derecho de admitir personas dentro de la casa, un lugar que no sabemos si es público o privado.
Se trata, entonces, de un cuadro riquísimo en detalles, digno de ser estudiado desde una perspectiva micro-histórica más profunda, pues considera la serie de costumbres colombianas como una fuente documental que habla del espíritu campesino en una región específica, no muy grande, pero abierta a la posibilidad de generar estudios que ilustren y contrasten las generalidades de las cuales habla cada una de las pinturas de la serie con los detalles que conforman los cuadros.
Finalmente, en esta escena se pueden ver objetos de uso cotidiano que aparecen colgados o adosados a la pared: una cabalgadura, una jáquima y un freno para caballos, un sombrero y una capa, una repisa con copas y recipientes con bebidas, una pintura sagrada sobre la puerta y un par de dibujos de escenas costumbristas. Estos últimos funcionan de una manera muy moderna, en cuanto a que constituyen cuadros dentro de un cuadro, de igual manera a como funciona la ventana como recuadro. Romper un cuadro en muchos cuadros pequeños fue una estrategia que emplearon los artistas bizantinos construyendo iconostasios dentro de las iglesias católicas ortodoxas, luego durante el renacimiento la composición, basada en la proporción áurea, hizo que el cuadro se compusiera a partir del crecimiento de cuadrados dinámicos, no podemos olvidar tampoco la manera como Diego de Velásquez construyó “Las meninas”, recurriendo a la descomposición de cuadros que parece funcionan de manera independiente, pero que constituyen la unidad barroca. En el cuadro del maestro Ramón Torres Méndez habitan cinco cuadros compositivos dentro de uno solo, creando unos vínculos que lo hacen complejo y donde no hay cabida al enredo visual.
Como en toda buena composición, cada cosa ocupa su lugar en el espacio y contribuye a generar equilibrio; pero además irrumpe en un espacio que nos habla de significados y relaciones entre las cosas que hay en la pintura, en este caso: la manera como se baila, la ropa que se usa, el tabaco que se fuma, el vino que se bebe, el tiple que se toca. Es en esa notable complejidad formal y de significados que esta obra puede ser comprendida como una pieza sobresaliente del arte colombiano.
Este cuadro de costumbres puede ser visto, de manera comparativa, con otras obras, tal es el caso de “El bambuco en Bogotá”, allí también se baila, pero la composición es otra, se ha armado un ruedo que aprecia la habilidad con la que una pareja se mueve al ritmo de música interpretada por un trío que ya no es tan popular como el de los campesinos, sino que incluye instrumentos como violín, guitarra y clarinete. Esta última es una escena que nos describe la fiesta de personas ricas, en contraste con la fiesta modesta de los campesinos.
Según el historiador Marcos González en Colombia hay más de 400 fiestas populares al año, quiere decir eso que pese a la condición de violencia en la que se vive, predomina la celebración, la juerga y la parranda. Es a través de una escena festiva que podemos ver reflejado al pueblo colombiano, lástima que muchas de ellas terminan en dramáticos cuadros de violencia.