La carrera por salvar la vida
Conmovido ante la contundencia de la tragedia, el papa Juan Pablo II pronunció una oración que todavía repercute en el alma de Luis Fernando Monroy Uribe: “Padre celestial: haz que mediante la solidaridad, el trabajo y el tesón de las gentes de esta tierra, surja, como de entre las cenizas, una nueva ciudad de hijos tuyos y hermanos, donde reine la fraternidad, se renueven las familias, se llenen de pan las mesas y de cantos los hogares y los campos”.
Con esta plegaria –recitada de memoria– comienza Luis Fernando a narrar cómo vivió la noche del 13 de noviembre de 1985. Aquella que le arrebató la vida a más de 20.000 personas, entre ellas a sus padres, Trigueña y Floro, y que ahora lo motiva a buscar el resurgimiento de su tierra.
“Es hora de regresar a casa”
En 1960, Trigueña Uribe, del municipio de Andes (Antioquia), llegó a Armero luego de que a su esposo Floro Monroy, oriundo de El Cocuy (Boyacá) y quien trabajaba para una entidad financiera, fuera trasladado para gerenciar la sucursal de la ‘Ciudad Blanca’.
Allí, después de que le ofrecieran a Monroy un nuevo traslado, la pareja decidió independizarse y dedicarse a la agricultura y a la ganadería. Hicieron amigos. Construyeron su casa: con piscina y varias habitaciones que, con el tiempo, fueron alquiladas a personas de confianza. Echaron raíces.
Trigueña era cuñada del entonces presidente del Consejo de Estado, Carlos Betancur, quien se encontraba en el Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985, cuando el M-19 tomó el control del edificio.
Sin dudarlo, empacó maletas para ella y para su hijo Luis Fernando, de 26 años, quien la acompañó a Bogotá para estar con su hermana y, de paso, visitar a Hernán Darío y Juan Carlos, otros dos de sus hijos (en total tenía cinco), quienes estudiaban en la capital.
Cuenta Hernán Darío, el menor de la familia, que en el amanecer del 13 de noviembre su mamá se levantó temprano y le anunció que regresaba con Luis Fernando a Armero.
Después de una parada en Ibagué –a donde su madre le pidió ir, aunque la ruta era la más larga, para visitar a su hijo mayor y a su única nieta–, Luis Fernando y Trigueña llegaron hacia las seis de la tarde a un Armero que los recibió con un polvo que impedía la visibilidad.
“Utilicé el limpiaparabrisas con agua, pero no funcionó mucho. Afortunadamente ya estábamos llegando a la casa”, recuerda Luis Fernando. Pese a que unos vecinos comentaban que el ambiente estaba enrarecido por la actividad en el volcán nevado del Ruiz, ubicado a menos de 50 kilómetros de distancia, no sintió temor. “Cuando llegamos, no parecía una cuestión muy clara ni evidente”.
Luis Fernando Monroy. Foto/Felipe Abondano
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“Si caemos, nos quedamos”
En el entretiempo del partido de fútbol que disputaban en Bogotá Millonarios y Cali, Hernán Darío llamó a su mamá para preguntarle cómo había resultado el viaje. Ella, sin demostrar preocupación, le contó que su hermano estaba conversando con el alcalde, Ramón Rodríguez, porque posiblemente iba a haber una inundación. Ya se comenzaba a hablar de que el río Lagunilla podía desbordarse, pero ni siquiera en la casa Monroy Uribe, donde vivía también el alcalde, se sospechaba nada grave.
Con el paso de los años, en la mente de Luis Fernando la cronología de los acontecimientos se ha ido desdibujando. Lo que sí tiene claro son dos recuerdos inquietantes: la última información transmitida en el noticiero, que daba cuenta de que algo ocurría en el volcán, y que su mamá le dijo al alcalde, tras recibir una llamada, que debía comunicarse con Ibagué.
El alcalde le había revelado que el pueblo se inundaría y, sobre unos planos, le mostró cuál sería la zona alcanzada. “La mitad de mi casa se afectaba y la otra mitad no”, recuerda Luis Fernando. La preocupación lo impulsó a salir a la calle para alertar a los vecinos que vivían cerca al río Lagunilla. Insiste: “estaba alarmado, sí. Pero no pensé en la destrucción de Armero”.
Pero, entonces, su cabeza comienza a llenarse de arena. Escucha un estruendo. La luz se esfuma. El miedo lo atrapa. Debe avisarle a su mamá. “Abro el portón y no veo su carro. Alguien me dice que ella salió con el alcalde”.
Desconcertado y con su moto varada, advierte que Abraham, uno de sus amigos –con quien compartía el gusto por las carreras de motos– aún no ha evacuado. Sobre la moto, montado detrás de la mamá de su amigo, le dice: “Esta carrera no podemos perderla. Es la más importante. La que salva la vida. Si caemos, nos quedamos”.
La carrera los lleva hacia las Lomas de Pindal, ubicadas detrás del club de tiro, caza y pesca Los Pijaos. Pero el camino –en el que ven a varias personas atrapadas en los “quiebrapatas”, barreras que evitan que el ganado pase de un terreno a otro– termina en el portón del club. Está cerrado con candado.
“Corrimos hasta el final de la valla y nos metimos por el alambrado de púas”.
Luis Fernando, con las manos cortadas por el alambre y con un golpe en la columna que casi lo inmoviliza tras caer cuesta abajo durante el escape de la avalancha, se salvó.
Luis Fernando Monroy. Foto/ Felipe Abondano
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“Armero quedó arrasado”
Los fuertes portazos de las vecinas despertaron a Hernán Darío en Bogotá. Algo había pasado en su tierra, a la que regresaba cada fin de semana, donde vivían sus papás, su hermano, su novia y muchos de sus amigos. “Al prender el televisor y ver las noticias, que no eran muy claras, relacioné la información con lo que me había dicho mi mamá sobre una inundación”, asegura.
La dimensión de lo ocurrido solo la entendió cuando en Caracol Radio escuchó al piloto Leopoldo Guevara, quien sobrevoló la zona, decir: “¡Eso quedó todo lodo! ¡Borró casas! ¡Borró todo, todo, todo!”.
Los días que sucedieron a la noche en la que la erupción del volcán nevado del Ruiz ocasionó la avalancha fueron confusos. Las noticias daban aliento a unos y se los robaban a otros. Tanto que todavía hoy se guardan esperanzas, así sean remotas, de reencuentros.
Los hermanos Monroy Uribe trazaron la estrategia para rescatar a sus padres y a su hermano. Tres de ellos ingresarían por diferentes rutas a Armero, mientras que Hernán Darío se quedaría en Bogotá. “Asumíamos que ellos estaba incomunicados, nunca los imaginamos muertos”. Pero el plan fracasó. No se podía acceder al pueblo. “Era imposible caminar sobre eso y las autoridades no dejaban pasar”.
Con el paso de los días, comienzan los rumores: dicen que su hermano y sus padres han sido vistos juntos. La misma noticia llega a oídos de Luis Fernando, que ha emprendido camino hacia Mariquita y entiende, ante la información incierta, que algo ha pasado con sus papás. Lo corrobora cuando llega a Bogotá y su hermano menor le pregunta por ellos.
“Él regresó para buscar a mi mamá”
Dos años y medio después de la tragedia, establecido en el municipio de Lérida, a 11 kilómetros de Armero, Luis Fernando fue citado por el alcalde. Este le mostró una tarjeta de crédito. Era de su papá. Unos jóvenes encontraron los restos con los demás documentos y dieron aviso. Floro Monroy fue sepultado. Sus hijos lo recuerdan a él y su mamá como héroes. Los testimonios dan cuenta de que Trigueña y Floro ayudaron a evacuar a varios armeritas. En una última entrada, ninguno logró volver a salir. Su padre, según les contó años después un amigo, entró por última vez para buscar a Trigueña, la mujer de la que se había divorciado 10 años atrás y con quien había tenido 5 hijos.